—¿Qué debo hacer? —le preguntó—. Ayúdame.
—Haz lo que creas que es justo.
—Lo que crea que es justo…
—Una vez me comentaste que te hubiera gustado conocer mejor a Fletcher. A lo mejor…
—¿Qué? Dilo…
—No me gusta la idea de que los dos marchemos contra el Jaff a la cabeza de estos… sueños a modo de ejército… Aunque…, quizás actuar como tu padre lo hubiera hecho sea la mejor forma de serle fiel… Y, de paso, te
liberas
de él.
Howie la miró con una nueva comprensión en el rostro. Jo-Beth tenía una idea clara de sus más hondas confusiones, y sabía encontrar la salida de su laberinto hacia un lugar abierto, donde Fletcher y el Jaff no tendrían asidero en ellos dos. Pero primero había que pagar. Y ella ya lo había hecho perdiendo a su familia por él. Ahora era su turno.
—De acuerdo —dijo a la asamblea—. Subiremos la colina.
Jo-Beth le apretó la mano.
—Muy bien —dijo.
—¿Quieres venir?
—No tengo más remedio.
—Me hubiera gustado que tú y yo estuviéramos fuera de esto.
—Lo estaremos —dijo ella—. Y si no escapamos…, si nos ocurre algo a uno de los dos, o a ambos… hemos tenido nuestro momento.
—No digas eso.
—Ha sido más de lo que tu madre tuvo, o la mía —le recordó Jo-Beth—. Más que la mayoría de la gente aquí. Howie, te amo.
Howie le pasó el brazo por la cintura y la apretó contra sí. Estaba contento de ver el espíritu de Fletcher allí, aunque fuese fragmentado en cien formas distintas.
«Me figuro que estoy dispuesto a morir», pensó. Dentro de lo que cabe.
Eve escapó de la habitación del piso alto y se encontró en el descansillo sin aliento y aterrada. Había entrevisto a Grillo levantarse y correr hacia la puerta, y a Lamar intentando cortarle el paso. Luego la puerta se había cerrado de golpe, casi en sus mismas narices. Eve esperó el tiempo suficiente para oír la tos del bufón, y luego bajó las escaleras a todo correr, para dar ¡a alarma.
Aunque la oscuridad envolvía la casa, había más luces encendidas fuera que dentro de ella: reflectores de colores iluminaban las piezas de la colección que Eve había estado viendo con Grillo. La mezcla de colores luminosos, escarlata, verde, amarillo, azul y violeta, la guió hasta el descansillo donde ella y Lamar habían topado con Sam Sagansky. Éste seguía allí, con su mujer. Parecían no haber hecho movimiento alguno, excepto para levantar la mirada hacia el techo.
—¡Sam! —exclamó Eve, corriendo hacia él—. ¡Sam! —El pánico y lo apresurado de la bajada la habían dejado sin aliento, de modo que la descripción de lo que había visto en la habitación de arriba fue hecha entre jadeos e incoherencias.
—… Tienes que detenerle…, nunca se ha visto algo así… cosas terribles… Sam, mírame… ¡Sam, mira…!
Pero Sam no la miraba. Su actitud era de absoluta pasividad.
—¡Sam, por Dios bendito! ¿Dónde
estás?
Eve renunció a seguir hablándole y se volvió para buscar ayuda en otra parte, entre la gente que había por allí. Todos seguían en el mismo sitio desde que Eve bajó, no se movieron ni para ayudarla ni para cortarle el paso. Cuando les miró, se fijó en que ninguno había vuelto siquiera los ojos hacia ella. Al igual que Sagansky y su mujer, todos miraban al techo, como si esperasen algo. El pánico no había privado a Eve de su buen sentido, y le bastó con echar una ojeada a aquella gente para darse cuenta de que no iban a servirle de nada. Todos ellos sabían perfectamente lo que estaba ocurriendo en el piso superior, ésa era la razón de que tuvieran los ojos fijos en él, como perros en espera de la decisión de su amo. El Jaff les tenía a todos cogidos con una trailla.
Eve se dirigió al piso bajo. Se agarraba al pasamanos y aminoraba el descenso a medida que la fatiga y sus viejas articulaciones la frenaban. La banda había terminado su actuación, pero alguien tocaba el piano, y eso la consoló. En lugar de malgastar energías dando gritos, esperaría hasta llegar al pie de la escalera para hablar con alguien. El portal estaba abierto y Rochelle se encontraba en la cima de la escalinata, despidiéndose de un grupo de seis personas: Merv Turner y su mujer, Gilbert Kind y su amiga del momento, y dos mujeres a las que Eve no reconoció. Turner la vio llegar y su gordo rostro expresó desagrado. Se volvió hacia Rochelle para apresurar su despedida.
—…tan triste —le oyó decir Eve—, pero muy emocionante. No sabes lo que te agradecemos el que hayas compartido tu dolor con nosotros.
—Sí… —comenzó su mujer; pero, antes de que pudiera expresar sus propias banalidades, su marido la interrumpió, y echando una ojeada a Eve, se apresuró a salir al aire libre—. Mer… —dijo su mujer, a todas luces irritada.
—¡No tenemos tiempo! —replicó Turner—. Ha sido
maravilloso,
Rochelle. Date prisa, Gil, las limusinas esperan. Vamos delante.
—Espera —dijo la amiga—. ¡Mierda, Gilbert, se va sin nosotros!
—Por favor, discúlpanos —dijo Kind a Rochelle.
—¡Esperad! —gritó Eve—. ¡Gilbert,
espera!.
Su llamada fue demasiado estentórea para que pudieran fingir que no la oían, aunque a juzgar por la expresión del rostro de Kind al volverse hacia ella, esto era lo que él hubiera preferido hacer. Ocultó sus sentimientos bajo una sonrisa artificial que trataba de ser radiante, y abrió los brazos, no dando la bienvenida, sino como encogiéndose de hombros.
—Siempre ocurre igual, ¿verdad? No hemos tenido tiempo de charlar —la gritó—. No sabes cuánto lo siento, Eve, la próxima vez será. —Asió a su amiga del brazo—. Te llamaremos, ¿verdad, querida, que la llamaremos? —Le envió un beso—. Eve, cada día estás mejor.
Y salió corriendo en pos de Turner.
Las dos mujeres fueron detrás de él, sin preocuparse siquiera de despedirse de Rochelle, a quien esto pareció no importarle en absoluto. Si el sentido común no le hubiese dicho ya a Eve que Rochelle estaba aliada con el monstruo del piso alto, en ese momento hubiera quedado convencida, porque, en cuanto se fueron, sus invitados, Rochelle miró al techo de una manera que le era familiar a Eve. Después pareció relajarse y se apoyó contra el quicio de la puerta, como si apenas fuera capaz de seguir en pie. «Aquí no hay nada que hacer», pensó Eve, y se dirigió hacia la derecha a la sala.
También en aquella parte, la única iluminación que había llegaba de fuera de la casa, y de los colores abigarrados de la colección carnavalesca. La luz era lo bastante fuerte como para ver que en la media hora que ella había estado en poder de Lamar, la fiesta había bajado casi a cero. Más de la mitad de los invitados no estaban allí ya, intuyendo quizás el cambio que se producía en un número cada vez mayor de personas al ser tocadas por la influencia del maligno que acechaba en el piso alto. Otro grupo se disponía cuando Eve llegaba a la puerta, y su ansiedad se ocultaba bajo gran movimiento y charloteo. Eve no conocía a ninguno de ellos, pero no tenía la menor intención de permitir que eso frustrara sus planes. Se dirigió a un joven y lo cogió del brazo.
—Tiene que ayudarme —dijo.
Reconoció su rostro por los carteles del Sunset Boulevard. El muchacho era Rick Lobo, cuya belleza le había convertido de pronto en una estrella, aunque sus escenas de amor tenían cierto aire de lesbianismo.
—¿Pues qué ocurre? —preguntó él.
—Algo está sucediendo arriba —dijo Eve—. Han cogido a un amigo mío…
Aquel rostro era capaz sólo de dos gestos: una sonrisa y un mohín de pasión; como ambos hubieran sido inoportunos en un momento como aquél, lo único que Rick Lobo pudo hacer fue contemplarla con mirada inexpresiva.
—Ven, por favor —insistió ella.
—Está borracha —dijo alguien del grupo de Lobo, sin cuidarse de disimular la acusación.
Eve miró al que había pronunciado esas palabras. Todos los componentes del grupo eran jóvenes, ninguno tendría más de veinticinco años. Y casi todos ellos, se dijo Eve, estaban bastante drogados. Pero, por lo menos, el Jaff no los había tocado.
—No estoy borracha —replicó Eve—. Haced el favor de escuchar…
—Vamos, Rick —dijo una chica del grupo.
—¿Quieres venir con nosotros? —preguntó Rick a Eve.
—¡Rick! —gritó la misma chica.
—No, lo que quiero es que subas conmigo…
La chica rompió a reír.
—Y tanto que te apetecería —dijo—. Vamos, Rick.
—Perdona, tengo que irme —se excusó Lobo—. También tú deberías irte de aquí, esta fiesta es un rollo.
La incomprensión del muchacho era firme como un muro de ladrillo, pero Eve no tenía intención de rendirse.
—Tenéis que creerme. No estoy borracha, y algo horrible está ocurriendo arriba. —Miró a los demás del grupo—. Todos lo notáis —añadió, sintiéndose como una Casandra de ocasión, pero incapaz de expresarse de otra manera—, arriba están ocurriendo cosas…
—¡Sí, y tanto! —exclamó la chica—. Por eso nos vamos.
Pero las palabras de Eve llegaron al fondo de Rick.
—Lo que debes hacer es venirle con nosotros —dijo—; aquí todo es muy raro.
—No quiere irse —dijo una voz desde arriba. Era Sam Sagansky, que bajaba la escalera—. Déjala de mi cuenta, Ricky, yo me encargo.
El gran alivio de Lobo, de que le quitasen aquella responsabilidad, se evidenció. Soltó el brazo de Eve.
—Mr. Sagansky se ocupará de ti.
—No… —insistió Eve.
Pero el grupo iba ya camino de la puerta, y parecían impelidos por la misma inquietud que había apresurado la partida del grupo de Turner. Eve vio a Rochelle salir de su languidez y aceptar las gracias que le ofrecían. Sam frustró cualquier intento de Eve de salir en pos de ellos, de modo que no le quedó otro remedio que ver si encontraba ayuda en el salón.
Pero las perspectivas no eran nada alentadoras. De los treinta invitados o así que aún quedaban, casi todos parecían incapaces de ayudarse a sí mismos, mucho menos iban a ayudarla a ella. El pianista tocaba una melodía soporífera, una adaptación de una canción de moda, para bailar en la oscuridad, y cuatro parejas danzaban a su
compás,
colgados unos de los otros y arrastrando los pies aunque sin moverse del sitio. Los demás ocupantes de la sala parecían drogados o borrachos o tocados por el torpor del Jaff, algunos sentados, otros echados sobre los muebles, apenas conscientes del lugar donde se encontraban. La anoréxica Belinda Kristol se hallaba entre ellos; su cuerpo consumido era lo que menos necesitaba Eve en aquel momento. En el sofá, a su lado, con la cabeza en su regazo, estaba el hijo del agente de Buddy, igual de alicaído.
Eve miró hacia la puerta. Sagansky la seguía. Oteó la sala, llena de desesperación, en busca de una salida a tan mala situación, y, finalmente optó, por el pianista. Fue hacia él por entre los bailarines, cada vez más dominada por el pánico.
—Deje de tocar —le dijo, cuando llegó a su lado.
—¿Quiere otra cosa? —preguntó él, volviéndose hacia ella.
Tenía la mirada ofuscada por el alcohol; pero por lo menos, no giraba los ojos.
—Sí, algo muy ruidoso, altísimo —pidió Eve—, y muy rápido, a ver si movemos un poco esta fiesta, ¿eh?
—Un poco tarde me parece —dijo él.
—¿Cómo te llamas?
—Doug Frankl.
—Muy bien, Doug, pues deja de tocar… —Volvió la cabeza para mirar a Sagansky, que se encontraba al otro lado de los bailarines, observándola—. Necesito que me ayudes, Doug.
—Y yo necesito una copa —dijo él, arrastrando las palabras—. ¿Puedes conseguirme una?
—En seguida. Primero, ¿ves a ese hombre que está en el otro extremo de la sala?
—Sí, lo conozco, todo el mundo lo conoce. Es un cerdo.
—Ha intentado violarme.
—¿Ha hecho eso? —exclamó Doug, frunciendo el ceño—. ¡Eso es repugnante!
—Y mi acompañante…, Mr. Grillo…, está en el piso alto de la casa…
—Repugnante —repitió Doug—. Tienes la edad suficiente para ser mi madre.
—Gracias, Doug.
—Repugnante de verdad.
Eve se inclinó hacia su absurdo caballero andante.
—
¡Necesito tu ayuda!
—susurró—.
Y ahora mismo.
—Tengo que seguir tocando —dijo Doug.
—Luego vuelves y sigues con el piano, en cuanto te encontremos una copa y demos con Mr. Grillo.
—Es que me hace mucha falta una copa.
—Sí, ya me doy cuenta. Y te la mereces. Con todo lo que has tocado. Te mereces esa copa.
—Sí. Desde luego.
Eve se inclinó más sobre Frankl y le agarró las muñecas con ambas manos para separarle los dedos del piano. Él no protestó por ello. Aunque la música dejó de sonar, las parejas siguieron bailando.
—Anda, Doug, levántate —susurró Eve.
Él se levantó con esfuerzo, y tiró el taburete al hacerlo.
—¿Y esas copas? —preguntó.
Estaba más borracho de lo que Eve había pensado. Se diría que acababa de tocar por control remoto, porque apenas podía dar un paso. Pero él era mejor que nada. Eve lo agarró del brazo, esperando que Sagansky viese su fuerza de apoyo en Doug, y no al revés.
—Por aquí, por aquí —murmuró en su oído.
Lo condujo hacia la puerta, evitando pasar por la pista de baile. De soslayo vio que Sagansky andaba en la misma dirección, y trató de apresurar el paso, pero el otro se situó entre ellos dos y la puerta.
—¿No tocas más, Doug? —preguntó Sagausk:
El pianista se esforzó por mirarle el rostro.
—¿Y quién cojones eres tú? —preguntó.
—Es Sam —apuntó Eve.
—Anda, Doug, vuelve a la música. Quiero bailar con Eve.
Sagansky alargó las manos para agarrar a Eve, pero Frankl tenía ideas propias.
—Ya sé lo que piensas —replicó a Sagansky—; y he oído las cosas que dices, y te voy a decir una cosa: todo lo que tú digas me lo paso por los cojones, ¿sabes? Si quiero chupar una jodida polla, pues la chupo, y si tú no me das trabajo pues muy bien, Fox, me lo dará, de modo que ya lo sabes, ¡Jódete!
Eve sintió un levísimo atisbo de esperanza. Ante sus ojos tenía lugar un psicodrama con el que ella no había contado. Sagansky era conocido como homófobo, y probablemente había ofendido a Doug en algo.
—Quiero hablar con la señora —insistió Sagansky.
—Pues te vas a quedar con las ganas —fue la respuesta de Doug, apartando de Eve la mano de Sagansky—. Tiene mejores cosas que hacer.
Pero Sagansky no estaba dispuesto a rendirse con tanta facilidad. Por segunda vez intentó agarrar a Eve, y Doug volvió a apartarle; entonces, cogió a Doug y, a su vez, lo apartó de ella.