Fue poco el daño sufrido, sin embargo, en comparación con el que la casa y su ocupante estaban sufriendo. Cuando Tommy-Ray se vio, buscando seguridad en la acera y volvió la vista a la casa, la tormenta entraba y salía por cada ventana y cada puerta como un séquito de fantasmas, enloquecido. La casa misma no pudo resistir el asalto. Las paredes comenzaron a agrietarse; el sucio también se abría al entrar los asaltantes en el sótano y crear allí el caos. Tommy-Ray miró el coche, temiendo que lo hubieran destruido, llevados de su impaciencia. Pero seguía intacto. Corrió hacia él mientras la casa comenzaba a crujir; el tejado a levantarse, como si se rindiera a ellos; las paredes a combarse. Incluso si su madre hubiese estado viva y lo hubiese llamado, Tommy-Ray no la hubiera oído entre tamaño estrépito; ni tampoco verla en medio de tal confusión.
Se metió en el coche, gimiendo. Había palabras en sus labios que ni siquiera se daba cuenta de estar pronunciando hasta que el coche arrancó:
—… Soy la resurrección y la vida…
Por el retrovisor vio cómo la casa se rendía sin condiciones, cuando el remolino la desgajó en pedazos. Ladrillos, pizarra, vigas, escombros… Todo voló por los aires.
—…el que creyere en Mí…,
¡Dios mío, mamá, mamá…!,
el que creyere en Mí…
Trozos de ladrillos dieron contra la ventanilla trasera del coche, rompiéndola, o contra el techo, con ruido de carraca. Tommy-Ray apretó el acelerador y siguió adelante, medio cegado por lágrimas de tristeza y terror. En una ocasión había intentado correr
más
que ellos, logrando un fracaso total. Aún esperaba conseguirlo, atravesando la ciudad a toda velocidad por el camino más serpenteante que conocía, mientras rogaba al cielo que eso los confundiera. Las calles no estaban por completo desiertas. Se cruzó con dos limusinas, las dos negras y largas, que pasaban como tiburones. De pronto, en el extremo de Oakwood, cruzando la calle, vacilante, vio a una persona conocida. Por pocas ganas que tuviera de detenerse, Tommy-Ray se dijo que necesitaba el consuelo de un rostro familiar, lo necesitaba como nunca aunque ese rostro fuese el de William Witt. Aminoró la velocidad.
—¿Witt?
El otro tardó algo en reconocerle. Cuando William supo al fin quién era, Tommy-Ray pensó que se echaría atrás. Su último encuentro, en la casa de Wild Cherry Glade, había terminado con Tommy-Ray luchando en la piscina con el
temía
de Martine Nesbitt, y Witt corriendo a toda velocidad para no volverse loco. Pero el intervalo había sido tan duro para William como para Tommy-Ray. Parecía un vagabundo, sin afeitar, la ropa en desorden, una expresión de total desesperación en su semblante
—¿Dónde están? —fue lo primero que le preguntó.
—¿Quiénes? —quiso saber Tommy-Ray.
William se asomó a la ventanilla y acarició el rostro de Tommy-Ray. Tenía las palmas de las manos pegajosas. El aliento le oía a bourbon.
—¿Los tienes tú? —preguntó.
—¿A quiénes? —repitió Tommy-Ray.
—A mis… visitantes —respondió William—. A mis… sueños.
—No, lo siento —dijo Tommy-Ray—. ¿Quieres que te lleve a algún sitio?
—¿A dónde vas?
—No importa —respondió Tommy-Ray—. Fuera de aquí.
—Sí, llévame.
Witt se subió al coche. Al cerrar la portezuela, Tommy-Ray vio un espectáculo familiar en el retrovisor. La tormenta los seguía. Miró a William.
—Es inútil —murmuró.
—¿Qué es inútil? —preguntó Witt, apenas capaz de enfocar su mirada en Tommy-Ray.
—Me seguirán adondequiera que yo vaya. No hay manera de pararlos. Vendrán siempre, siempre.
William miró hacia atrás, a la pared de polvo que avanzaba calle abajo, hacia su coche.
—¿Es tu padre? —preguntó William—. ¿Está aquí, en algún sitio?
—No.
—Entonces, ¿qué es?
—Algo peor.
—Tu madre… —dijo Witt—. Hablé con ella. Dijo que tu padre es el demonio.
—Yo desearía que hubiese demonio —dijo Tommy-Ray—. Al demonio se le puede engañar.
La tormenta empezaba a adelantar al coche.
—Tengo que volver a la colina —dijo Tommy-Ray, hablando consigo mismo tanto como con William.
Hizo girar el volante y tomó la dirección Windbluff.
—¿Es allí donde están los sueños? —preguntó William.
—Allí es donde está todo —respondió Tommy-Ray, sin darse cuenta de la profunda verdad que acababa de decir.
—Bien, la fiesta ha terminado —dijo el Jaff a Grillo—. Es hora do que bajemos.
Poco habían hablado los dos desde la partida de Eve, apresurada por el pánico. El Jaff so había limitado a retreparse en el asiento de donde se levantara para acabar con la rebelión de Lamar, esperando allí mientras llegaban voces del piso bajo y las limusinas se detenían ante la puerta, recibían a sus pasajeros y arrancaban de nuevo; por último, la música cesó. Grillo no había tratado de escapar. Para empezar, el cuerpo caído de Lamar obstaculizaba la puerta, y si hubiese tratado de apartarlo de en medio, los
terata,
por indistintos que ahora pareciesen, se le hubieran echado encima, sin el menor género de dudas. Además, y eso era lo más importante, Grillo se encontraba, por pura casualidad,
junto al origen de todo,
junto a la entidad responsable de los misterios que atormentaban Palomo Grove desde su llegada a la ciudad. Allí, retrepado en su asiento, delante de él, estaba el hombre que había sido el móvil de todos aquellos horrores, y que, por extensión, abarcaba todas las visiones que andaban sueltas por la ciudad. Si trataba de abandonarle sería abandonar el propio deber. Por divertida que hubiera sido su breve aventura como amante de Ellen Nguyen, su único papel en todo aquello era el de periodista de contacto entre el mundo conocido y el desconocido. Si volvía la espalda al Jaff, cometería el peor delito de todos: la renuncia a dar testimonio.
A pesar de todo, aquel hombre (loco; letal; monstruoso) no era un farsante, como tantos profesionales a los que Grillo había investigado. No tenía más que mirar en torno a sí en aquella estancia y observar a los seres que el Jaff había creado, o hecho crear, para darse cuenta de que se encontraba en compañía de una fuerza con capacidad para cambiar el Mundo. Y él no se atrevía a volver la espalda a una fuerza como aquélla. La seguiría dondequiera que fuese, con la esperanza de comprender mejor su manera de actuar.
El Jaff se levantó.
—No hagas el menor intento de intervenir —advirtió a Grillo
—Pierde cuidado —respondió éste—. Pero déjame que te acompañe.
El Jaff lo miró por primera vez desde la fuga de Eve, pero había demasiada oscuridad para que Grillo pudiera ver sus ojos, fijos en él. Así y todo, los sintió, agudos como agujas, escrutándole.
—Aparta el cadáver de ahí —ordenó el Jaff.
—Sí, en seguida —respondió Grillo,
y
se dirigió a la puerta. No necesitaba pruebas de la fuerza del Jaff, pero cuando levantó el cuerpo de Lamar las tuvo palpables entre sus manos. El cadáver estaba húmedo y caliente. Y sus manos, cuando volvió a dejarlo en tierra, estaban empapadas de la sangre del comendiante. La sensación y el olor produjeron náuseas a Grillo.
—Y no olvides… —Comenzó el Jaff.
—Lo sé —lo interrumpió—. No tengo que intervenir.
—Muy bien. Abre la puerta.
Grillo obedeció. No se había dado cuenta de la fetidez de aquel cuarto hasta que una oleada de aire fresco y limpio lo invadió.
—Ve delante —ordenó el Jaff.
Grillo salió al descansillo. La casa permanecía en completo silencio, mas no desierta. En el fondo del primer tramo de escaleras, Grillo vio un pequeño grupo de invitados de Rochelle, esperando. Los ojos de todos estaban fijos en la puerta. Ninguno de ellos hacía ruido o se movía. Grillo reconoció muchos de los rostros; ya estaban allí cuando él y Eve subieron al piso alto. Comenzó a descender la escalera hacia ellos, y se le ocurrió pensar que el Jaff lo había enviado delante para que aquellos fieles suyos lo destrozaran. Pero pasó entre ellos, que lo miraban con fijeza, y salió sin que nada le ocurriera, excepto que todos dejaron de mirarle en cuanto pasó. Esperaban al hombre del organillo, no al mono.
De la habitación de arriba le llegó ruido producido por los
terata
al salir. Cuando alcanzó el pie de la escalera, Grillo se volvió y miró hacia arriba el camino recorrido. Los primeros de aquellos seres salían en ese momento por la puerta. Grillo sabía que habían sufrido un cambio, pero el grado de éste lo sorprendió. Su inquieta fealdad había sido purgada, y ahora parecían más simples, casi todas sus facciones ocultas por la misma oscuridad que exhalaban.
El Jaff salió detrás de los primeros. Los sucesos acaecidos después de su enfrentamiento final con Fletcher le habían avejentado. Parecía gastado, casi esquelético. Comenzó a bajar, pasando por los charcos de color que entraban de las luces de fuera, y cuya viveza inundaba sus pálidas facciones. «Esta noche, el título de la película es
La Máscara de la Muerte Roja
—se dijo Grillo—; y el nombre del protagonista, sin duda,
El Jaff.»
El elenco de actores: los
terata,
le seguía, apretujándose para salir al mismo tiempo por la puerta y bajando las escaleras con torpona pesadez en pos de su hacedor.
Grillo miró a la silenciosa asamblea. Todos seguían con los adoradores ojos fijos en el Jaff, el cual emprendió la bajada del segundo tramo de escalera. Al fondo, otra asamblea lo esperaba. Rochelle se encontraba entre sus componentes. El espectáculo de su extraordinaria belleza recordó a Grillo su primer encuentro con ella, bajando las escalelas exactamente igual que el Jaff las bajaba en ese momento. Su aparición había sido entonces una revelación para él, pareciéndole el paradigma de la belleza inviolada. Pero ya estaba mejor informado. En primer lugar, por Ellen, con su relato de la anterior profesión de Rochelle y su actual adicción a las drogas; y, luego, con la evidencia de sus propios ojos, al ver a aquella mujer tan perdida en la depravación del Jaff como cualquiera otra de sus víctimas. La belleza no suponía defensa. Lo más probable era que para ello
no
hubiera defensa de ninguna clase. Rochelle llegó al pie de la escalera y esperó a que el Jaff terminase de bajarlas, con sus legiones pisándole los talones. En el poco tiempo transcurrido desde su aparición en el descansillo, un cambio sutil, pero desconcertante, se había producido en él. Su rostro, que antes traicionaba temblores de miedo, estaba ahora tan inexpresivo como los de su congregación, y sus músculos parecían tan inertes que su bajada se diría una caída apenas controlada. Todas las fuerzas de su poder se habían concentrado en su mano izquierda, la mano que, en la Alameda, había exhalado las gotas de poder que casi destruyeron a Fletcher. También ahora las exhalaba: cuentas de reluciente corrupción goteaban como sudor la mano caída a lo largo del costado, y Grillo se dijo que aquellas cuentas no podían ser poder, sino tan sólo una emanación de éste, un producto secundario; pues el Jaff no hacía esfuerzo alguno para impedir que se perdieran por los escalones en pequeñas flores oscuras.
La mano se estaba cargando, absorbiendo poder de todas las demás partes de su dueño (quizá, ¿quién sabía?, de la asamblea misma); acumulando fuerza como preparación para las tareas que le esperaban. Grillo trató de estudiar el rostro de! Jaff en busca de algún indicio de lo que pudiera estar pensando, pero sus ojos seguían atraídos, más y más, por aquella mano, como si todas las líneas de fuerza condujeran hacia ella, como si los demás elementos de aquella escena fueran algo secundario.
El Jaff cruzó la sala. Grillo fue tras él. La legión de sombras permaneció en las escaleras.
La sala seguía ocupada, más que nada por invitados caídos por los sillones. Algunos eran como discípulos, los ojos fijos en el Jaff. Otros estaban sin conocimiento, echados de cualquier manera, acabados por los excesos de la fiesta. Sam Sagansky yacía en el suelo, camisa y rostro ensangrentados. Un poco apartado de él, con la mano asida aún a la chaqueta de Sagansky, había otro hombre. Grillo no tenía idea de la causa de aquella pelea entre ellos dos, pero era evidente que había terminado de manera muy contundente.
—Enciende las luces —ordenó el Jaff a Grillo.
Su voz fue tan inexpresiva como su rostro.
—Enciéndelas todas. Ya no hay misterios. Quiero ver
con claridad.
Grillo localizó los interruptores en la oscuridad y encendió todas las luces. Toda la teatralidad de la escena cesó al instante. La luz provocó gruñidos de queja en algunos de los durmientes, que se cubrieron el rostro con las manos para evitarla. El hombre cogido a la chaqueta de Sagansky abrió los ojos y gimió, pero sin moverse, husmeando el peligro. La mirada de Grillo volvió a fijarse en la mano del Jaff. Las cuentas de poder ya no goteaban de ella. Había madurado. Estaba lista.
—No hay razón para demorar…
Grillo oyó al Jaff, y le vio levantar el brazo izquierdo a la altura de los ojos, con la palma de la mano abierta. Luego anduvo hacia la pared del otro extremo de la sala y apoyó la palma contra ella.
Entonces, con la mano aún apretada contra la sólida realidad, el Jaff comenzó a cerrar el puño.
En la puerta del jardín, Clark vio encenderse las luces de la casa y respiró, aliviado. Esto sólo podía significar decir una cosa: que la fiesta había terminado. Llamó por la radio a los conductores que daban vueltas por la ciudad (aquellos que no habían cogido miedo, y se habían ido), ordenándoles que regresaran a la colina cuanto antes. Sus pasajeros no tardarían en salir.
De repente, Tesla sintió un escalofrío al salir de la carretera, a la altura de Palomo Grove, con seis kilómetros por recorrer todavía para llegar a las afueras de la ciudad. La clase de escalofríos que, según su madre, significaban que alguien estaba pisando la tumba del que los sentía. Pero, en aquel momento, Tesla sabía que no se trataba de eso, sino de algo mucho peor.
«Me estoy perdiendo lo bueno —se dijo—. Ha empezado sin mí.» Sentía que algo, y grande, cambiaba a su alrededor, como si la gente que había dicho que la Tierra era plana tuviera razón después de todo, y el Mundo se hubiera ladeado de pronto unos pocos grados y todo estuviera resbalando hacia aquel extremo. Tesla no se halagaba a sí misma hasta el punto de creerse la única persona lo bastante sensible como para notar una cosa así. Quizá tenía una perspectiva que le permitía reconocer tal sensación, pero no dudaba de que, en ese preciso instante, estaba ocurriendo allí, en aquella comarca, y tal vez en el Mundo entero, algo que
hacía
que las personas sintiesen un sudor frío, que pensaran en sus seres queridos y temieran por ellos. Los niños lloraban sin saber el motivo, y los viejos creían llegada su última hora.