Tesla le ofreció la última oportunidad de ayudarla.
—¿Te vienes conmigo o no?
La respuesta fue sencilla:
—
No.
Ella no se molestó en desperdiciar saliva. Tommy-Ray tenía más derecho, un derecho primigenio. Les vio abrazarse más y más fuerte, se asfixiaban mutuamente, dejándose sin aliento. Después volvió a mirar hacia la torre y echó a correr.
Aunque se había prohibido mirar hacia atrás, cuando llegó junto a la torre, con los pulmones doloridos, y mucho camino que recorrer para dar con la cabaña, se volvió; padre e hijo seguían en el mismo sitio. Estaban en un lugar iluminado por el sol, envueltos el uno en el otro, mientras los grumos seguían congregándose a su espalda. A aquella distancia, el gran cortinaje que formaban parecía la obra de un encajero monumental y fúnebre. Tesla lo estudió durante un momento, mientras su mente buscaba interpretaciones y acababa por dar con una solución tan absurda como plausible. Se dijo que sería un velo tras el que se ocultaban los Uroboros del Iad, los cuales saldrían de pronto de entre sus pliegues. Desde luego, parecía notarse movimiento, una oscuridad más densa aún, congregándose al amparo del cortinaje.
Tesla apartó la mirada para dirigirla un momento a la torre, con su carga mortal; y entonces, su carrera hacia la cabaña.
El viaje en la dirección opuesta, atravesando la ciudad hacia el perímetro de la Curva, no fue más fácil para Tesla. Había habido demasiados viajes: hacia el centro de la Tierra, a las islas, a las cuevas, a los límites de la cordura. Ese último viaje exigía energías que a ellos se les habían acabado. A cada paso que daban, sus cuerpos amenazaban con rendirse, y el duro suelo del desierto parecía suave en comparación con la angustia del avance. Pero algo les impulsaba: el miedo, el más antiguo que conoce el hombre; el miedo a la bestia perseguidora. Desde luego se trataba de una bestia sin colmillos ni garras, pero tanto más mortal precisamente por eso. Una bestia de fuego. Cuando llegaron a la ciudad pudieron, por fin, aminorar la marcha el tiempo suficiente para cambiar unas pocas palabras entre jadeos.
—¿Cuánto nos falta? —quiso saber Jo-Beth.
—Se encuentra justo al otro lado de la ciudad.
Howie había vuelto la vista y la tenía fija en la cortina de los Iad, que ya alcanzaba más de treinta metros.
—¿Crees que nos ven? —preguntó.
—¿Quiénes, los Iad? —preguntó a su vez Grillo—. Pues si nos ven, no dan la impresión de estar siguiéndonos.
—Pero eso no son ellos —dijo Jo-Beth—. No es más que su velo.
—O sea, que aún tenemos una posibilidad —observó Howie.
—Pues aprovechémosla —dijo Grillo, reanudando la marcha por la calle Mayor.
No era por azar. La mente de Tesla, a pesar de lo confusa que estaba, tenía bien grabada la ruta por el desierto hasta la cabaña. Mientras iba a trote corto, porque ya no podía correr, pasaba revista mental a la conversación mantenida por ella con Grillo en el motel, en la que le había confesado el alcance de su ambición espiritual. Si moría en la Curva, y eso era poco menos que inevitable, por lo menos moriría sabiendo que había llegado a comprender mejor el funcionamiento del Mundo en los días que siguieron a su llegada a Palomo Grove que en todos los años anteriores de su vida. Había tenido aventuras que estaban por encima de las posibilidades de su cuerpo. Había encontrado encarnaciones del Bien y del Mal, y había aprendido algo sobre la propia condición, porque ella no se semejaba ni a unas ni a otras. Si desaparecía ahora de esta vida, ya fuese en el instante de la explosión o con la llegada de los Iad, no tendría razón alguna para quejarse.
Pero había muchas almas que aún no habían hecho las paces con la muerte, ni tampoco tenían por qué. Los recién nacidos, los niños, los amantes… La gente apacible de todo el Planeta, cuyas vidas aún estaban haciéndose o enriqueciéndose, y que, si ella fracasaba, despertarían al día siguiente con la posibilidad de saborear las mismas aventuras en espíritu que el fracaso de ella les había negado. Esclavos del Iad. ¿Qué justicia había en eso? Antes de su llegada a Grove, Tesla había recibido la respuesta que el siglo veinte da a esa pregunta. No había justicia porque la justicia era una entelequia humana, y, además no tenía lugar en un sistema basado en la materia. Pero la mente también estaba siempre en la materia. Ésa era la revelación de la Esencia. El mar se hallaba en la encrucijada, y todas las posibilidades partían de él. Ante todo, la Esencia. Antes que la vida, el sueño de la vida. Antes que lo tangible, lo tangible soñado. Y la mente, soñando o despierta, conocía la justicia, la cual, por consiguiente, era tan natural como la materia, y su ausencia, en cualquier circunstancia, merecía algo más que un fatalista encogimiento de hombros. Merecía un aullido de ira, y una búsqueda apasionada del
porqué.
Si ella quería vivir más allá del inminente holocausto, tendría que lanzar ese aullido. Averiguar qué delito había cometido su especie contra la mente universal para que estuviese ahora vacilando al borde de la ejecución. Valía la pena vivir para averiguarlo.
La cabaña estaba a la vista. A su espalda sus sospechas se confirmaban, y los Iad se levantaban al otro lado del velo de grumos. Los gigantes de sus pesadillas de niña emergían del abismo y no tardarían en echar aquel velo a un lado. Cuando lo hicieran, era seguro que la verían, y con atronadoras zancadas para acabar con ella. Pero no tenían prisa. Sus enormes miembros tardaban en salir de la Esencia; sus cabezas (del tamaño de casas, y con todas las ventanas ardiendo) eran inmensas y necesitaban todo el sostén que sus vastas anatomías les daban para poder levantarse. Cuando Tesla reanudó el camino hacia la cabaña, este atisbo que había tenido de las fuerzas emergentes comenzó a concretarse en torno a su vista mental, su inteligencia dilucidaba el titánico misterio que planteaban.
La puerta de la cabaña, estaba cerrada, por supuesto, aunque no con llave, de modo que la abrió.
Kissoon estaba espetándola. El
shock
de verle la dejó sin aliento, y a punto estuvo de retroceder y volver a la luz del sol, hasta que cayó en la cuenta de que el cuerpo apoyado contra la pared de enfrente estaba vacío de espíritu y sólo su sistema físico seguía «tictaqueando» para salvarlo de la muerte. No había nadie detrás de aquellos ojos vidriosos. La puerta se cerró de golpe, y, sin perder más tiempo, Tesla pronunció el nombre del único espíritu que podía estar ocupando en aquel momento el sitio de Kissoon.
—
¡Raúl!
El aire cansino de la choza gimió con su invisible presencia.
—¡Raúl! Por Dios bendito, sé que estás aquí. Y también sé que tienes miedo. Pero si puedes oírme, muéstrame algo, por favor.
El gemido se acentuó. Tesla tuvo la sensación de que Raúl estaba dando vueltas por la cabaña, como una mosca atrapada dentro de un tarro.
—Raúl, tienes que soltarlo. Confía en mí, Raúl,
¡suéltalo!
El gemido empezaba a hacer daño a Tesla.
—Ignoro qué te hizo para inducirte a que abandonaras tu cuerpo, pero sé que no fue culpa tuya. Te engañó. Te mintió. Lo mismo que hizo conmigo. ¿Me comprendes? No es culpa tuya.
El aire comenzó a serenarse. Tesla respiró hondo y siguió con sus palabras, persuasoras, recordando cómo le había convencido la primera vez para que fuese con ella, cuando los dos estaban en la Misión.
—Si alguien tiene la culpa, ésa soy yo —dijo—. Perdóname, Raúl. Los dos hemos llegado al fin. Pero, por si te sirve de consuelo, te diré que también Kissoon. Ha muerto. No volverá. Tu cuerpo… no volverá. Ha sido destruido. Era la única forma de acabar con Kissoon.
El dolor del gemido había sido remplazado por otro, mucho más profundo: el de saber cuánto debía de estar sufriendo el espíritu, expulsado de su cuerpo y asustado, incapaz de dominarse y de soltar el momento. Víctima de Kissoon, como habían sido los dos. En cierto modo, ambos eran muy parecidos. Nunciatos los dos, aprendiendo a escapar de sus propias limitaciones. Extraños compañeros de cama, pero compañeros de cama a pesar de todo. Y ese pensamiento dio paso a otro.
Entonces, Tesla habló.
—¿Pueden dos mentes ocupar el mismo cuerpo? —preguntó—. Si tienes miedo…
entra en mi.
Dejó que esa idea flotara en el silencio, sin apremiarle por temor a que el pánico de Raúl creciera. Esperó junto a las frías cenizas del fuego, a sabiendas de que cada segundo que Raúl permaneciera sin ser persuadido daba otro asidero a los Iad, pero no encontraba más argumentos ni más invitaciones. Ella había ofrecido a Raúl más de lo que jamás hubo ofrecido a nadie en toda su vida: posesión total de su cuerpo. Si Raúl
no
la aceptaba, Tesla no tenía más que ofrecer.
Al cabo de unos pocos segundos sin aliento, le pareció que algo rozaba su nuca, como dedos de amante; de pronto, esa caricia se transformó en punta de aguja.
—¿Eres tú? —preguntó Tesla.
En el poco tiempo que Tesla tardó en hacer la pregunta, ésta buscó la respuesta en su propia mente, cuando el espíritu de Raúl entró en ella.
No hubo diálogo, ni tampoco hacía falta. Eran espíritus gemelos dentro de la misma máquina, y en el instante en que Raúl entró en ella quedaron los dos perfectamente compenetrados. Tesla leyó en la memoria de Raúl cómo había sido capturado por Kissoon y trasladado a la Curva desde el cuarto de baño de North Huntley Drive. Kissoon se había servido de su confusión para dominarle. Había sido presa fácil. Abrumado por humo, pesado como plomo, hipnotizado hasta verse forzado a hacer una sola cosa: parar el tiempo, arrancado luego de su propio cuerpo para cumplir con ese deber en una ciega rendición de terror que no cesó hasta que Tesla abrió la puerta de la choza. Tesla ya no tenía necesidad de darle instrucciones sobre el deber que ahora cumplirían los dos juntos, como tampoco la tenía de contarle su historia, porque los dos compartían una misma comprensión.
Tesla se volvió y abrió la puerta.
La cortina de los Iad era ya lo bastante vasta como para que su sombra tocara la cabaña. La claridad de los rayos del sol penetraban aún por ella, pero ninguno llegaba hasta el umbral desde donde Tesla miraba. Allí había oscuridad. Miró hacia el velo, vio cómo los Iad se agrupaban detrás de él. Sus siluetas eran del tamaño de nubes; sus miembros, como látigos trenzados con que azotar montañas.
Ahora,
pensó Tesla.
O nunca. Suelta el instante.
Suél… ta… lo.
Sintió que lo soltaba. La voluntad de Raúl aflojaba su dominio sobre el peso que Kissoon le había dejado y lo arrojaba lejos de sí. Una ola pareció moverse hacia la torre sobre la que los Iad se cernían. Al cabo de años de suspensión, el tiempo quedaba en libertad. Sólo faltaban unos instantes para el dieciséis de julio de hacía treinta y cinco años, el acontecimiento que señalaba ese inocente segundo como el comienzo de la última locura de la Humanidad.
Los pensamientos de Tesla fueron a Grillo, a Jo-Beth y Howie, y les instaron a salir a la seguridad del Cosmos, pero sus mensajes fueron interrumpidos por una luz que comenzó en el corazón mismo de la sombra. Tesla no veía la torre, pero sí la sacudida que estremeció la plataforma; la bola de fuego se hizo visible y un segundo relámpago apareció un instante después, la luz más brillante que Tesla había visto en toda su vida, del amarillo al blanco en un abrir y cerrar de ojos…
Ya no podemos hacer más,
pensó Tesla, mientras el fuego crecía casi de manera obscena.
Yo podría estar en casa.
Se imaginó a sí misma —mujer, hombre y mono en un solo cuerpo magullado— en el umbral de la cabaña, mientras las luces de la bomba ardían contra su rostro. Luego se imaginó el mismo rostro y el mismo cuerpo en otro lugar. Sólo tenía segundos para actuar, pero el pensamiento era rápido.
Al otro lado del desierto vio cómo las huestes del Iad echaban el velo de grumos a un lado mientras la nube ardiente crecía hasta eclipsarlos. Sus rostros eran como flores del tamaño de montañas, y seguían abriéndose, garganta tras garganta tras garganta. Era un alarde aterrador, su enormidad parecía ocultar laberintos que se volvían del revés a medida que se desvelaban. Túneles que se convertían en torres de carne, si es que era carne de lo que estaban formados, que se transformaban, y se volvían a transformar de tal manera que cada parte de ellos se encontraba en estado de constante cambio. Si la singularidad era su apetito, no podían esperar otra cosa que salvación de tan prodigioso flujo.
Montañas y pulgas, había dicho Jaffe, y Tesla vio en ese momento lo que había querido decir con esas palabras. Los Iad eran, sobre todo, una nación de leviatanes, hirviendo en innumerables parásitos y abriéndose las tripas, una y otra vez, con la vana esperanza de poder deshacerse de ellos; o bien ellos mismos eran los parásitos, tan numerosos que, juntos, parecían montañas. Pero Tesla nunca llegaría a saber, en este lado de la existencia, o de Trinidad, cuál de las dos opciones era la verdadera. Antes de poder interpretar las incontables formas que adoptaban los Iad, la explosión los eclipsó, consumiendo el misterio en su fuego.
Al mismo tiempo, la Curva de Kissoon, una vez cumplida su misión de una manera que su propio creador jamás hubiera podido imaginar, desapareció. Si el mecanismo de la torre no consiguió acabar por completo con los Iad, por lo menos pudo desbaratarlos, y su locura y su apetito quedaron sellados para siempre en un instante de tiempo perdido.
Cuando Howie, Jo-Beth y Grillo entraron en el confuso terreno del perímetro de la Curva, el brevísimo instante a ambos lados de las cinco y media de la madrugada del diecisésis de julio de 1945, que había sido creado, confiscado y aprisionado por Kissoon, una luz floreció a espaldas de ellos. Aunque no se puede decir que floreciera, porque los hongos no tienen flores. Ninguno de ellos volvió la vista, sino que siguieron arrastrando sus exhaustos cuerpos, en un último esfuerzo sobrehumano que les llevó, con el fuego pisándoles los talones, a la seguridad que el tiempo verdadero les brindaba. Permanecieron echados durante largo rato sobre el suelo del desierto, incapaces de moverse, y sólo se pusieron en pie con grandísimos esfuerzos cuando el riesgo de ser fritos llegó a ser imposible de desatender.
El regreso a California les resultó largo y difícil. Encontraron una carretera después de una hora de vagabundeo, y, al cabo de otra hora, dieron con un garaje abandonado a un lado de la carretera. Allí Grillo dejó a los dos amantes, porque comprendió que le iba a ser imposible seguir adelante con tales monstruos. Después de mucho tiempo de intentarlo, encontró quien le llevase en coche, y, en una pequeña ciudad, pudo comprar una furgoneta muy usada con todo el contenido de su billetera, incluidas las tarjetas de crédito, y así pudo volver al garaje para recoger a Howie y a Jo-Beth y llevarles de regreso al Condado de Ventura. Los dos pasaron el trayecto echados en la trasera de la furgoneta, sumidos en más profundo sueño, y era tal su agotamiento que nada les despertaba. Volvieron a Grove justo antes del alba del día siguiente, pero no había acceso a la ciudad. Las mismas autoridades que se mostraron tan lentas y negligentes o —como Grillo sospechaba— cómplices en no defender a Grove contra las fuerzas que eruptaban en su seno, se habían vuelto ahora, al desaparecer esas fuerzas, obsesivamente cautas. La ciudad estaba sellada. Grillo no desobedeció el edicto. Se limitó a dar media vuelta ante las barricadas y lanzarse carretera adelante hasta encontrar un sitio donde estacionar la furgoneta y dormir. Unas horas más tarde, cuando despertó, encontró la trasera de la furgoneta vacía. Se apeó. Le dolían todas las articulaciones. Orinó y fue en busca de los amantes, a los que encontró en una pendiente, tomando el sol. Las transformaciones efectuadas en ellos por la Esencia estaban en franca retirada. Ya no tenían las manos unidas, las extrañas formas crecidas en sus rostros habían cedido bajo el calor del sol hasta no quedar de ellas más que leves manchas en la piel, antes impoluta. Con el tiempo era probable que también esas manchas desaparecieran. Lo que Grillo dudaba que jamás llegara a borrarse era la expresión que vio en sus ojos cuando lo miraron: era la mirada de dos personas que acaban de compartir una experiencia jamás compartida por nadie en todo el Mundo, y, como consecuencia de ello, habían llegado a una total posesión mutua. Más de un minuto pasado en su compañía le hacía sentirse como un intruso. Los tres hablaron brevemente de lo que convenía hacer, y llegaron a la conclusión de que lo mejor sería continuar en las cercanías de Grove. Ninguno de ellos hizo la menor alusión a los sucesos de la Curva, o de la Esencia; aunque Grillo ardía en deseos de preguntarles a qué sabía flotar en el mar de los sueños. Una vez ultimado el más elemental de los planes, Grillo volvió a la furgoneta y esperó a que los dos se reunieran con él. Llegaron a los pocos minutos, cogidos de las manos.