—Me temo que no va a tener usted nada que me interese —dijo la mujer.
El hombre lo admitió tácitamente y la mujer reanudó la exhibición. Otras dos pinturas pasaron sin comentario alguno y vi que sólo quedaban dos o tres más.
Entonces descubrió otra más, con parsimonia, y yo me quedé sin respiración. Era de Louise Patterson. No había error posible: el tema, el tratamiento, el efecto. Hermanos y hermanas de aquel cuadro colgaban de las paredes de mi casa en Marble Road. Tiempo atrás había pagado novecientos dólares por uno de ellos, y no mucho menos por los demás, todos ellos escogidos en las exposiciones normales de Patterson en la calle 57.
La clienta ya había deslizado un dedo por debajo del lienzo para separarlo del que venía a continuación y apartarlo cuando yo me aclaré la garganta y comenté sin darle importancia:
—Ése me gusta bastante.
Me miró de forma poco amistosa, levantó el lienzo y lo sostuvo delante de ella con los brazos estirados. Hacía frunces en las partes de los bordes que no estaban deshilachadas y mostraba unas cuantas manchas indefinidas que se añadían a la marca de fábrica, el enorme cerco de color café. Estaba en unas condiciones espantosas, ni más ni menos.
—A mí también —declaró sin ambages—. Pero está hecho una mierda. ¿Cuánto pide por él?
La pregunta iba dirigida al propietario. A mí me ignoró por completo.
—Bueno…
—Dios, qué desastre…
Con ese segundo disparo no hay duda de que rebajó a la mitad el precio que iba a decir el comerciante.
—No sabría decir muy bien en cuánto puedo valorarlo exactamente —admitió—. Pero ¿qué le parece si se lo doy por diez dólares?
Era literalmente cierto que yo no tenía idea del valor de un Patterson en el mercado en ese momento. Sí sabía que nada fabuloso; pero, por otra parte, aunque Patterson hacía años que no exponía y probablemente ya estaría muerta, no me parecía posible que su obra hubiera caído en un eclipse total. Las cosas suyas por las que yo había pagado unos cientos de dólares resultaron verdaderas gangas en el momento de comprarlas, y no mucho después los lienzos de la artista se cotizaron mucho más, aunque sólo por un tiempo.
Dirigí a la mujer una sonrisa deslumbrante.
—Yo hablé primero —le dije; y luego, al vendedor—: Le doy cincuenta dólares.
El hombre, que hubiera debido contentarse con vender muebles de terraza restaurados, se quedó claramente sorprendido y desconcertado. Me di perfecta cuenta del momento en que se encendió una bombilla gigante en su cabeza: aquí tengo algo, seguramente un Rembrandt.
—Bueno, no sé —dijo—. Es evidente que se trata de una pintura buena. Muy apreciable. Tenía pensado hacer que me tasaran este lote cuando tuviera tiempo. Ésta es la primera vez que he podido ver de verdad este lote. Creo que…
—No es un Rafael o un Rubens, ni un Corot —le aseguré.
Se inclinó hacia delante y observó el cuadro más de cerca. El lienzo representaba dos manos, una dando una moneda y la otra recibiéndola. Nada más. Transmitía todo el sentido, el significado, el drama del dinero. Pero el propietario intentaba ahora desdoblar la esquina derecha de debajo de la tela, donde esperaba encontrar una firma trazada de modo legible. Empecé a sudar.
—Pat algo —anunció mientras la escrutaba con atención; un instante después ya sonaba decepcionado—. Vaya. Patterson 32. Me suena ese nombre, pero no me acuerdo de qué.
Dejé que aquel cristalino perjurio se muriera de muerte natural. La morena gran dota, con un cuerpo que parecía un armario de cocina antiguo, tampoco dijo nada. No hacía falta, era evidente que no tenía los cincuenta dólares. Y yo tenía que quedarme con aquel cuadro.
—Es una obra de gran calidad —empezó otra vez el comerciante—. En cuanto la hayan limpiado quedará magnífica.
—Me gusta —dije—. Por cincuenta pavos.
Me contestó con rodeos.
—Me imagino que la persona que lo pintó titularía el cuadro
Trabajo duro
. O algo así.
—Yo lo titularía
Judas
—intervino Pauline—. No,
La tentación de Judas
.
—Sólo hay una moneda —dijo el comerciante, muy serio—. Tendrían que ser treinta.
Todavía sin saber qué hacer, cogió los lienzos y se puso a mirar los que aún no habíamos visto. Un silo con una vaca delante. Una bonita escena de niños jugando en la calle. La playa de Coney Island. Decepcionado por no despertar mayor interés, declaró:
—Y esto es todo lo que tengo.
Me dirigí a la mujer morena:
—¿Por qué no se lleva usted
Niños en Grand Street
por unos cinco dólares? —dije con una sonrisa cristalina—. Yo me quedaré el
Judas
.
Soltó una carcajada estentórea, descomunal, tanto que no sabría decir si era amistosa u hostil. Era, simplemente, atronadora.
—No, gracias. Ya tengo suficientes niños con los míos.
—Le regalo a usted un marco. Que se lo pongan aquí mismo, y así se lo podrá llevar a casa.
Mi frase produjo una nueva carcajada, seguida de un rugido.
—Guárdese el dinero para su obra maestra de cincuenta dólares.
Lo dijo en tono despectivo. Yo le pregunté, con ironía en la voz:
—¿Cree usted que no los vale?
—Una pintura que vale algo, seguro que vale mucho más que esa cantidad —bramó encendida—. ¿No le parece? O vale diez dólares, o un millón de veces más.
Mentalmente me sentí de acuerdo con aquella actitud tan razonable, pero al parecer el dueño de la tienda también lo estaba. Y yo tenía que conseguir el cuadro. No era culpa mía que sólo me quedasen unos sesenta dólares, en vez de diez millones, después de uno de los fines de semana más caros de la historia.
—Pero ¿qué sé yo de pintura? —continuó—. Nada. No permitan que interfiera en lo suyo. —Y soltó otra carcajada estremecedora—. Puede que algún día tenga en mi casa el papel pintado conveniente y el espacio adecuado para colocar ese
Niños en Grand Street
como se merece. Resérvemelo.
A continuación se marchó, y en medio de la paz que se instaló de nuevo en la tiendecita dejé bien claro que pagaría por la tela lo que había dicho y no más, y finalmente también nosotros nos marchamos, pero yo con mi premio.
Pauline todavía tenía un poco de tiempo, así que nos paramos en el salón de cócteles del Van Barth. Dejé el lienzo en el coche, pero en cuanto pedimos las bebidas Pauline me preguntó por qué diantres lo había comprado, y volví a describírselo a modo de explicación. Acabó por decir que le gustaba bastante, sí, pero no le parecía que tuviera una fuerza tan extraordinaria.
Estaba claro que era incapaz de «ver» la pintura. No por culpa suya: mucha gente nace con ese defecto, lo mismo que otros nacen daltónicos o sin oído. Pero intenté explicarle qué significaba la obra de Louise Patterson en términos de simplificación de lo abstracto y nuevas intensificaciones cromáticas. Después argumenté que algún significado tenía que tener el arte para ella, porque sin duda había dado con el título perfecto para el cuadro.
—¿Y cómo sabes que es el adecuado? —me preguntó.
—Porque lo sé. Lo siento así. Porque es justamente lo que yo vi en el cuadro.
Con el impulso del momento decidí, y así se lo dije, que Judas debía de haber sido un conformista nato, el típico tipo mediocre que se elevó muy por encima de sí mismo cuando se vio metido en un grupo de gente que vivía casi al margen de la sociedad y, no digamos ya, de cualquier negocio de provecho.
—Cielos, hablas de él como si fuera un santo —dijo Pauline frunciendo el ceño y con una sonrisa.
Le dije que era muy probable que lo fuera.
—Un hombre como ése, con la naturaleza adecuada para no salirse de la fila pero que siempre anda perdiendo el paso, tiene que haber sufrido el doble que los demás. Hasta que, al final, la tentación fue excesiva. Al igual que muchos otros santos, cuando fue tentado, cayó. Pero sólo brevemente.
—¿Eso no es un poco retorcido?
—En cualquier caso, ése es el título de mi cuadro —dije—. Gracias por el servicio.
Brindamos por ello, pero a Pauline se le derramó el cóctel.
Acudí al rescate con mi pañuelo, y tras unos instantes de agitación la dejé que terminara ella el trabajo mientras yo llamaba al camarero para pedirle más bebidas y que limpiase la mesa mojada. Al cabo de un rato tomamos algo de comer, unas copas más y un montón de charla.
Cuando salimos del local era ya muy oscuro, y la acompañé en coche las pocas manzanas que había hasta la 58 Este. El apartamento de Pauline, donde yo no había entrado nunca, estaba en uno de esos
pueblos
austeros y permanentes de las calles sesenta. Me pidió que aparcara un poco alejado de la entrada y me explicó con calma:
—No creo que sea prudente por mi parte entrar con una bolsa de viaje ajena. Y acompañada.
El comentario no decía nada, pero en un momento me dio la medida exacta e incómoda de los riesgos que corríamos, pequeños pero muy reales. Borré la idea de mi cabeza y no dije nada, pero pasé de largo por delante del edificio y aparqué a media manzana de la entrada y su toldo iluminados.
Allí me bajé para darle la maleta ligera que se había llevado a Albany y nos quedamos parados unos momentos.
—¿Puedo llamarte por teléfono? —le pregunté.
—Naturalmente. Llama, por favor. Pero tenemos que ser…, bueno…
—Por supuesto. Ha sido maravilloso, Pauline. Prácticamente todo perfecto.
Me sonrió y dio media vuelta.
Al mirar más allá de aquellos hombros que se alejaban, me pareció ver vagamente una limusina que se detenía junto a la acera del otro lado, frente a la entrada de los apartamentos. Algo me resultó familiar en la silueta y la forma de moverse del hombre que salió del coche. Metió otra vez la cabeza en el vehículo para dar instrucciones al chófer y luego se volvió un instante en mi dirección. Vi que era Earl Janoth.
Se dio cuenta de que Pauline se le acercaba y estoy convencido de que al mirar hacia ella me vio. Pero no creo que pudiera reconocerme: la farola más próxima estaba a mis espaldas.
Y si me reconocía, ¿qué? Aquella mujer no era de su propiedad.
Ni yo tampoco, por cierto.
Entré en el coche, arranqué el motor y los vi desaparecer juntos en el portal iluminado.
Mientras me alejaba no me sentía muy feliz tras aquella casualidad tan poco feliz, aunque, por otra parte, tampoco me parecía que se hubiera producido un daño irreparable.
Volví a pasar por el Gil’s. Era la típica noche animada de los sábados. Bebí un montón de copas, sin hablar gran cosa con nadie, y después me llevé el coche al garaje y cogí el tren de la 1.45 a casa. Era temprano, pero quería estar despejado cuando Georgette y Georgia regresaran de Florida por la tarde. Volvería a coger el tren, iría a buscarlas en el coche y las llevaría a casa.
Me llevé la maleta a Marble Road y no me olvidé de
La tentación de san Judas
, por supuesto. La extendí sobre la mesa del comedor, sin más ceremonias. Habría que limpiar la tela, repararla y enmarcarla.
Eché una ojeada a los pattersons de las estancias de la planta baja y al de arriba, el de mi estudio, antes de irme a la cama. La tentación era mejor que cualquiera de ellos.
Se me ocurrió que tal vez me estuviera convirtiendo en uno de los coleccionistas de pattersons más destacados de Estados Unidos. O de cualquier parte.
Pero antes de meterme en la cama vacié la bolsa de mano, volví a poner en su sitio las cosas que contenía y luego guardé también la bolsa…
¡Por Dios, nunca había pasado antes una noche así! Presumo de no dejarme llevar nunca por mis impulsos y no me porto jamás como un maleducado, pero esa gente, que se supone que son amigos míos, rebasaban el límite, podría haberlos estrangulado a todos, uno por uno.
Ralph Beeman, que es mi abogado desde hace quince años, no mostró ni el más puñetero interés, ni una mínima simpatía cuando surgió, o alguien trajo a cuento, la cuestión de la renovación de las emisiones de
Commerce Index
. El grupo entero se puso a debatir abiertamente el tema, como si yo fuera una especie de espíritu inmaterial y no estuviese allí presente en absoluto, y como si fuera a perder la franquicia en este mismo momento. De hecho, los tíos se pusieron a sopesar diversas alternativas para cuando la perdiese.
—Ralph y yo tenemos algo que decir sobre eso —dije con vehemencia, pero el cobarde cabrón no movió ni un dedo. La más pura neutralidad.
—Oh, sin la menor duda. Renovaremos la licencia, pelearemos contra quien haya que pelear.
A mí me sonó como si pensase que la guerra ya estaba perdida. Le lancé una mirada cortante, pero no se dio por aludido. Hubiera sido mejor que Steve estuviera presente. Es muy espabilado a la hora de captar los vientos y corrientes subterráneas que yo noto a mi alrededor pero no puedo medir.
Éramos diez de los nuestros y cenábamos en casa de John Wayne, y puesto que se trata de un dirigente político zalamero pero capaz, lo normal hubiera sido que, puestos a discutir de algo, fuera de política. Pero, por Dios, desde que entré en su casa, una vieja pesadilla decadente que tiene cien años por lo menos, no hablamos de nada más que de Empresas Janoth y de las dificultades que estábamos pasando. Pero yo no estoy pasando ninguna dificultad. Ni pienso pasar por ésta tampoco.
Entonces se produjo un momento muy incómodo, cuando Hamilton Carr me preguntó que qué tal me había ido por Washington. Acababa de volver de allí y tuve la desagradable sensación de que sabía con toda exactitud a quién había visto y en qué asuntos andaba. Aunque en realidad no pasaba nada. Había pensado ampliar las bases societarias y legales de Empresas Janoth, y el viaje a Washington era simplemente para obtener información rápida y fiable sobre los procedimientos a seguir para lograr esos fines y cumplir toda la regulación de la Comisión del Mercado de Valores.
Como Ralph Beeman había ido conmigo, aunque no había dicho gran cosa mientras estuvimos allí, le envié otro mensaje de empatía mental. Pero no había manera. ¿O es que, en realidad, todos ellos andaban conspirando contra mí? Otros viajeros por los nuevos continentes de la razón han sido cogidos con la guardia baja antes de ahora.
Pero Hamilton Carr no era enemigo; por lo menos yo nunca lo había considerado así. Era, simplemente, mi asesor bancario. Y desde siempre conocía hasta el último céntimo de lo que valía cada papel emitido por Empresas Janoth y en manos de quién estaba. Esa noche me dijo: