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Authors: Kenneth Fearing

Tags: #Novela negra

El gran reloj (8 page)

BOOK: El gran reloj
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—¿Sabes que Jennett-Donohue sigue queriendo comprar o fusionarse?

Solté una carcajada tremenda.

—Sí —le dije—. Yo también. ¿Por cuánto quieren vender?

Carr sonrió. Era un gélido signo de desacuerdo. Vete al infierno, pensé yo, ¿qué pasa ahora?

Estaba presente una puñetera tipa extranjera con un acento inglés tremebundo, que atendía por el nombre de Lady Pearsall, o algo igual de insignificante, que me explicó con todo detalle qué era lo malo que tenían mis revistas. En realidad, según ella, todo era malo en ellas. Pero ni se le pasaba por la cabeza que yo había hecho grandes esfuerzos y asumido dispendios enormes para contratar a los mejores escritores y redactores, para tener las cabezas mejor dotadas y las mentes más amplias que se puedan tener. Que había rastreado por periódicos y revistas, por las mejores universidades, que pagaba los sueldos más elevados de la profesión para disponer del que, a mi juicio, era el mejor equipo de periodistas que se hubiera reunido nunca bajo el mismo techo. La buena señora gorgoteaba incansable, la nuez se le movía exactamente igual que el buche pelado de un pavo, pero oyéndola hablar parecía que yo hubiera sacado a mis redactores de diferentes hospitales, manicomios y penitenciarías.

Hubiera podido sonreír y asentir a todo lo que me decía, pero no estaba dispuesto a sonreír ante lo que me decían Carr, Beeman y, para acabar de rematarlo, un individuo que atendía por Samuel Lydon.

—¿Sabe usted? —me dijo—. Es posible que no haya siempre la misma demanda de productos con presentación de calidad que ha habido hasta ahora. He recibido informes de los distribuidores. —Como todo el mundo; son cosas de conocimiento público—. Supongo que preferirá que sea totalmente sincero con usted, señor Janoth.

—Naturalmente.

—Bueno, pues las devoluciones de varias de sus revistas clave muestran extrañas fluctuaciones. Me refiero a que no están en proporción con las de otras publicaciones. —En ese momento lo situé: era el vicepresidente ejecutivo de una organización local de distribuidores—. Me pregunto si se conoce la razón exacta.

Aquello tanto podía ser una ignorancia colosal como una impertinencia descarada.
Si sabía la razón exacta
. Lo miré fijamente, pero no me molesté en replicar.

—Tal vez sea cosa de esa revista de astrología suya —dijo Geoffrey Balack, un inútil malicioso, grosero y falso de arriba abajo. Era una especie de columnista. Una vez lo tuve contratado, pero su trabajo no resultó demasiado satisfactorio y cuando nos dejó para aceptar otro trabajo pensé que en realidad era un cambio afortunado para todos. Ahora que lo veía, no recordaba muy bien si se había marchado él o lo había despedido Steve. O puede que yo. Y ahora se pasó la mano de delante atrás por aquella cabeza de pelo más bien ralo. Era ofensivo—. Es algo que nunca he podido entender. ¿Por qué?

Yo mantuve mi sonrisa, pero me costaba un buen esfuerzo hacerlo.

—Compré esa revistilla sólo por el título:
Stars
, estrellas. Pero hoy día ya no tiene nada que ver con la astrología. Es prácticamente la máxima autoridad en astrofísica.

—¿Popular?

Eso tampoco merecía respuesta. Y ése era alguien al que en algún momento habíamos considerado un periodista con visión crítica e integridad. Y los buenos redactores cuestan dinero, pero yo estoy contento de pagárselo. Pero resultaban cada vez más y más caros. Otras empresas editoriales, aun cuando no se moviesen en el mismo campo ni mucho menos, siempre se alegraban de arrebatarnos elementos del equipo, y sin embargo era raro que se metiesen entre ellos, unos con otros. Nos pasábamos la vida perdiendo personal, nuestros mejores hombres de verdad se iban a otras empresas (agencias de publicidad, productoras de cine, radio), que les ofrecían unos sueldos sencillamente increíbles. Un hombre al que habíamos descubierto nosotros, al que habíamos ido criando hasta que dábamos con la manera perfecta de sacar a la luz lo mejor y más profundo que llevaba dentro, de pronto y como el que no quiere la cosa nos abandonaba para irse a escribir porquerías en un programa de perfumes o los discursos de cualquier portavoz político. Con contrato o sin contrato, y por unas cifras que sólo pensar en igualarlas sería poco menos que la ruina para la organización.

Y si no era eso, querían escribir libros. O se volvían locos. Aunque en realidad, Dios sabe que la mayor parte lo eran de nacimiento y su permanencia con nosotros apenas servía para retrasar el problema y aplazar una temporada el inevitable proceso.

Bueno. Todavía teníamos los mejores redactores que se podía tener, y a la competencia le tocaba seguir manteniéndose alerta.

Cuando llegábamos al punto en que Jennett-Donohue o Devers & Blair le ofrecían veinticinco mil dólares a un redactor jefe de quince mil, le subíamos a treinta mil. Si la radio ofrecía cincuenta mil a alguien que nos era imprescindible de verdad, le dábamos sesenta mil. Y cuando Hollywood empezó a quitarnos a los redactores de base y los reporteros tentándoles con un millón…, bueno, pues ya está. No sirve de nada hacerse mala sangre. Aunque a veces es imposible evitarlo.

Ya eran las diez —la hora más temprana posible— cuando por fin conseguí marcharme. Tenía muchas cosas de las que ocuparme sin aguantar las tonterías extra de ese grupito concreto.

Todo es sólo cuestión de los nervios y las glándulas que has heredado. Por mucho que trates de racionalizarlo, o tienes una actitud negativa y amargada ante las personas y las cosas, como les pasa a todos éstos, o tienes una actitud positiva y constructiva; es una simple cuestión de cómo funcionan las glándulas. Así que no es algo de lo que pueda presumir demasiado. Pero tampoco pueden presumir ellos.

En el coche, le dije a Bill que me llevase a casa, pero a medio camino cambié de idea. Le dije que me llevase a casa de Pauline. Puede que incluso estuviera allí, demonios. Mi casa no era un sitio donde ir después de una velada desperdiciada entre cínicos de pacotilla, sentimentales sin ilusiones y conspiradores frustrados.

Sin decir palabra, Bill giró el volante y torció en la esquina siguiente. Eso me recordó su forma de cumplir mis órdenes desde hacía más de treinta años, ya fuera durante la época más caliente de una batalla por la distribución que libramos allá en el Oeste, o más adelante, cuando hubo la huelga de imprentas al norte del estado. Por eso estaba conmigo todavía. Si ni siquiera hablaba conmigo después de treinta años y pico, ya no hablaría nunca con nadie.

Cuando el coche llegó delante del edificio y me bajé, metí la cabeza por la ventanilla de su lado y le dije:

—Vete a tu casa, Bill. Ya cogeré un taxi. No creo que te necesite hasta mañana a última hora de la tarde.

Me miró, pero no dijo nada; separó el coche del bordillo y se alejó.

EARL JANOTH, II

Una vez en la acera giré hacia la entrada, pero al hacerlo descubrí a Pauline. Se despedía de alguien en la esquina siguiente. No le veía la cara, pero reconocí su silueta, la forma de mantener el cuerpo erguido y de moverse, y reconocí también el sombrero que ella misma ayudó a diseñar recientemente. Y el abrigo beige. Me quedé allí plantado y ella echó a andar hacia mí. Al hombre que estaba con ella no lo reconocí, aunque no dejé de mirarlo hasta que se dio la vuelta y se metió en un coche sin que su cara dejase de estar entre sombras.

Cuando Pauline llegó a mi lado venía serena y sonriente, una mezcla entre un poco afectuosa y un poco distante, tan controlada como siempre.

—Hola, querida —le dije—. Qué suerte encontrarte.

Se apartó con la mano un mechón de pelo inexistente y se detuvo junto a mí.

—Esperaba que volvieses ayer —dijo—. ¿Has tenido un buen viaje, Earl?

—Perfecto. ¿Has pasado un fin de semana agradable?

—Maravilloso. He ido a montar a caballo y a nadar, he leído un libro fantástico y he conocido a unas cuantas personas, unos jóvenes muy interesantes.

En ese momento estábamos ya dentro del edificio. Miré hacia abajo y vi que llevaba un maletín de fin de semana.

Oí, aunque no pude ver, que alguien se movía detrás del alto panel que separaba la centralita de los apartamentos y, como de costumbre, no había señales de nadie más. Quizás aquel aislamiento fuera una de las razones por las que a Pauline le había gustado aquel sitio desde un principio.

El ascensor era automático, no tenía ascensorista, y estaba ya en la planta baja. Abrí la puerta, la dejé pasar, entré y apreté el botón del quinto piso. Señalé hacia la calle con la cabeza.

—¿Era uno de ellos? —pregunté.

—¿De quiénes? Ah, te refieres a esos amigos nuevos. Sí.

El ascensor se detuvo en el quinto. La puerta de dentro se deslizó para abrirse sin ruido y la propia Pauline empujó la del rellano. Anduve tras ella diez o doce pasos por el pasillo alfombrado hasta el 5 A. En el interior del pequeño apartamento de cuatro piezas había tanto silencio y tanto aire estancado que parecía imposible que alguien hubiera entrado allí desde hacía días.

—¿Qué anduviste haciendo?

—Bueno, primero fuimos a un sitio terrible de la Tercera Avenida que se llama Gil’s. A ti te encantaría. Yo, personalmente, lo encontré un aburrimiento. Pero es una especie de combinación entre una taberna y una fundación arqueológica antigua. Una mezcla disparatada. Después de allí anduvimos arriba y abajo por la calle, comprando antigüedades.

—¿Qué clase de antigüedades?

—Cualquier cosa que nos pareciese interesante. Al final compramos un cuadro, bueno, es decir, lo compró él, en una tienda que está como a tres manzanas de aquí. Una pintura espantosa y toda vieja sacada directamente del cubo de la basura. O eso parecía, y prácticamente se la quitó de las manos a otra dienta que también pujaba por el cuadro. No había más que un par de manos pintadas, de un artista que se llama Patterson.

—¿Un par de qué?

—De manos, cariño. Simplemente unas manos. Era una pintura sobre Judas, o eso fue lo que entendí. Después de eso nos acercamos al Van Barth, tomamos unas cuantas copas y me trajo a casa. Y ahí es cuando apareciste tú. ¿Satisfecho?

La miré abrir la puerta del armario pequeño del recibidor y soltar la maleta dentro, y luego cerrar la puerta y volverse de nuevo hacia mí con sus cabellos deslumbrantes, sus ojos profundos y su rostro perfecto, renacentista.

—Suena como si hubiera sido una tarde interesante —dije—. ¿Y quién era esa nueva amistad?

—¡Oh! Sólo un hombre. No lo conozco. Se llama George Chester, trabaja en publicidad.

Seguro que sí. Y yo me llamo George Agropolus. Pero, claro, yo he vivido mucho más que ella en este mundo, y, ya puestos, más que su amiguito. Me quedé mirándola un momento, sin decir nada, y me devolvió la mirada, aunque un poco demasiado a propósito. Casi sentí lástima por aquel nuevo satélite que acababa de dejar, fuera quien fuese.

Sirvió brandy para los dos de un frasco que estaba junto al salón y, por encima del cristal de su copa, entornó los ojos con esa expresión de intimidad que se supone adecuada para adaptarse a la textura de cualquier situación. Di unos sorbos a la mía, convencido otra vez de que en este mundo sólo quedan cenizas. Frías, consumidas, que no merecen ningún esfuerzo. Era un estado de ánimo que Steve nunca compartía, un estado de ánimo exclusivamente mío. Me pregunté si sería posible que otras personas experimentasen también esa sensación, al menos de vez en cuando, pero era muy poco probable.

—Por lo menos esta vez es un hombre —dije.

Me respondió cortante:

—¿Qué quieres decir exactamente con eso?

—Lo sabes perfectamente.

—¿Ya estás otra vez con lo mismo? ¿Echándome en cara lo de Alice? —Su voz punzaba como una avispa. Con Pauline el fondo nunca estaba muy lejos de la superficie—. Nunca te olvidas de Alice, ¿verdad?

Me terminé el brandy, alargué la mano para buscar el frasco y me serví otra copa. Con tono cortés y una lentitud deliberada, dije:

—No. ¿Y tú?

—¿A qué demonios te refieres, eh? ¡Napoleón de pacotilla!

Me terminé el brandy de un solo y placentero trago.

—Y tú no te olvidas de Joanna, ¿verdad? —dije, en voz bastante baja—. Ni de aquella mujer de Berleth, ni de Jane, ni de aquella refugiada austríaca. Ni de Dios sabe quién más… No puedes olvidarte de ninguna, ¿verdad?, incluida la próxima.

Pareció que se ahogaba, hubo un instante de silencio y luego saltó como una fiera veloz. Algo que creo que era un cenicero pasó al lado de mi cabeza, se estrelló contra la pared y me regó con una polvareda de finos cristales.

—¡Hijo de puta! —explotó—. ¿Y tú hablas? ¿Precisamente tú? ¿Te atreves? ¡Es que no tienes perdón!

Con un gesto mecánico volví a coger el frasco y vertí más brandy en mi copa. Busqué a tientas el tapón y traté de volver a ponerlo. Pero al parecer no lograba encajarlo.

—¿Sí? —dije.

Estaba de pie al otro lado de la mesita baja con la cara hecha una maraña de rabia.

—¿Y qué me dices de Steve Hagen y tú?

Me olvidé del tapón. Sólo pude quedarme mirándola.

—¿Qué? ¿Qué te han dicho de mí? ¿Y de Steve?

—¿Crees que estoy ciega? ¿Es que os he visto alguna vez a los dos juntos sin que anduvieseis tonteando?

Me sentí atónito, mareado, y como si algo negro y enorme empezase a crecer dentro de mí. Repetí la palabra mecánicamente, como un eco.

—¿Tonteando? ¿Steve y yo?

—Como si no llevaras toda la vida casado con ese tipo. Y como si no lo supieras. ¡Venga, so hijoputa, finge que estás sorprendido!

Había dejado de ser yo. Había allí un gigante de treinta metros de altura que me hacía moverme, que manipulaba mis manos, mis brazos y hasta mi voz. Me estiró las piernas y descubrí que estaba de pie. Apenas si podía hablar. Mi voz se había convertido en un susurro entrecortado.

—¿Puedes decir eso de Steve? ¿Del hombre más cabal que he conocido jamás? ¿Y de mí?

—¡Pues claro! ¡Si no eres más que una pobre imitación de ese gorila rubito! ¿Tan memo eres que en todo este tiempo no te has dado ni cuenta? —Y entonces, de repente, gritó—: ¡No, Earl! ¡No!

Le pegué en la cabeza con el frasco de cristal y retrocedió dando tumbos por la habitación. Mi voz le dijo:

—¡No puedes decir eso! ¡No puedes decir eso de nosotros!

—¡No! ¡Oh, Dios mío, Earl! ¡No! ¡Earl! Earl, Earl.

Le di una patada a la mesita que se interponía entre ambos y fui tras ella. Volví a golpearla y ella seguía hablando con aquella terrible voz suya, así que le pegué otro par de golpes.

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