Gwydion suponía que el ejército del rey Pryderi atacaría con las primeras luces del alba, y los hombres de la fortaleza pasaron toda la noche trabajando en los preparativos para enfrentarse a un asedio. Pero cuando llegó el amanecer y el pálido sol fue subiendo en el cielo, se pudo ver que la hueste de Pryderi apenas si había avanzado. Taran, Fflewddur, Coll y los otros líderes de guerra se encontraban en lo alto de una muralla al lado de Gwydion, quien permanecía inmóvil observando el valle y las alturas que iban bajando hasta las planicies en una sucesión de riscos escarpados. No había nevado desde hacía varios días. Las cañadas y las fisuras de las rocas aún mostraban retazos de blancura atrapados entre los riscos como mechones de lana, pero casi toda la extensión de planicie estaba despejada. La hierba muerta aparecía en forma de manchones de un marrón oscuro bajo una capa irregular de escarcha.
Los exploradores habían vuelto trayendo consigo la noticia de que los guerreros de Pryderi controlaban todo el valle e impedían el paso a través de las líneas de batalla; pero no se habían divisado grupos de incursores ni columnas de jinetes que flanquearan al ejército, y basándose en esto y en la distribución de los infantes y los jinetes los exploradores estimaban que el ataque vendría bajo la forma de una gran embestida hacia adelante, como si un puño de hierro se lanzara contra las puertas de Caer Dathyl.
Gwydion asintió.
—Pryderi tiene intención de atacar con todas sus fuerzas aunque deba pagar un precio muy caro al hacerlo. Puede derrochar las vidas de sus guerreros, pues sabe que nosotros no podemos permitirnos pagar un precio igual.
Frunció el ceño y se frotó el mentón con el dorso de una mano protegida por el metal del guantelete. Sus verdes ojos se entrecerraron mientras escudriñaba el valle, y su rostro curtido por la intemperie hacía pensar en el de un lobo que huele a sus enemigos.
—El señor Pryderi es arrogante —murmuró.
Gwydion se volvió rápidamente hacia los líderes de guerra.
—No esperaré un asedio. Hacerlo significaría una derrota segura. Pryderi tiene tropas suficientes para caer sobre nosotros y barrernos como una inundación torrencial. Presentaremos batalla fuera de la fortaleza, y embestiremos la ola antes de que haya llegado a su máxima altura. Math, Hijo de Mathonwy, estará al mando de las defensas interiores. No nos retiraremos a la fortaleza hasta el último momento, cuando no haya más remedio que hacerlo, y entonces resistiremos en ella.
Gwydion contempló en silencio durante unos momentos las salas y torres del castillo que empezaban a quedar iluminadas por los primeros rayos del sol matinal.
—Los Hijos de Don edificaron Caer Dathyl con sus propias manos, y construyeron esta fortaleza no sólo para que fuese un escudo contra Arawn, sino para que protegiera toda la belleza y la sabiduría de Prydain. Estoy dispuesto a hacer cuanto esté en mis manos para acabar con Pryderi, y también haré cuanto pueda para salvar a Caer Dathyl de la destrucción. Es posible que triunfemos en ambas empresas, y también es posible que fracasemos en una y en otra; pero no debemos luchar como el buey lento y torpe, sino como los lobos veloces y los astutos zorros.
El príncipe de Don habló rápidamente con los líderes de guerra y dejó claras las tareas encargadas a cada uno. Taran se sentía muy inquieto. Cuando era un muchacho había soñado con ocupar el sitio de un hombre entre los hombres; y siempre se había considerado capaz de hacerlo; pero en aquellos momentos el estar rodeado de guerreros canosos y curtidos en mil batallas parecía nublarle el conocimiento y robarle las fuerzas dejándole terriblemente debilitado. Coll adivinó los pensamientos que pasaban por la cabeza de Taran y le guiñó un ojo para animarle. Taran sabía que el anciano y robusto granjero había prestado gran atención a las palabras de Gwydion, pero aun así Taran supuso que una parte del corazón de Coll debía de estar muy lejos de allí, felizmente absorta atendiendo a su huerto de repollos.
La hueste de Pryderi se mantuvo en la misma posición durante una gran parte de la mañana mientras los defensores se apresuraban a formar sus propias líneas de batalla. A cierta distancia detrás de los muros de Caer Dathyl guerreros fuertemente armados se preparaban para soportar el embate del ataque de Pryderi, y esas tropas estarían al mando de Gwydion. Fflewddur y Llyan, con Taliesin y una compañía de bardos-guerreros, ocuparían posiciones al otro lado del valle. Los jinetes de los Commots estarían en el flanco del ataque de Pryderi, y se les había asignado la misión de lanzarse contra la oleada para obstaculizar su avance y disipar la fuerza de los brazos del enemigo.
Taran y Coll se pusieron al frente de sus hombres y Llasar al frente de los suyos, y los dos grupos se dirigieron al galope hacia los puestos que les habían sido asignados. Gurgi, silencioso y sacudido por los temblores a pesar del enorme chaquetón que le envolvía, clavó el estandarte de la Cerda Blanca en la tierra helada para indicar el punto de agrupamiento. Taran sentía cómo los ojos del enemigo vigilaban cada uno de sus movimientos, y una extraña impaciencia mezclada con miedo hizo que los músculos de su cuerpo se envarasen hasta dejarlo tan tenso como la cuerda de un arco.
Gwydion apareció montado en Melyngar para echar un último vistazo a la disposición de los hombres de los Commots.
—¿A qué espera Pryderi? —le gritó Taran—. ¿Acaso se está burlando de nosotros? ¿Es que para él no somos más que hormigas que van y vienen sobre una colina a las que puede aplastar cuando le plazca?
—Paciencia —respondió Gwydion en un tono que contenía tanto la orden de un líder de guerra como el intento de tranquilizar de un amigo—. Sois espadas añadidas a mis manos —siguió diciendo Gwydion—. No permitáis que os rompan. Moveos deprisa; no permanezcáis demasiado tiempo en un solo combate, y tratad de iniciar muchas escaramuzas dispersas. —Estrechó la mano de Taran, y luego hizo lo mismo con Coll y Gurgi—. Adiós —dijo Gwydion casi con brusquedad.
Hizo volver grupas a Melyngar y se alejó al galope para reunirse con sus guerreros.
Taran le siguió con la mirada hasta que hubo desaparecido, y después volvió la cabeza hacia las lejanas torres de Caer Dathyl. Eilonwy y Glew habían recibido orden de permanecer dentro de la fortaleza bajo la protección del Gran Rey. Taran forzó la vista con la vana esperanza de divisar a Eilonwy en las murallas. No estaba más seguro de qué podía sentir hacia él de lo que lo había estado en Caer Dallben; pero a pesar de su decisión inicial había estado a punto de revelarle los sentimientos que se agitaban en su corazón. Después se había visto envuelto en la labor de agrupar y dar instrucciones a los guerreros, y ésta le había arrastrado con la fuerza de un torrente desbordado hasta el punto de que ni siquiera había tenido un momento para despedirse de ella. El anhelo y la tristeza atravesaron su ser con una dolorosa punzada, y aquellas palabras que no había podido llegar a pronunciar eran como una mano de hierro que le rodeaba la garganta.
Melynlas piafó dejando escapar una nube blanca por sus ollares y empezó a patear el suelo. Taran se sobresaltó y tensó las riendas. Una mirada le bastó para ver que la hueste de Pryderi se había puesto en movimiento y estaba lanzándose hacia el valle. La batalla estaba a punto de caer sobre él.
Llegó muy deprisa, no como la ola que se acerca lentamente a su cresta que Taran había imaginado. Primero hubo un mar tempestuoso de hombres que gritaban. Los Hijos de Don no estaban aguardando la carga de Pryderi, sino que se lanzaban adelante para enfrentarse con el enemigo que se aproximaba. Taran vio a Gwydion sobre la blanca silueta de Melyngar cuando su montura alzó las patas delanteras agitándolas en el aire; pero no supo en qué instante se produjo el primer entrechocar de las armas. Durante un momento en vez de dos mareas sólo hubo una que giraba y cambiaba continuamente de sentido en una gran convulsión, un torbellino de lanzas y espadas.
Taran hizo sonar su cuerno, y cuando le llegó el grito de respuesta de Llassar hincó los talones en los flancos de Melynlas. Coll y los jinetes de los Commots espolearon a sus monturas detrás de él. Las potentes patas de Melynlas pasaron de un trote veloz a un galope fulgurante. Los músculos de su montura se tensaban debajo de él, y Taran se internó en el mar de hombres con la espada en alto. La cabeza le daba vueltas, y jadeaba como si se estuviera ahogando. Taran comprendió que estaba aterrorizado.
Los rostros de los amigos y los enemigos giraban locamente a su alrededor. Vio a Llonio asestando mandobles a derecha e izquierda. El casco improvisado bailoteaba sobre sus ojos, los estribos hacían que sus largas piernas sobresalieran hacia arriba y parecía un espantapájaros que hubiese cobrado vida; pero por donde pasaba Llonio los atacantes caían como las espigas ante la guadaña. La corpulenta silueta de Hevydd se alzaba como un muro en el centro del combate. No había ni rastro de Llassar, pero Taran creyó poder oír el estridente grito de batalla del joven pastor. Un instante después sus oídos captaron un rugido lleno de furia, y supo que Llyan y Fflewddur acababan de añadirse a la contienda. Un instante más en el que sólo fue consciente de la espada que sostenía en su mano, y Taran quedó sumergido en el ciego frenesí de la batalla, con guerreros que le atacaban y cuyos golpes se esforzaba por devolver.
Taran y los jinetes de los Commots atacaron una y otra vez, hundiéndose en los flancos del enemigo y volviendo grupas después para emerger del torbellino de hierro sólo para volver a perderse en él a continuación. De repente Taran vio destellos de oro y carmesí que relucían en un instante de claridad perdido en la confusión de la batalla. Era el rey Pryderi montado sobre un corcel negro. Taran intentó llegar hasta él para que pudieran cruzar las espadas. Sus ojos se encontraron durante un instante, pero el Hijo de Pwyll no hizo el más mínimo intento de responder al desafío de un jinete maltrecho y casi harapiento. Pryderi desvió la mirada y siguió avanzando, y un instante después ya había desaparecido; y la fugaz mirada despectiva de Pryderi hirió a Taran de manera más dolorosa y profunda que la hoja que emergió de la masa de enemigos para arañarle la cara.
En un momento dado las convulsiones de la marea armada arrojaron a Taran hacia el perímetro de la batalla. Vio el estandarte de Gurgi y trató de reunir a los jinetes alrededor de él. Las filas de Pryderi se habían separado un poco dejando un espacio libre. Un instante después un caballo galopó hacia él: era Lluagor. Un guerrero armado con una larga lanza se aferraba a su grupa.
—¡Atrás! —gritó Taran con toda la fuerza de sus pulmones—. ¿Es que has perdido la cabeza?
Eilonwy, pues era ella, tiró de las riendas. Había ocultado su cabellera trenzada debajo de un casco de cuero. La princesa de Llyr le sonrió jovialmente.
—Ya comprendo que estás un poco nervioso, pero eso no es razón para que seas grosero —dijo, y se alejó al galope.
Durante un rato Taran no pudo creer que realmente la hubiera visto.
Unos momentos después estaba enfrentándose a un grupo de guerreros que lanzaban mandobles contra Melynlas y se arrojaban contra sus flancos intentando derribar tanto a la montura como a su jinete. Taran fue vagamente consciente de que alguien agarraba la brida de su montura y tiraba de ella hacia un lado. Los guerreros de Pryderi se apartaron. En cuanto quedó libre de su acoso Taran se volvió sobre la silla de montar y movió la espada casi a ciegas lanzando un mandoble contra el nuevo atacante.
Era Coll. El robusto granjero había perdido su casco. Su calva coronilla estaba tan llena de arañazos como si se hubiera zambullido en un zarzal.
—¡Usa la espada con tus enemigos, no con tus amigos! —gritó.
Taran estaba tan sorprendido que se quedó sin habla durante unos instantes.
—Me has sa-salvado la vida, Hijo de Collfrewr —logró tartamudear por fin.
—Vaya, pues quizá sí que lo he hecho —replicó Coll, como si la idea acabara de pasarle por la cabeza.
Se miraron el uno al otro, y se echaron a reír como un par de tontos.
Taran no logró formarse una nueva perspectiva de la batalla hasta la puesta del sol, cuando incluso el mismo cielo parecía hallarse manchado de sangre. Los guerreros de Gwydion se habían lanzado a través del camino que seguía el avance de Pryderi, y habían tenido que enfrentarse a toda la furia de los atacantes. Las huestes de Pryderi habían vacilado como si estuvieran tropezando con sus propios muertos. La ola había alcanzado su máxima altura y había quedado paralizada en ese punto. Un viento nuevo empezó a soplar a través del valle. Gritos de renovada energía brotaron de las filas de los guerreros de Don, y Taran sintió que el corazón le daba un vuelco. Los defensores empezaron a avanzar empujando ante ellos cuanto encontraban. Taran hizo sonar su cuerno, y galopó junto con los jinetes de los Commots para unirse a la marea que lo barría todo a su paso.
Las filas del enemigo se abrieron como un muro de ladrillos que se derrumba. Taran tiró de las riendas, y Melynlas se encabritó y lanzó un relincho alarmado. Un estremecimiento de horror recorrió el valle. Taran vio y comprendió la razón incluso antes de que el nuevo griterío llegase a sus oídos.
—¡Los Nacidos del Caldero! ¡Los guerreros que no pueden morir!
Los hombres de Pryderi se apartaron para dejarles pasar como si les estuvieran rindiendo un temeroso homenaje. Los Nacidos del Caldero llenaron la brecha avanzando en un horripilante silencio moviéndose a un paso que no era ni lento ni rápido, y el valle resonó con el rítmico movimiento de sus pesadas botas. La calina carmesí del sol que agonizaba hacía que sus rostros pareciesen todavía más lívidos. Sus ojos estaban tan fríos y carentes de brillo como las piedras. La columna de guerreros que no podían morir avanzó hacia Caer Dathyl sin vacilar ni un instante. Entre ellos se veía un ariete con la punta recubierta de hierro sostenido por cuerdas que colgaban de sus hombros.
Los enemigos que flanqueaban a los Nacidos del Caldero giraron de repente sobre sí mismos para lanzar un nuevo ataque contra los Hijos de Don. Taran, horrorizado, comprendió por qué Pryderi había retrasado tanto su ofensiva y entendió su arrogancia. El plan del rey traidor no había llegado a su culminación hasta hacía unos momentos. Guerreros descansados que conservaban todas sus energías surgieron de las colinas detrás de la larga columna de Nacidos del Caldero. Para Pryderi el largo día de batalla no había sido más que un remedo burlón. La carnicería había empezado.