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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El guardián de la flor de loto (16 page)

BOOK: El guardián de la flor de loto
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Percibí un tono diferente en aquellas últimas palabras del lama, pero traté de que él no se percatase.

—¿Qué técnicas? —pregunté con intención.

—¡Observa este boceto! —exclamó desviando la conversación—. Apenas levantaba un palmo del suelo y era capaz de trazar con exactitud los trescientos sesenta huesos de nuestro cuerpo. —Se rió y me miró como si yo comprendiera dónde radicaba el chiste—. ¡Vosotros los occidentales tenéis muchos menos huesos! —Volvió a reírse—. Pero claro, no contáis ni las uñas de los pies y manos ni las raíces de los dientes y las muelas. ¡Ahí está nuestra ventaja!

El viejo profesor secó con una esquina de la túnica las lágrimas de nostalgia que escapaban por la fina línea abierta entre sus párpados. Después enrolló los dibujos infantiles que habíamos visto primero y me los ofreció.

—Quizá Malcolm sepa a quién entregar el pasado de Singay. No tenía otro amigo como él. Además, tal como están las cosas por aquí, y te aseguro que lamento decir esto, ya no sé en quién más confiar.

—¿Y el resto? —dije, refiriéndome a los cuadros de curación.

—Sus bocetos médicos seguirán durmiendo en esta casa.

Los introdujo en el baúl y cerró la tapa con un golpe seco.

—Usted no compartía su idea de la medicina —le abordé antes de abandonar el habitáculo. El viejo lama me miró fijamente.

—Yo enseño a curar según los dictados de los
Comentarios de los Cuatro Tantras
, de Sangye Gyanmtso, la base de nuestra medicina. Fue él quien fundó el Colegio de Medicina de Chagpori hace más de trescientos años, el único que existió hasta que se inauguró la escuela de Lhasa a principios del siglo pasado. Pero a Singay apenas podía enseñarle. Él andaba su propio camino, se aferraba a su instinto a través del mundo de los sentidos, sentía el pulso de las personas y el de la tierra, el del agua, incluso el del aire. O al menos eso decía él. —Dejó caer la vista al suelo—. Es posible que se le hubiera recordado junto a los grandes maestros médicos de la antigüedad. Antes de dejarnos ya era el mejor médico tibetano vivo. Quizá…

—¿Quizá…?

—Quizá eso mismo le haya matado.

No dijimos nada más. Retrocedimos sobre nuestros pasos hasta el aula templo. El muchacho se levantó de un salto y salió delante balanceando la cabeza.

Nada más regresar al monasterio me senté en mi camastro y abrí el rollo de dibujos. A través de un romo carboncillo de trazos descarados, cada pliego revelaba al mismo novicio, un niño monje feliz de estar donde estaba. Singay se dibujaba a sí mismo corriendo entre las estupas, escalando una roca con la falda de la túnica amarrada a la cuerda de la cintura para dejar las piernas al aire, o recogiendo plantas en compañía de un anciano. Dejé los demás a un lado del colchón y me detuve a contemplar el dibujo de los buscadores de plantas. Aún tenía pegadas por detrás algunas de las hojas recogidas hacía décadas en la región del monte Kailas. Y, junto a ellas, una reproducción certera del árbol o arbusto del que habían sido cuidadosamente arrancadas.

Tenía en mis manos el pasado de un niño suspendido en el tiempo.

Esa noche, como tantas otras antes de dormir, también atisbé en mi propio pasado. Desmenucé algunas escenas vividas con Martha y otra vez puse en marcha la montaña rusa que recorría mi cerebro. Cuanto más las examinaba más las moldeaba a mi conveniencia y, poco a poco, dejaban de ser reales. Quizá nada es del todo real, ni hay nada del todo imaginado. Decidí que en el futuro, cuando pensase en los momentos verdaderos, me dedicaría a contemplarlos inmutables, con sus bellas imperfecciones, como las láminas de carboncillo de Singay, suspendidos en el tiempo.

Capítulo 16

Entre sueños escuché cómo alguien llamaba a mi puerta. La oscuridad era total.

—¿Hay alguien? —pregunté desde el camastro.

—Soy yo. Ábreme.

Era Gyentse. Me levanté al instante. No me resultó extraño que apareciese en plena noche.

—Siento presentarme a esta hora —dijo.

—Pasa. —Se sentó en la silla. ¿Ocurre algo? —pregunté, al ver que no decía nada. Él se limitó a mirarme con una expresión que no fui capaz de descifrar. ¿Qué ocurre? —volví a preguntar.

—Piensas que con sacar pecho en cualquier situación es suficiente.

—Gyentse, no sé a qué te refieres…

—Estás curándote de una explosión. Te hemos recompuesto el cuerpo entero y en lugar de descansar te dedicas a caminar por Dharamsala durante horas, exponiéndote día y noche por los alrededores de la ciudad sin ninguna protección.

Acababa de despertar y estaba un tanto lento de reflejos.

—Estoy bien —me defendí.

—Eso crees, y quizá ése sea tu verdadero mal.

—¿Te ha molestado que haya ido a ver al antiguo profesor de Singay?

Gyentse permaneció en silencio.

—Si no es por eso, te ruego que me expliques por qué te has presentado aquí tan malhumorado.

—Es por…

—No tengo miedo —le corté antes de que dijera nada—. No puedo permitírmelo.

Sonó como un desafío.

—Jacobo, han asesinado al profesor de Lobsang Singay.

—¿Cómo?

—Siento decírtelo, pero así son las cosas. Han asesinado lama al que fuiste a visitar ayer.

Confuso, me volví hacia el ventanuco de la habitación. Sólo se veía una pantalla negra sin estrellas.

—Pero ¿por qué también a él? ¿Cuándo ha ocurrido? —Acaban de encontrar su cuerpo sin vida tirado en el suelo de su laboratorio de la escuela de medicina. Le habían tapado la cara con…

—Otra tela…

—El mismo mándala ritual de la Fe Roja, dibujado con sangre sobre fondo negro.

—¿Cómo ha sido? —susurré.

—No han escatimado en crueldad. Tenía su propio escalpelo clavado en la frente. Al igual que en los demás casos, han destruido su laboratorio.

—Dios, qué he hecho…

—No es culpa tuya.

—¿Cómo no va a serlo? —exclamé, ahogándome con cada palabra—. Ayer mismo estuve con él…

—Es el tercer colaborador de Lobsang Singay asesinado en dos días. Tu visita no guarda relación directa con esa secuencia.

—Qué he hecho… —repetí—. Sabes que no actúo pensando en mí.

—De eso estoy convencido, aunque quizá no sea suficiente.

—¿Qué quieres decir?

Se tomó su tiempo para contestar. El silencio era denso, como lo es por la noche.

—No es momento de sermonearte, pero la verdad es que crees que puedes con todo, y nadie es capaz de eso. En nuestra tradición no caben los héroes solitarios. No existe el «yo», sino el «todos». Se trata de ir recomponiendo este puzle que es la vida. Cada uno debe colocar su pieza y no otra, y hacerlo en el momento preciso. Y hay algo más —añadió Gyentse.

—No puede ser peor que lo que me has contado.

—Como te dije la última vez que hablamos, tras el atentado de la carretera perdimos el contacto con el líder de la secta. Pero después de este último asesinato…

—¿Qué?

—Hemos recibido una nueva llamada. —Un escalofrío me recorrió el cuerpo—. El Kalon Tripa me ha ordenado que te acompañe. Dos lamas del Kashag nos llevarán hasta el lugar concertado.

—Y ¿cuándo hemos de hacerlo?

—Ahora.

—Cada uno su pieza, en el momento preciso —me limité a decir, repitiendo sus palabras.

Bajé detrás de él hasta la puerta de la lamasería sin pararme a pensar lo que estaba haciendo. Al momento divisé en la distancia los faros de una furgoneta que se acercaba esquiva do los socavones. Se paró frente a nosotros. Los dos lamas se asomaron desde dentro.

—Subid —se limitó a decir el más alto.

A partir de entonces todo transcurrió muy deprisa. Condujimos a través de una senda que ascendía por la montaña, aparcamos junto a una arboleda que sesgaba unos campos cultivados y, sin ver siquiera por dónde pisábamos, caminamos hasta un bosque de troncos finos y rectos como barrotes. Allí debíamos esperar a que dos miembros de la secta viniesen a buscarnos para guiarnos al lugar exacto en el que se celebraría el encuentro.

—Supongo que sabéis adónde nos van a llevar —dije mientras la hojas que arrastraba el viento nos golpeaban en la cara, confundiéndose con los murciélagos que daban vueltas sobre nosotros.

—No —respondió de forma escueta el lama alto—. No te preocupes. Saben que vamos en representación del propio Kalon Tripa —añadió Gyentse para tranquilizarme.

—Es sólo que me extraña que se comporten como fugitivos, por muy tirantes que estén las cosas entre la Fe Roja y el gobierno del Dalai Lama. Al fin y al cabo, como tú has dicho antes, todavía no hay una investigación policial que les incrimine.

—Todos sabemos cuáles son los monasterios que albergan a más simpatizantes de la secta. No se ocultan. De hecho se manifiestan en público para captar más adeptos. Es su líder el que, desde hace tiempo, no se deja ver por Dharamsala. Supongo que teme ser controlado por los servicios de información chinos. La popularidad que ha alcanzando en el extranjero y el dinero que obtiene de sus convencidos adeptos suponen un desafío creciente para Pekín. China no quiere más líderes tibetanos en el exilio.

Al poco, otros dos faros emergieron de la oscuridad en mitad del bosque. Se acercaron a una velocidad imprudente hasta donde nos encontrábamos y se detuvieron en seco; tuvimos que apartarnos para no ser arrollados. Era un todoterreno Tata conducido por un tibetano fuerte. Un monje adolescente que nos miraba con bravuconería le acompañaba en el asiento del copiloto.

—Tú puedes subir ya —le dijo el que conducía a Gyentse, mostrando una dentadura destrozada y negra—. El extranjero sólo lo hará con la cabeza tapada.

—¿Cómo es posible…?

—No queremos espías enviados por Pekín —espetó el monje adolescente, imitando el estilo del conductor.

—¡No soy un espía chino!

Gyentse y los otros dos lamas no se pronunciaron. Decidí ceder para no discutir antes de empezar. Un instante antes de que me cubrieran la cabeza con una funda de tela negra pude ver cómo se inclinaban las copas de los árboles, como si mostrasen pleitesía a los dos enviados de la secta.

Me colocaron bruscamente en un extremo de la parte trasera del Tata. Los botes me despegaban del asiento, haciendo que me golpease una y otra vez la cadera con un saliente de la puerta. No puedo calcular cuánto tiempo pasó hasta que me bajaron y me quitaron la funda de la cabeza. Miré a ambos lados. Sólo había árboles, más barrotes elevándose hacia el cielo. El conductor se introdujo en una caseta cubierta de hojas. Parecía un refugio de pastores. Se percibían tenues destellos de la luz interior que se filtraba hacia fuera entre las tablas mal clavadas de una de las paredes.

Un pájaro nocturno emitió de forma repetida un canto oscuro. Tosí unas cuantas veces.

—¿Estás bien? —dijo Gyentse.

—Esa maldita funda. Se me han metido pelos hasta la garganta…

El conductor empujó la portezuela de madera de la caseta, asomó el cuerpo y agitó violentamente la mano.

Tuvimos que agacharnos para entrar. Parecía que la estructura de maderos cruzados que soportaba el techo podía venirse abajo en cualquier momento. Lentamente fui percibiendo los detalles de aquel cuartucho desvencijado, tan sólo iluminado por la luz de unas cuantas velas que se agotaban en un rincón. Sentados sobre el suelo de tierra, varios monjes nos atravesaron con sus ojos rasgados. Todos ellos vestían la túnica tibetana y se habían colocado birretes rojos, uno de los distintivos con los que trataban de acercarse al viejo Tíbet y diferenciarse de los lamas de la escuela Geluk del Dalai Lama, los cuales portaban birretes amarillos en las celebraciones. Era como si tratasen de dar boato a aquel encuentro, quizá para compensar el lamentable marco que nos acogía.

El conductor permaneció junto a la puerta. Introdujo la mano en el interior de la chaqueta y la dejó ahí. Que llevase un arma resultaba incongruente con la presencia de los lamas, pero quizá no se trataba del mismo tipo de lamas que yo había conocido hasta entonces.

Uno de ellos comenzó a hablar dejando clara su autoridad al imprimir un excesivo volumen a sus palabras. Los demás le observaban con idolatría. Se autodenominó el guía de la Fe Roja. Cambió unas palabras con Gyentse. Después se dirigió a mí en tono solemne.

—¿Por qué crees que estás aquí?

Gyentse, que estaba bastante nervioso, intervino antes de que yo pudiera contestar.

—No estoy hablando contigo —le frenó el líder, alzando la mano en un gesto más de asumida potestad—. Estoy hablando con él.

—Desde que Malcolm Farewell me pidió que le sustituyera mis motivos han cambiado notablemente —dije por fin, mirándole a los ojos sin parpadear—. Hace unos días estuve a punto de perder la vida. Una bomba hizo estallar mi coche a las puertas de Dharamsala.

—Y tanto Malcolm Farewell como tú tratáis de convencer al gobierno en el exilio de que yo he tenido algo que ver con ello, al igual que con los demás asesinatos.

—Yo no trato de convencer a nadie. Esperaba que fuera usted quien me lo explicase.

—Has de tener agallas para hablarme así después de lo que te ha ocurrido, teniendo en cuenta que me consideras el ejecutor de las muertes. Si he accedido a hablar, y si además he decidido hacerlo contigo ante la ausencia de Malcolm Farewell, ha sido por ese motivo. Prefiero tener de mi lado a gente con agallas, y con más razón si las utiliza en beneficio de mi pueblo, algo que Farewell lleva haciendo desde hace años. Pero esa acusación que vertéis contra mí es muy grave.

—Todos los indicios señalan a su… —prefería no denominarla secta mientras él estuviera delante—. A su organización.

Se tomó su tiempo antes de preguntar.

—¿Qué indicios?

—Podría comenzar hablándole de las telas negras que usted mismo utiliza en los rituales chamanísticos. Encontré una tirada junto al cuerpo de Lobsang Singay en Boston y, al parecer, se ha repetido ese patrón en el resto de asesinatos. Cuatro telas con un mándala básico en el centro pintado con sangre y esvásticas invertidas en cada esquina. Muy parecidas a ésa.

Señalé un paño con el que habían cubierto una mesa. Sobre él habían colocado unos platillos para sostener las velas. Los lamas que me acompañaban me miraron sorprendidos.

—¿Por qué habría de tener interés en dejar pistas tras cometer un asesinato? —contestó de inmediato con frialdad.

—Eso es lo que me gustaría averiguar. Es lo menos que puedo hacer por las personas que han perdido la vida estos últimos días. —Poco a poco me iba acalorando—. Cuando sufrí el atentado no estaba solo. Me acompañaba una mujer y dos…

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