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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El guardián de la flor de loto (12 page)

BOOK: El guardián de la flor de loto
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Poco a poco fui recuperando la conciencia.

—Me habéis sanado con vuestras voces gracias a lo que Singay os enseñó… —susurré con lágrimas en los ojos—. Me curarás completamente para que pueda acudir a su autopsia, ¿verdad que lo harás?

El monje se levantó y fue a buscar una toalla y una palangana que tenía colocadas sobre una cómoda. Se acercó de nuevo, me lavó la cara y el cuello y volvió a taparme después con una especie de edredón rugoso. Entonces hizo un gesto como si fuera a marcharse.

—¿Has hablado personalmente con Malcolm? —le pregunté antes de que saliera—. ¿Sabes cómo se encuentra?

—Sólo hablé con él unos minutos, cuando tú ya estabas fuera de peligro.

—Pero ¿cómo lo viste?

—Sinceramente, lo encontré bastante obsesionado con… todo esto. Está convencido de que el atentado de la carretera está relacionado con la muerte de Lobsang Singay.

Me retorcí de dolor por la tensión que me produjo de nuevo pensar otra vez en Asha y sentirme cada vez más responsable de lo ocurrido. Un remolino de bilis subió desde el estómago hasta la boca mientras me estallaban las sienes.

—Ya lo hablarás con él.

Traté de cambiar de postura. Ahora al menos conseguí inclinarme hacia un lado.

—¿Cuánto tiempo estuvo Martha pensando que yo…?

El lama negó con la cabeza, volvió a darse la vuelta para salir de la sala y ya no se lo impedí.

Fuera de aquel monasterio todos pensaron que era mi cuerpo y no el del desgraciado autoestopista pelirrojo sin nombre el que se había carbonizado en el interior del vehículo. Supuse que Malcolm se habría ocupado de averiguar su identidad para comunicarlo al consulado de su país y a sus familiares una vez que el cadáver hubiera llegado a Delhi. Quizá sería bueno, me decía, que aquellos que hicieron estallar la bomba siguiesen pensando que era yo quien había perecido con los otros. Entonces se abalanzaban sobre mí de nuevo los rostros de Asha y del extranjero. Las lágrimas estallaban y me faltaba el aire. Y de nuevo necesitaba levantarme de aquella manta y hacer algo. Estaba claro que habían tratado de eliminarme antes de que metiese más aún la cabeza en aquella trama.

El monje había dejado junto a mi lecho unos cuantos periódicos. Calificaban el atentado como una nueva acción aleatoria de los terroristas que, desde Pakistán, azotaban la región vecina de Cachemira. Quizá no había complots que destapar, como dijo Luc Renoir en la fiesta del hotel Imperial. Quizá el asesinato de Singay también respondía a un hecho trágicamente aleatorio. «El hierro de las armas en el área en disputa está de nuevo candente», rezaba un diario, y me hizo estremecer. No podía imaginarme siendo abono de titulares para vender prensa. Y mucho menos Asha. Asha… «Ningún grupo terrorista había penetrado antes hasta el enclave budista de Dharamsala, y en esta primera vez la mala fortuna sorprendió a un consultor de proyectos humanitarios de visita en la región y a una de las asistentes del embajador de Inglaterra en Delhi», decía otro diario.

Capítulo 10

Un rato después de que el lama se marchase noté cómo alguien abría la puerta. Esperaba ver aparecer a Malcolm, pero no fue él quien se adentró en la sala. Entorné los ojos para no cegarme con la luz naranja que entraba y volví a mirar, pero ni siquiera entonces me convencí de que fuera cierto.

Era Martha, a quien creía tan lejos, hasta sentirme agónicamente solo en aquel cuarto de cera y basta seda bordada.

No podía hablar. No le pedí que se acercase, ni me permití llorar aunque se me rompían los ojos, para que no desapareciera. Cerré los puños apresando el borde de la manta. Quería prolongar aquel instante. Ella permanecía de pie. Ni siquiera la emoción que sentía alteraba sus movimientos suaves. Trataba de hacer algún gesto rutinario y llevaba la mano hacia el pelo rubio para recoger los bucles que se escapaban de la coleta. La tenía allí, envuelta en un aura vaporosa; la luz del exterior realzaba su contorno. Apenas acerté a pronunciar las primeras palabras.

—No puedo creer que estés aquí. No sabía…

—Pensé que nunca más te vería, que no volvería a hablar contigo.

—Ven —le pedí.

Martha corrió y se dejó caer sobre la manta, abrazándome con fuerza.

—Morí contigo.

Hacía tiempo que no sentía sus lágrimas derramándose por mi cara, su sabor salado. No la había visto llorar así desde que Louise tuvo su primer ataque de asma.

—¿Qué tal está la niña?

—Lleva unos días un poco enferma, pero el doctor está seguro de que esta vez no es grave. La he dejado con él. Su mujer y su hija Paulita estaban encantadas.

—¿No estará gestando otro brote? No querría estar lejos de ella si…

—No te preocupes.

—Necesito tocarla.

—Has estado mucho tiempo inconsciente. Pensé que tendría que regresar sin que hubieras despertado, y no lo soportaba.

Me separé unos centímetros de ella, lo justo para poder mirarla a los ojos.

—No puedo marcharme ahora. Han pasado tantas cosas.

—Lo sé.

—¿Qué tal está tu padre? Ha sido horrible.

Martha apenas pudo contestar. Se secó las lágrimas con la manga de la blusa, dejando dos círculos transparentes en la seda.

—Quizá he escogido una meta demasiado ambiciosa —dije.

—Yo creo que es la meta la que te ha escogido.

—Me refiero a Louise y a ti.

—Yo también.

Nos fundimos en un nuevo abrazo.

—¿Qué tal marcha la escuela?

—Ya sabes, paz por los cuatro costados.

—Es un lugar soñado, pero quizá lo sea para alguien que tenga forjados unos recuerdos que revivir.

Después de nuestras últimas discusiones veladas junto al fuego de Puerto Maldonado, de conversaciones inacabadas para evitar hacernos daño, sabía que Martha entendía lo que quería decirle.

—Haz lo que tengas que hacer y ya regresarás cuando sea el momento.

—Me alegro tanto de que estés aquí… —Mi cabeza se desplomaba por un cansancio repentino.

—Duerme tranquilo. Esta noche me quedaré a tu lado. La habitación olía a enfermedad, pero también a ropa limpia y al agua de azahar que mi hermana Cristina le enviaba a Martha desde España. Cerré los ojos sintiendo su calor cuando me apretaba la mano, y cuando la soltó pensando que ya estaba dormido. Me venció su cariño y soñé con ella en un mundo paralelo de perfección que algún día nos había pertenecido.

Pensé que había sido real, y aún hoy lo sigo pensando a veces. Aunque Martha, cuando hablamos por teléfono, me asegurase que nunca había estado en Dharamsala. Yo me llevaba las manos a la cara y aún podía sentir la caricia de las suyas secándome el sudor de la fiebre; recordaba cada detalle de cuanto ocurrió entre los muros del monasterio, cada palabra, el olor a azahar en mi estancia. Ella, desde Perú, repetía una y otra vez si me encontraba bien. «Sí, cariño —le contestaba yo—, ahora es cuando empiezo a estar verdaderamente bien.»

Capítulo 11

La mañana siguiente despertó encapotada, el cielo blanco. El monasterio estaba inundado de un resplandor fantasmagórico. Dos monjes se adentraron en la sala.

—Los ritos curativos han culminado con éxito —afirmó uno de ellos—. Ya puedes levantarte y abandonar esta sala en la que nuestro canto te ha devuelto a la vida.

—Te hemos preparado la habitación de un novicio ausente —me informó el otro—, para que puedas descansar con tranquilidad durante el tiempo que estimes oportuno antes de regresar a casa. Baja a ver al monje de puertas y él te acompañará.

Me incorporé con dificultad. Crujieron algunos huesos y chasquearon mis aletargadas articulaciones, pero conseguí ponerme en pie. Cuando me aseguré de que las piernas eran capaces de sostener mi peso, caminé descalzo por la estancia hasta el portón. Me volví hacia ellos. Los monjes sonrieron complacidos y se dedicaron a enrollar las mantas y a recoger los frascos de ungüento. Tiré de la argolla y salí a un corredor que daba al patio. Según pude ver, me encontraba a la altura de lo que parecía ser el segundo piso del edifico central de la lamasería. Miré a ambos lados. No había nadie.

Me apoyé en la barandilla para asomarme al patio. Estabas mareado, confuso. Al fondo, el empedrado brillaba como si fuera mármol recién pulido. Apenas podía abrir los ojos tras haber permanecido en la oscuridad de forma casi permanente. Había agua de la noche anterior sobre la piedra. Entonces escuché un sonido que provenía de la planta inferior. Me incliné y vi la sala de rezos. Los novicios leían sus tablillas de mantras. Cerré los ojos. Desde arriba se escuchaba la cadencia. Los pequeños monjes repetían una y otra vez las oraciones con las que abrían su interior a las enseñanzas. Estaban creando el ambiente preciso; a ninguno de sus preceptores les preocupaba el contenido de las lecturas, sólo la cadencia, el zumbido monótono que suscitaba su predisposición al estado óptimo. No les incomodaba que todos leyesen de forma simultánea y en voz alta distintos textos, unos en tibetano, otros en lengua hindi. Sólo importaba la cadencia, aquella que provocaba el balanceo de sus cabezas, de sus cuerpos sentados en hileras, aquella que incluso hoy logra sumirme, cuando me dejo llevar por el recuerdo de aquel instante, en el extraño letargo que se siente entre la vigilia y el sueño.

Bajé por una estrecha escalera y caminé por la galería. El monasterio era pequeño. No se parecía a las grandes lamaserías del Tíbet, muchas de los cuales llegaban a ser verdaderas ciudades.

De repente creí ver, en un lateral del patio, una figura encogida apoyada en el muro. Me asomé entre dos columnas y me sobrecogió descubrir quién era la persona que se ocultaba detrás del flequillo que apuntaba al suelo. Tenía la camisa completamente arrugada y los bajos del pantalón llenos de barro. ¿Es posible que aquél fuera Malcolm, el mismo que había idealizado durante años? Sabía que su rostro descompuesto tardaría tiempo en mostrarse como aquellos días en Delhi, cuando transmitía tanta pasión aunque no te mirase directamente. Quizá había volcado demasiada en los grandes ojos negros de Asha, ahora convertidos en ceniza.

Me asomé un poco más. Parecía un mendigo que aprovechaba la sombra.

Malcolm también me vio e hizo gestos para que me acercase. Me quedé de pie frente a él. Se acarició el mentón. La angustia dejaba un silencio tan profundo que podía sentirse e crepitar de la barba sin afeitar en la palma de su mano temblorosa.

—Malcolm…

—No puedo ni levantarme para darte un abrazo…

Comenzó a llorar con amargura. Me arrodillé junto a él nos fundimos en un profundo abrazo durante un rato.

—Te han curado… —dijo por fin, secándose las lágrimas.

—No sé cómo ha sido, pero estoy aquí.

—Menos mal —dijo, dejando caer la cabeza—. Por un momento creí que tú también…

Le apreté la mano con la mía.

—¿Cómo estás tú?

Levantó la vista de repente. Ahora sus ojos parecían los un loco.

—¡Los asesinos no podían saber que pasaríais por allí aquella mañana! —exclamó como si estuviera enajenado—. Lo pienso una y otra vez y me parece imposible. ¿Viste algo? ¿Oíste algo? ¿Con quién hablasteis?

—Sólo puedo decirte que paramos en una gasolinera justo antes de llegar y aceptamos llevar un paquete a la oficina de correos de la ciudad. Lo siento tanto, Malcolm… —Le apreté la mano aún con más fuerza.

—Al conductor debió de parecer algo normal. Fue él quien salió de la caseta con la otra persona.

—Me parece imposible. Imposible… —repitió.

Quería consolarle, pedirle perdón, pero no acertaba a encontrar las palabras adecuadas.

—¿Crees que fuimos un blanco casual? —pregunté sin ninguna convicción.

—Me gustaría pensarlo, pero no puedo. Todo tiene que estar relacionado. Quien mató a Singay ha matado a Asha. ¡A Asha! —gritó—. ¡Ella estaba tan bien sin mí!

—¡No digas eso! —Negué con la cabeza una y otra vez—. ¡Es sólo culpa mía! ¡Luc tenía razón al pensar que era un asunto demasiado grande para mí! ¡Tienes que perdonarme, Malcolm!

—Calla —me pidió más calmado—. No tienes nada de lo que arrepentirte. Es que… —La emoción le impedía hablar—. No puedo más, Jacobo. ¿Por qué no supe ver que ya no tenía derecho a amar, que ya lo había amado todo?

De nuevo se sumió en un llanto desconsolado. Entre sollozos me dijo que sentía cómo Louise se acercaba al cristal del otro mundo para consolarle y sólo conseguía acrecentar el vacío de tantos años sin ella. Y lloraba aún más, sabiendo que el abismo por el que se precipitaba era tan profundo que nunca llegaría a estrellarse contra el fondo.

—Volvamos hoy mismo a Delhi —terminó diciendo.

—¿Estás en condiciones de viajar?

Medité unos segundos lo que iba a decir.

—Malcolm, no puedo…

—No estarás pensando en quedarte…

Se apartó ligeramente de mí.

—No podemos abandonar ahora. La autopsia se practicará mañana, y al parecer ya está todo preparado para el encuentro con la Fe Roja…

—Olvida eso ahora y regresa conmigo a Delhi —insistió con gravedad.

—¿Cómo voy a olvidarlo después de lo que ha pasado?

Se levantó con una energía inusitada.

—¡No quiero ni imaginar lo que sería si te perdiese a ti también! ¡Vayámonos ahora, no esperemos más!

Entonces recordé a Martha en la sala donde me habían curado, su presencia contorneada por los rayos anaranjados. No importaba que fuera sueño o realidad. Pensé en sus palabras mientras estaba junto a mí, echada en la manta. Yo la sentí allí conmigo, sé que estaba allí, animándome a seguir adelante.

—¿Quién se va a ocupar de esto, si no lo hacemos nosotros?

Permaneció callado unos segundos.

—De acuerdo.

Me sorprendió que claudicase tan fácilmente.

—Gracias por confiar otra vez en mí —acerté a decir.

—Pero me quedaré contigo.

Me cogió por sorpresa.

—No creo que sea buena idea.

—No me digas lo que tengo que hacer.

—No lo pretendo. Sólo creo que no estás en condiciones y que, además, deberías regresar a Delhi para… —Me detuve.

—¡Acaba la frase, maldita sea! ¡Tú puedes decirme cualquier cosa!

—Para acompañar a la familia de Asha.

Se llevó las manos a la cara.

—Ashrom, su padre. ¿Qué voy a decirle…?

—En eso no puedo ayudarte.

Por un momento parecía estar perdiendo el juicio, derramando la mirada por el muro.

—El tercer día que fui a esperar a Asha a la salida del trabajo aparqué el coche frente a la puerta de la delegación y aguardé en el interior. Ella cruzó la calle y se acercó a la ventanilla. Permaneció unos segundos mirándome, abrió la puerta y se sentó en el asiento delantero. De nuevo me contempló en silencio. Supongo que sabía que ansiaba cada uno de sus movimientos, y me hacía esperar.

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