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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El guardián de la flor de loto (22 page)

BOOK: El guardián de la flor de loto
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Cuando me disponía a alzar el mostrador para salir de allí, llegaron dos monjes y se apoyaron en él. Agitaron sus rosarios y me dedicaron una sonrisa inquietante, un tanto rígida. Uno de ellos rebuscó en su bolsa y extendió sobre el cristal unas cuantas fotografías del Dalai Lama. No entendía aquella forma tan descarada de actuar, sabiendo que la mera exhibición de esas fotografías estaba penada con la cárcel. El otro sacó de entre su túnica unos cuantos billetes de escaso valor y me los enseñó. Creí adivinar que buscaban un donativo a cambio de las fotografías. Quizá ellos podían guiarme hasta la puerta del monasterio. Me dispuse a sacar algo de dinero cuando me di cuenta de que los tenderos habían bajado la cabeza. Ya no me miraban a la cara. En aquel momento vi al muchacho de la casa caminando deprisa por detrás de los monjes. Sin duda había salido a buscarme. Ni siquiera sabía cuál era su nombre. Di un grito para llamar su atención y los monjes se apartaron de súbito. Yo aproveché para salir del puesto.

—¡No son monjes de verdad! ¡Son señuelos del régimen buscando fieles a Rundún! —creí entender al chico mientras nos alejábamos corriendo a través de callejuelas aisladas.

Rundún, la presencia. Así llamaban cariñosamente los tibetanos al proscrito Dalai Lama, cuyas fotos utilizaban los reeducadores para cazar rebeldes.

Todo en Lhasa estaba viciado. Como había dicho nuestro contacto, no debía dar un paso sin asegurarme antes.

—Sigue por aquella calle y no pares hasta llegar a una plaza con un monolito en el centro —dijo por fin el muchacho—. Allí encontrarás un letrero que te indicará el camino a seguir.

Antes de girar la esquina me volví por última vez hacia él pero para entonces ya no era sino una sombra entre los reflejos de los neones.

Capítulo 23

Enseguida supe que me estaba acercando al Jokhang. Varias casas originales de la antigua Lhasa seguían en pie alrededor del monasterio, y sus aledaños estaban abarrotados de peregrinos a pesar de que era noche cerrada desde hacía horas.

Hubiera querido hacerme con una capa y echármela por encima para confundirme entre el gentío. Había hombres y mujeres de diferentes edades, todos con sus coletas trenzadas y mechones de pelo áspero que les caían sobre la cara. Avanzaban despacio, con el molinillo de rezos en una mano y el rosario en la otra, postrándose cada dos pasos haciendo genuflexiones.

Al doblar la esquina del monasterio y encontrarme frente a sus portones pude contemplar la devoción pura.

No sabía qué hacer. Miraba a un lado y a otro para ver si distinguía a Gyentse entre la muchedumbre que seguía aproximándose como un río de lava. Llegaban hasta la puerta y buscaban un hueco para tenderse de bruces sobre la piedra. Las columnas rojas mostraban los sellos de la orden. Unas telas enormes caían desde el primer piso. Eran de color negro, como el fondo del templo más allá de las puertas. Estiré el cuello para asomarme pero no distinguí nada salvo el tintineo de infinidad de velas.

Aún tenía los ojos entornados tratando de enfocar a través de la oscuridad del patio cuando se interpuso en mi campo de visión la figura de un monje. Se acercaba rápidamente hacia mí. El corazón me dio un vuelco. Quizá se tratase de un nuevo reeducador.

Me di la vuelta y me dirigí hacia otra de las puertas. Conseguí introducirme entre los fieles que se apiñaban allí y, una vez dentro, busqué el modo de llegar a alguna terraza desde la que pudiera divisar la plaza delantera. Necesitaba un lugar en el cual esperar a que apareciese Gyentse sin que me vieran.

Crucé el patio y caminé junto a la hilera de grandes rodillos de rezos clavados al suelo que los peregrinos hacían girar sin detener el paso. Atravesé el corredor donde las velas se consumían poco a poco, cada una en su diminuto cáliz colocado en las repisas de chapa. Al fondo encontré una escalera de caracol que subía a la terraza superior. Avancé despacio hasta el murete y me asomé entre dos banderolas. Desde allí se contemplaba toda la plaza, pero al mismo tiempo resultaba casi imposible distinguir a nadie entre tanta gente y con tan poca luz. Noté un nuevo pinchazo en la sien. Ahí estaban otra vez los envites del mareo y la presión en el cerebro.

Sentí ganas de echarme a llorar, pero al momento pensé que no podía hundirme, no tan rápido. Todo es fruto del cansancio y del mal de altura, me dije. Es sólo este maldito dolor de cabeza… Pronto aparecerá Gyentse sano y salvo. Todo está en conexión, todo pasa y condiciona el futuro, hasta esta situación demencial.

Pensé en Martha. ¡Quién iba a decirme que me asomaría a esta terraza antes que ella! Cerré los ojos y traté de relajarme recordando la primera vez que me habló sobre el monasterio del Jokhang y algún otro que sobrevivió en las afueras de Lhasa. El que verdaderamente le emocionaba era el de Sera. Le apasionaba la historia de aquella lamasería que se convirtió en el adalid de la cultura tibetana que tanto amaba. Recordé cómo me la contaba y se dejaba llevar, danzando sobre aquella difusa línea trazada entre la realidad y la leyenda.

Poco a poco recuperé la calma.

De repente noté una presencia a mi espalda.

—Es muy tarde —dijo alguien.

Me volví sobresaltado. Era un monje joven. Se acercó y se apoyó en el murete junto a mí. Confié en que no se percatase de mi nerviosismo.

—Lo sé.

No pude evitar volverme a ambos lados temiendo captar la presencia de algún soldado oculto entre las sombras.

—¿No tienes sitio para dormir?

—Pensaba que aquí podría descansar un rato —contesté.

—No, no, está bien. El Jokhang es de todos.

Dirigí la vista a la masa de peregrinos.

—¿Buscas a alguien?

Dudé antes de contestar.

—La verdad es que sí. Estoy esperando a un amigo.

—¿Occidental?

—No. Es de… Es tibetano.

—Vaya, un amigo tibetano —repuso.

—Quiero ver el monasterio de Sera —dije de repente de forma casi inconsciente.

El monje me miró con extrañeza. Yo tampoco sabía por qué había dicho eso.

—Estamos en el centro de Lhasa y hay un buen trecho hasta Sera. Apenas se ve, y menos aún de noche.

—Da igual.

El monje habló sin dejar de mirar al fondo.

—A mí también me gusta Sera. Tsongkapa, el maestro que lo fundó hace seis siglos, fue quien potenció nuestro sistema actual de estudio en grandes lamaserías —me explicó—. Ya desde que vino al mundo dejó clara su naturaleza mística. Dicen que allí donde cayeron las gotas de sangre que derramó su cordón umbilical creció un árbol de sándalo, con símbolos budistas impresos en todas sus hojas.

Apenas había terminado la frase, la plaza se llenó de chillidos y desconcierto.

Los fieles comenzaron a levantarse y a correr hacia los extremos dejando un gran espacio libre frente a las puertas del monasterio. Dos camiones del ejército chino se acercaban a toda prisa sin temer aplastar a su paso a quien no pudiera apartarse a tiempo. Pasaron por encima de algunas capas rojas tendidas en el suelo. Era como si, de repente, la plaza se hubiese llenado de charcos de sangre.

Me agaché instintivamente, al igual que hizo el monje. Ambos nos miramos. Sin duda estábamos del mismo lado.

Del primer camión saltaron algunos soldados que de inmediato se dirigieron al remolque del otro. Desplegaron el toldo que lo cubría e hicieron bajar a un grupo de monjes que se hacinaban allí con las manos atadas a la espalda. La gente no dejaba de gritar. El oficial vació un cargador al aire y todos callaron. Comenzó a soltar una perorata mientras los soldados obligaban a los monjes a arrodillarse junto a las puertas del templo.

—¡No puede ser! ¡Los han traído aquí!

—¿Quiénes son?

—¡Son algunos de los monjes que detuvieron ayer en el monasterio de Yung-Sapa! ¡Son capaces de torturarles aquí mismo!

—Pero no puede ser, delante de tanta gente…

—¡Eso buscan, ejemplarizar! ¡Que todos veamos lo que les ocurre a los rebeldes!

Los soldados les arrancaron las túnicas dejándolos desnudos. Los monjes se acurrucaban por el pánico y el frío polar que se había echado sobre la ciudad a esas horas de la noche. El oficial seguía con su discurso. Uno de los monjes se revolvió y le gritó algo. Al momento recibió un culatazo en el pecho.

El monje que estaba conmigo apartó la mirada con expresión desencajada.

—A saber lo que habrán hecho con los demás más allá de los muros de la prisión. Malditos reeducadores… —dijo para sí.

Los reeducadores eran militares chinos vestidos de paisano, o en ocasiones monjes que se habían pasado al otro bando, que recorrían todos los monasterios de cada región exigiendo pruebas de fidelidad a los lamas. Les obligaban a firmar unos manifiestos por los que renegaban de la independencia del Tíbet y expresaban su rechazo al Dalai Lama como jefe espiritual. Ello les suponía un dolor extremo y les sumía en una profunda tristeza, por lo que algunos, como los que habían detenido el día anterior, decidían rebelarse al precio que fuera.

Desde la terraza vimos cómo uno de los soldados levantaba la tapa del motor del camión.

—¿Qué va a hacer…?

El monje no me contestaba.

El soldado sacó unos cables de la cabina y los ajustó a los dos polos de la batería del camión. Después se volvió hacia los demás y todos rieron entusiasmados mientras su compañero juntaba ambas puntas arrancando grandes chispazos.

El oficial calló y le dejó hacer. El soldado desenrolló los cables y fue hacia uno de los monjes que se acurrucaba desnudo sobre las losas de piedra. Otros soldados le sujetaron y le separaron las piernas para dejar al descubierto sus genitales. El oficial reanudó su arenga, señalando al rebelde con el cañón de la pistola.

—¡No va a ser capaz! ¡La plaza está llena! —grité horrorizado.

—No sería la primera vez —se lamentó el monje con voz grave, dejándose caer al suelo con expresión de derrota—. Me han dicho que, a otros como ellos, les han llegado a obligar a mantener relaciones sexuales en público. Y también dicen que en los cuarteles les mantienen suspendidos boca abajo con una cadena y, con quemaduras de cigarro, escriben en su piel el nombre del oficial de turno.

El soldado jugueteaba con los cables a escasos centímetros de los genitales del monje, que gritaba aterrorizado. Las chispas se veían y escuchaban desde toda la plaza. Los peregrinos se habían quedado mudos.

—¡Esto es demasiado! —gritó finalmente el monje, apoyándose en mí para levantarse del suelo.

Se subió al murete y arrancó de la base una de las banderolas. Cogió impulso y la arrojó hacia el camión de los soldados como si fuese una lanza.

—¡Viva su Santidad el Dalai Lama! —comenzó a gritar—. ¡Viva su Santidad el Dalai Lama!

La muchedumbre y los soldados miraron hacia donde estábamos. Me agaché aún más para esconderme detrás del murete pero ya era tarde. Todos nos habían visto. El monje continuó gritando aquella y otras proclamas independentistas. Varios peregrinos se unieron a sus gritos aprovechando el desconcierto de los soldados. El oficial no lo dudó y disparó. Las balas impactaron contra el murete. Los peregrinos echaron a correr hacia todos los lados. Los monjes desnudos trataron de escapar. Los soldados se lanzaron a sujetarles mientras el oficial, enfurecido, daba la orden de que alguno de ellos subiera a buscarnos.

—¡Huye!

—¿Dónde voy a ir? —grité desesperado—. ¡He quedado aquí con mi amigo!

—¿Cómo se llama él?

Ya no había nada que perder. La plaza y el monasterio eran un caos de gritos y de disparos.

—¡Gyentse! ¡Es un lama de Dharamsala! ¡Treinta años, gafas redondas metálicas, vestido de occidental con vaqueros y un polar azul! ¡Supongo que todavía llevará consigo su petate!

—No te preocupes, yo le diré que te encuentre en… ¿Hacia dónde os dirigís?

—¡Al oeste! ¡Hacia un monasterio situado más allá del monte Kailas!

El monje se asomó por el muro trasero para comprobar si ya estaban subiendo los soldados.

—¡Salta a aquel tejado y déjate caer por detrás sin miedo! ¡Es una rampa, yo bajé por ahí mil veces de niño!

Se acercó a mí, me sujetó los brazos y me habló al oído, para que no perdiese ni una palabra.

—Cuando llegues a la calle sigue hasta el fondo. Tuerce dos veces a la izquierda y una a la derecha y te encontrarás frente a una explanada llena de furgonetas aparcadas. Son las que esperan a los peregrinos para devolverlos a sus hogares. ¿Llevas un visado en regla?

—No.

—Entonces móntate en una que vaya al norte…

—Pero… —le interrumpí.

—Al norte. La carretera del oeste que va hacia Shigatse está plagada de controles con ocasión de las celebraciones. Cuando pases por la aldea de Nakchu bájate y espera allí a tu amigo. Yo me encargaré de darle el recado.

—Pero ¿cómo vas a…!

—¡Confía en mí! ¡Y no te detengas! —siguió gritando mientras se introducía por una portezuela—. ¡No lo olvides, en la aldea de Nakchu!

La puerta se cerró aprisionando su voz.

Sin pensarlo dos veces crucé al otro extremo de la terraza y salté al tejado. Avancé como pude hasta el final y me dejé caer según me había indicado el monje. Resbalé demasiado rápido, no pude frenar al final y me golpeé la cadera con la barra que sujetaba los tapices que cubrían la pared; me precipité a la calle. Justo a tiempo alargué un brazo y me sujeté a la tela. Me volteé y me golpeé contra el muro, pero al menos conseguí reducir el impacto contra el suelo. Al instante me levanté y corrí en busca de las furgonetas.

Antes de adentrarme en la explanada me aseguré de que no estaba flanqueada por soldados. Sin duda todos se habían dirigido a la plaza del Jokhang para tratar de controlar el tumulto. Al fondo, un tibetano que debía de ser el encargado revisaba unos cuadernos de espiral. Cuatro chicos, que le ayudaban a colocar los sacos que los peregrinos compraban en el mercado para aprovechar el viaje, miraban con curiosidad desde atrás las notas que tomaba. Fui hacia ellos.

Traté de hacerme entender sin éxito. Cuanto más lo intentaba, más gente se acercaba. Todos negaban con la cabeza y me hablaban como si yo les comprendiera. Pronuncié el nombre de la aldea una y otra vez. Finalmente uno de los chicos lo repitió en voz alta —con un ligero cambio de entonación— y todos exclamaron al unísono. Me agarró del brazo y me arrastró hasta una furgoneta. Abrió la puerta lateral e hizo gestos para que entrase. En la furgoneta no había ningún cartel ni indicación. Ni conductor ni pasajeros. Pero él seguía insistiendo una y otra vez. Le hice caso y ocupé uno de los asientos traseros. Al menos allí estaría oculto y podría pensar.

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