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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

El guardián de los arcanos (58 page)

BOOK: El guardián de los arcanos
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En mayo de 1961, en el punto indicado por este túmulo, unos excursionistas de paso descubrieron seis esqueletos, después de que, por la noche, cayera una tormenta de una violencia inusitada y barriera el mantillo de la tumba poco profunda en que estaban enterrados. Todos eran varones, todos presentaban heridas de bala. Los restos de tela inducen a pensar que eran víctimas de un campo de concentración, aunque no ha podido establecerse su identidad ni el motivo de su presencia en las estribaciones del Hoher Goll. Ahora están enterrados en el cementerio de Berchtesgaden. Quienes pasan suelen añadir una piedra a la pila en señal de respeto.

Guardaron silencio mientras asimilaban la información, y después los dos dijeron a la vez:

—Los prisioneros de Dachau.

Su tono era nervioso, emocionado. Laila entregó el libro a Ben Roi y empezó a buscar en su bolso, sacó la libreta y pasó las páginas. El papel emitió un sonido áspero bajo sus dedos.

—Jean-Michel Dupont —murmuró—. Dijo algo acerca de los nazis, la forma en que...

Encontró la página que buscaba, la recorrió con un dedo y empezó a leer.

—«Al final de la guerra, los nazis enviaron al extranjero tesoros saqueados, o bien los ocultaron en lugares secretos de Alemania, por lo general en minas abandonadas.»

Alzó la vista para mirar a Ben Roi y luego ambos se pusieron en acción. Laila cogió el libro y empezó a anotar detalles de la mina y su emplazamiento, con una caligrafía tan nerviosa que, tras escribir unas cuantas palabras, tuvo que arrancar la página y empezar de nuevo. Ben Roi se puso en pie y habló con rapidez en su móvil, paseando de un lado a otro, acuchillando el aire con la mano como si intentara acelerar las cosas.

Cinco minutos después, todo estaba arreglado: dos plazas en el vuelo de las once y cuarto de Ben Gurion a Viena, después enlace con Salzburgo, el aeropuerto más cercano a Berchtesgaden, donde los esperaría un coche de alquiler. Dejando aparte posibles retrasos inesperados, estarían en Alemania a última hora de la tarde.

—Démonos prisa —dijo Ben Roi, mientras empezaba a bajar por la ladera de la loma—. Si perdemos ese vuelo, no hay otro hasta mañana.

—¿YJalifa?

—Que le den por saco. Ahora sabemos dónde está lo que nos interesa. Ese tipo no pinta nada.

Desapareció bajo la cresta de la loma. Laila se volvió hacia Schlegel, que durante todo el rato había permanecido silencioso e inmóvil, mirando hacia las colinas arboladas. Tomó sus manos y depositó el libro en ellas.

—Gracias, Isaac —susurró—. No decepcionaremos a Hannah. Te lo prometo.

Vaciló un instante antes de inclinarse hacia él para besarle en la mejilla. El anciano movió levemente la cabeza y pareció murmurar algo, aunque en voz demasiado baja para que Laila captara lo que decía. «Mi hermana», tal vez, no estaba segura. Le apretó el brazo, se levantó y siguió a Ben Roi. Los dos llegaron corriendo a la parte inferior del recinto hospitalario y salieron a la calle. Laila aún tenía en la mano la bola de papel arrugado que antes había arrancado de la libreta y, cuando llegaron al coche, la arrojó a una papelera antes de subir y cerrar la portezuela.

Apostado al otro lado de calle, Avi Steiner los vio alejarse y desaparecer entre el tráfico. Después murmuró algo en su walkie-talkie, puso en marcha el motor de su Saab, se alejó despacio del garaje, dobló la esquina, se detuvo ante la papelera y bajó.

76

Jerusalén

Har-Zion estaba al lado del teléfono cuando empezó a sonar, mirando por la ventana de su apartamento mientras se aplicaba crema a los brazos y el torso desnudos. Al inclinarse para levantar el auricular hizo una mueca de dolor; incluso con la crema, daba la impresión de que su piel se volvía cada vez más tirante desde hacía unos meses. Contestó con un breve
«Ken»
y escuchó en silencio. Poco a poco, la expresión de dolor que había torcido su boca se transformó en una sonrisa.

—Prepara el Cessna —dijo al fin—. Habla con nuestra gente del aeropuerto. Tendremos que plantar un rastreador, sólo para estar seguros. Espérame abajo dentro de veinte minutos. Ah, sí, Avi, yo voy, claro que voy.

Colgó el teléfono, se puso más pomada en la palma de la mano y la aplicó lentamente sobre el estómago, mientras contemplaba la Ciudad Vieja, sus cúpulas, torres y, apenas visible, el largo mosaico rectangular del Muro Occidental. Por un momento, sólo por un breve momento, se permitió fantasear: un ejército, un gran ejército, todos los hijos de Israel unidos, desfilando ante el Muro con la Menorah a la cabeza, antes de subir al monte del Templo y destruir los lugares de culto árabes. Después enroscó el tapón del frasco, entró en el dormitorio y empezó a prepararse.

77

Luxor

—Bien, pues dígale que me llame, por favor. Jalifa. ¡Jalifa! Ja...li...fa... Sí, claro que lo sabe... ¿Qué? ¡Sí, es urgente! Muy urgente. ¿Cómo dice? ¡De acuerdo, de acuerdo, gracias, gracias!

Jalifa colgó el teléfono con un gesto brusco. Siguió sentado un momento, masajeándose las sienes, después se puso en pie, salió como una exhalación del despacho y recorrió el pasillo hasta entrar en otra habitación, donde cogió un atlas de una estantería de la pared. De nuevo en su escritorio, examinó a toda prisa el índice, abrió la página que le interesaba y empezó a seguir las líneas de latitud y longitud con los dedos hasta localizar el nombre del lugar que buscaba: «Salzburgo». Encendió un cigarrillo y miró el mapa.

Había transcurrido una hora desde que había hablado con Ben Roi. Tal como acordaron, había esperado a que el israelí le telefoneara; al no recibir noticias de él, e impaciente por saber si habían sonsacado algo al hermano de la señora Schlegel, llamó a su móvil. Ocupado. Le había concedido cinco minutos más y llamado de nuevo. Todavía ocupado. Diez minutos después, probó suerte por tercera vez, pero entonces el móvil estaba apagado. Sin ningún motivo concreto empezó a experimentar una sensación de inquietud en la boca del estómago, una vaga premonición de problemas, más intensa a medida que pasaban los minutos y el móvil seguía apagado, hasta que, convencido de que algo iba mal, se puso en contacto con la comisaría de David.

Al igual que en su primer encuentro con la burocracia de la policía israelí, había tropezado con un sinfín de obstáculos y problemas, hasta que al final le pasaron con una secretaria que, en un inglés vacilante, le explicó que el inspector detective Ben Roi y un colega estaban camino de Austria. De Salzburgo. No sabía por qué habían ido allí ni cuándo iban a volver, y tampoco gozaba de libertad para revelar dicha información en caso de que la poseyera. Jalifa habría querido insistir, solicitar que le pasaran con alguien de mayor rango, pero eso significaría explicar por qué estaba tan ansioso por ponerse en contacto con el detective y, como se suponía que todo este maldito asunto de la Menorah era secreto, no tuvo más remedio que ceder y pedir a la mujer que dijera a Ben Roi que le llamara si se ponía en contacto con la comisaría.

—¿Qué coño está haciendo? —masculló, con la vista clavada en el atlas abierto—. ¿Qué cojones...?

La puerta de la oficina se abrió y Mohammed Sariya asomó la cabeza.

—Ahora no, Mohammed.

—He de...

—¡He dicho que ahora no! ¡Estoy ocupado!

Su tono fue más desabrido de lo que había deseado, pero la noticia sobre Ben Roi le había trastornado y no estaba de humor para chistes. Sariya pareció algo sorprendido por su brusquedad, pero no dijo nada; se encogió de hombros, alzó las manos como para decir «Lo siento», y se marchó. Jalifa pensó en salir tras él (nunca era grosero con su ayudante, nunca), pero estaba demasiado cabreado, de modo que terminó el cigarrillo, tiró la colilla por la ventana y sepultó la cabeza entre las manos.

Habían descubierto algo, eso parecía claro. Algo importante. Algo cuya pista debía seguirse en Austria. Por un breve momento se preguntó si estaba sacando las cosas de quicio, si existía una explicación inocente para el silencio de Ben Roi, como que hubiera olvidado llamar debido al entusiasmo suscitado por la nueva pista, o que su móvil careciera de cobertura y, con las prisas por llegar al aeropuerto, no hubiera tenido tiempo de parar en una cabina.

Pero no. Cuanto más pensaba en ello, cuanto más repasaba lo ocurrido durante los últimos días, todo lo que había visto y oído sobre Ben Roi, más se convencía de que no se trataba de un simple descuido por parte del israelí, sino de una maniobra deliberada para apartarle del caso en un momento crucial. ¿Por qué? ¿Algo personal? ¿Porque no le caía bien a Ben Roi? ¿Quería arrogarse todo el mérito del descubrimiento de la Menorah? ¿O se trataba de algo más importante, de un juego más insidioso? No tenía ni idea. Sólo sabía que el israelí no era de fiar.

Encendió otro cigarrillo y tamborileó con los dedos sobre el escritorio. Entonces tomó una decisión. Descolgó el teléfono y marcó el número del móvil particular que Gulami le había dado la otra noche, por si ocurría algo grave. Cinco timbrazos, y después el buzón de voz. Colgó y marcó otra vez. El mismo resultado. Llamó a la oficina de Gulami. El ministro estaba reunido con el presidente Mubarak, no estaría libre hasta última hora del día, no quería que se le molestara en ninguna circunstancia. Maldición.

Se levantó, caminó hacia la ventana, dio unos golpecitos nerviosos con los nudillos sobre el cristal, volvió a su escritorio y llamó a uno de sus contactos en
al-Ahram
, para preguntar cómo podía comunicarse con Saeb Marsudi. El contacto le dio un contacto en Ramallah, el cual a su vez le dio un contacto en Jerusalén, el cual le dio otro contacto en Ramallah, que le facilitó el número de una oficina de Gaza, donde le dijeron que no tenían ni idea del paradero de Marsudi. ¡Maldición!

Hizo varias llamadas más, sin obtener ningún resultado, y salió de su oficina para lavarse la cara e intentar despejarse. Cuando pasó ante el último despacho antes de llegar al lavabo, vio a Mohammed Sariya sentado solo ante un escritorio, comiendo. Arrepentido por su comportamiento anterior, asomó la cabeza por la puerta.

—¿Mohammed?

Sariya levantó la cabeza.

—Lo siento. No quería hablarte así. He sido un poco...

Su ayudante agitó una cebolleta en su dirección para indicar que las disculpas no eran necesarias.

—Olvidado.

—No era nada importante, ¿verdad?

Sariya mordió la cebolleta.

—Era sobre esa puerta.

Jalifa meneó la cabeza, sin comprender.

—La foto que me dio, aquella diapositiva. La que encontró en la villa de Jansen.

Con tantas cosas en la cabeza, Jalifa la había olvidado por completo.

—Escucha, ya hablaremos de eso en otro momento, Mohammed. Ahora las tumbas no se encuentran en el número uno de mis prioridades.

—Claro —repuso Sariya—. Pero me dio la impresión de que ésta le iba a interesar.

Jalifa volvió a menear la cabeza.

—¿Qué quieres decir?

—Bien, no era una tumba.

—No era una... Entonces, ¿qué era?

—Una mina —respondió Sariya—. De Alemania. Una mina de sal, para ser exacto.

Por un momento, Jalifa vaciló en el umbral; después, intrigado, entró en el despacho.

—Continúa.

Su ayudante se metió el resto de la cebolleta en la boca, se agachó para coger una carpeta de cartón grande de debajo del escritorio, extrajo primero una hoja con notas escritas, luego tres fotografías grandes y, por último, la diapositiva que Jalifa había encontrado en la villa de Jansen.

—Encargué la copia de seis por cuatro habitual —empezó señalando la diapositiva—. Pero no se apreciaba nada que no pudiera verse antes. Sólo cuando los chicos del laboratorio hicieron una ampliación descubrí algo interesante.

Alzó la primera de las ampliaciones. Era el mismo portal que Jalifa recordaba: oscuro, imponente, abierto en la base de una pared elevada de roca gris lisa. Ahora, sin embargo, justo sobre el dintel distinguió unas toscas letras grabadas en la piedra, tan desdibujadas que habían resultado invisibles en la diapositiva. Se inclinó para escudriñar las letras.

—Glück Auf
—leyó con pronunciación deficiente.

—Significa «buena suerte» —explicó Sariya—. En alemán. Hablé con su embajada.

—¿Consiguieron identificar la tumba a partir de eso?

—La mina —corrigió Sariya—. Y no, no lo consiguieron. Al parecer, es el saludo tradicional de los mineros. Utilizado en toda Alemania.

—Entonces, ¿cómo lo lograron?

—Bien, pedí a los chicos de fotografía que hicieran un zoom de la parte superior de la puerta y volvieran a ampliar la foto, pero en serio, y... —Alzó la siguiente foto—. ¿Ve algo?

Jalifa examinó la fotografía. Parecía igual que la anterior, salvo por lo que semejaba una gotita blanca en la esquina superior derecha de la puerta, justo debajo de la «f» de
GLÜCK AUF
.

—¿Qué es eso?

—¡Muy bien! —dijo Sariya con una sonrisa—. Todavía haremos de usted un detective.

Alzó la tercera y última fotografía, de grano muy grueso, un pequeño fragmento del dintel, con la palabra «Auf» y debajo, borrosa pero legible, pintada en la piedra en una zona no mayor del tamaño de una moneda, la leyenda
SW16
.

—Al principio pensé que era una pintada —explicó—. Aun así, lo envié a la embajada, por si les sonaba de algo. Ellos se pusieron en contacto con un experto en minas de Alemania. Esta mañana me han llamado y resulta que es...

—¿Parte de un sistema numérico?

—Exacto. Utilizado en una ciudad llamada... —Consultó la hoja llena de anotaciones—. Berchtesgaden. Para identificar las minas de sal. Esta mina en particular se llama... —Consultó de nuevo la hoja—. Berg-Ulmewerk. Abandonada desde finales del siglo XIX. Hasta me han enviado un fax e información sobre esta mina. Muy eficientes, los alemanes.

Buscó en el interior de la carpeta y extrajo un fajo de hojas de fax que entregó a Jalifa, el cual se sentó en el borde del escritorio.

Había un par de páginas escritas en alemán (de nada le servían, puesto que no sabía el idioma), un plano y la foto de una montaña. No estaba seguro pero, a juzgar por la cumbre lisa y escarpada, se parecía a la del óleo colgado en la sala de Hoth. Sintió una opresión en el pecho, una descarga de adrenalina.

—Esta ciudad, Berder lo que sea, ¿dónde está exactamente?

—Berchtesgaden —corrigió su ayudante—. En el sur de Alemania. Cerca de la frontera con Austria.

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