Año 70 de nuestra era. Tras días de asedio, las legiones romanas del general Tito irrumpían en el sagrado templo de Jerusalén, aniquilando a los últimos resistentes de una revuelta condenada al fracaso y saqueando todos sus tesoros. Sólo un hombre y un objeto escaparon al pillaje. Dos milenios después, el hallazgo del cadáver de un anciano europeo en una necrópolis egipcia y una carta anónima, con la fotocopia de un manuscrito medieval indescifrable, ponen a un inspector egipcio, una periodista palestina y un policía israelí sobre la pista de un misterio de tal fuerza simbólica que podría desatar una espiral de violencia en Oriente Próximo.
Paul Sussman
El guardián de los arcanos
ePUB v1.1
Enylu25.02.12
Título original:
The Last Secret of the Temple
Nº de páginas: 521 págs.
Lengua: CASTELLANO
Año edición: 2005
Traducción de Eduardo García Murillo
Para Alicki, cuya luz brilla
sobre todas las demás.
Templo de Jerusalén.
Agosto, año 70 de la Era Cristiana
Las cabezas volaron sobre la muralla del templo con un siseo, docenas de ellas, como una bandada de aves desmañadas, los ojos y la boca abiertos de par en par, con flecos de carne colgando del punto del cuello por donde se lo habían cercenado. Algunas cayeron en el Patio de las Mujeres; golpearon las losas ennegrecidas de hollín con un tamborileo rítmico, provocando que viejos y niños huyeran a la desbandada. Otras llegaron más lejos, pasaron sobre la puerta de Nicanor y aterrizaron en el Patio de Israel, donde diluviaron alrededor del gran Altar de los Holocaustos como gigantescas piedras de granizo. Unas pocas se estrellaron contra los muros y el techo del mismísimo Mishkan, el santuario situado en el corazón del complejo del templo, que dio la impresión de gemir y gruñir bajo el ataque, como víctima de un dolor físico.
—Miserables —gritó el niño con voz estrangulada, mientras lágrimas de desesperación se agolpaban en sus ojos azul zafiro—. ¡Malditos miserables romanos!
Desde el privilegiado lugar que ocupaba en lo alto de las murallas del templo, contempló la masa de legionarios que se movían como hormigas bajo él. Sus armas y sus corazas brillaban a la luz de los incendios. Sus gritos resonaban en la noche y se mezclaban con el silbido de las catapultas, el batir de los tambores, los chillidos de los agonizantes y, por encima de todo ello, el tronar sordo de los arietes, de modo que el niño tuvo la impresión de que el mundo se estaba partiendo en dos poco a poco.
—Ten piedad de mí, mi Señor —susurró, citando el salmo—, pues estoy angustiado. Mis ojos están devastados por el dolor, y también mi cuerpo y mi alma.
Durante seis meses, el cerco se había cerrado en torno a la ciudad hasta arrebatarle la vida. Desde sus posiciones iniciales en el monte de los Olivos y el monte Scopus, las cuatro legiones romanas, formadas por miles de soldados, habían avanzado de manera inexorable hacia el interior, derribando cada línea defensiva, repeliendo a los judíos, empujándolos hacia el centro. Habían muerto incontables defensores, aniquilados cuando intentaban contener los ataques, crucificados a lo largo de los muros de la ciudad y en todo el valle del Cedrón, donde se habían congregado tantos buitres que ocultaban el sol. El olor de la muerte lo dominaba todo: un hedor corrosivo y omnipresente que quemaba las ventanas de la nariz como una llama.
Nueve días antes había caído la fortaleza Antonia. Seis días después, los patios exteriores y las columnatas del recinto del templo. Ahora sólo permanecía en pie la parte interior fortificada, donde se apretujaban como peces en un barril los que quedaban de la en otro tiempo orgullosa población: sucios, famélicos, forzados a comer ratas y cuero, y a beber su propia orina, tan grande era su sed. Aun así seguían luchando frenéticamente, sin esperanza, arrojando piedras y vigas de madera ardiendo contra los atacantes; en ocasiones hacían una salida para expulsar a los romanos de los patios exteriores y eran rechazados con pérdidas terribles. Los dos hermanos mayores del muchacho habían muerto en la última intentona, despedazados cuando intentaban derribar una máquina de asedio romana. Sus cabezas mutiladas bien podían contarse entre las que eran catapultadas sobre las murallas.
—Vivat Titus! Vincet Roma! Vivat Titus!
Las voces de los romanos ascendieron como una ola sonora, aclamando a su general, Tito, hijo del emperador Vespasiano. A lo largo de los parapetos, los defensores intentaron contrarrestar los cánticos, proclamando a voz en grito los nombres de sus líderes, Juan de Gischala y Simón Bar-Giora. No obstante, sus voces apenas se oían, porque tenían la boca seca y los pulmones, débiles: en todo caso, les costaba vitorear con entusiasmo a unos hombres que, según se rumoreaba, ya habían cerrado un trato con los romanos para salvar la vida. Se mantuvieron firmes medio minuto, y después sus voces se fueron apagando poco a poco.
El muchacho extrajo una piedra del bolsillo de su túnica y empezó a chuparla para intentar olvidar la sed. Se llamaba David y era hijo de Judá el vinatero. Antes de la gran revuelta, su familia poseía unos viñedos en las colinas con bancales de las afueras de Belén. Sus uvas de color rubí producían el vino más ligero y dulce jamás saboreado, como la luz del sol en una mañana de primavera, como la brisa fresca que soplaba en los bosquecillos de tamarindos. Cuando llegaba el verano, el muchacho ayudaba en la cosecha y pisaba las uvas; reía al sentir la fruta aplastada bajo sus pies, el zumo que manchaba de rojo sangre sus piernas. Ahora que habían destrozado las prensas de uva, quemado las viñas y matado a su familia, estaba solo en el mundo. Con doce años, ya se sentía embargado por el dolor de un hombre que le quintuplicara la edad.
—¡Ya vuelven! ¡Preparados! ¡Preparados!
El grito recorrió las murallas cuando una nueva oleada de legionarios se precipitó hacia los muros del templo, con escaleras sobre sus cabezas, de manera que, a la luz infernal de los incendios, dio la impresión de que docenas de ciempiés gigantes correteaban por el suelo. Una lluvia desesperada de piedras cayó sobre ellos; la ofensiva vaciló un momento antes de seguir adelante, llegar a las murallas y alzar las escaleras, cada una sujeta por dos hombres en el suelo, mientras una docena más utilizaban pértigas para izarlas y apoyarlas contra las murallas. Enjambres de soldados empezaron a trepar por ellas, cubriendo los costados del templo como una marea de tinta negra.
El muchacho escupió el guijarro, agarró una piedra de una pila que descansaba a sus pies, la colocó en su honda de cuero y se inclinó hacia las murallas, indiferente a la lluvia de flechas que lanzaban los asaltantes. A su lado, una mujer, una de las muchas que contribuían a la defensa de las murallas, se tambaleó hacia atrás, con la garganta atravesada por un
pilum
con punta de arpón, mientras la sangre resbalaba entre sus manos. El muchacho no hizo caso y continuó examinando las hileras enemigas, hasta localizar a un legionario con la insignia de Apollinaris, la decimoquinta legión. Apretó los dientes y empezó a dar vueltas a la honda sobre su cabeza, con los ojos clavados en el objetivo. Un círculo, dos, tres.
Alguien le agarró del brazo por detrás. Giró en redondo, lanzó hacia delante el puño libre y pataleó.
—¡Soy yo, David! Eleazar. ¡Eleazar el orfebre!
Había un hombre grande y barbudo detrás de él, con un pesado martillo de hierro encajado dentro del cinturón y la cabeza envuelta en un vendaje ensangrentado. El niño dejó de agitar los puños.
—¡Eleazar! Creía que eras un...
—¿Romano? —El hombre rio sin alegría y soltó el brazo del muchacho—. No huelo tan mal, ¿verdad?
—Habría alcanzado al legionario —le reprendió el muchacho—. Era un tiro fácil. ¡Le habría destrozado la cabeza a ese canalla!
El hombre rio de nuevo, esta vez con más entusiasmo.
—Estoy seguro. Todo el mundo sabe que David Bar-Judá es el mejor hondero del país. Pero ahora hay cosas más importantes.
Miró a su alrededor y bajó la voz.
—Matías te quiere ver.
—¡Matías! —Los ojos del niño se abrieron de par en par—. El sumo...
El hombre le tapó la boca con la mano y volvió a pasear la vista en derredor.
—¡Silencio! —masculló—. Hay cosas secretas... A Simón y Juan no les haría ninguna gracia saber que esto se ha hecho sin su consentimiento.
Una mirada de desconcierto apareció en los ojos del niño, pues ignoraba de qué estaba hablando el hombre. El orfebre no hizo el menor esfuerzo por explicarse, sino que se limitó a mirarle para comprobar que sus palabras habían surtido efecto, le tomó del brazo y le condujo por una estrecha escalera hasta el Patio de las Mujeres. La cantería resonó bajo sus pies debido a que los arietes estaban atacando las puertas del templo con renovados bríos.
—Deprisa —le apremió—. Las murallas no resistirán mucho tiempo.
Cruzaron el patio a toda velocidad, esquivando las cabezas diseminadas sobre las losas, mientras las flechas caían a su alrededor. Al llegar al otro lado subieron los quince escalones que conducían a la puerta de Nicanor y entraron en un segundo espacio, donde multitudes de
kohenim
estaban celebrando frenéticos sacrificios en el gran Altar de los Holocaustos, con las túnicas sucias de hollín. Sus voces atronadoras casi lograban apagar el fragor de la batalla.
Oh, Dios, Tú que nos has rechazado, roto nuestras defensas;
Tú que estás enojado,
¡ten piedad de nosotros!
Tú que has hecho temblar la tierra, que la has desgarrado,
¡cierra sus grietas, pues se tambalea!
Cruzaron también este patio y subieron los doce escalones que daban acceso al soportal del Mishkan. Su enorme fachada se erguía ante ellos como un risco, cien codos de altura con una magnífica enredadera labrada en oro puro. Eleazar paró y se acuclilló ante el chico para que sus ojos estuvieran a la misma altura.
—No puedo pasar de aquí. Sólo los
kohenim
y el sumo sacerdote pueden entrar en el santuario.
—¿Y yo?
La voz del muchacho era vacilante.
—Tú tienes permiso. En este momento, ante esta calamidad. Así lo ha dicho Matías. El Señor lo comprenderá.
Posó las manos sobre los hombros del niño y le dio un apretón.
—No temas, David. Tu corazón es puro. No sufrirás mal alguno.
Escudriñó los ojos del niño y después le empujó hacia el gran portal, con sus columnas de plata gemelas y la cortina bordada de seda roja, azul y púrpura.
—Ve. Que Dios sea contigo.
El chico miró al orfebre, una enorme figura recortada contra el cielo flamígero, se volvió, apartó a un lado la cortina y entró en una sala larga adornada con columnas, con el suelo de mármol pulido y un techo tan alto que se perdía en las sombras. El lugar era fresco y silencioso, y una fragancia dulzona y embriagadora impregnaba el aire. La batalla dio la impresión de desvanecerse, como si ocurriera en otro mundo.
—Shema Yisrael, adonai elohenu, adonai ehud
—susurró—. Escucha, oh, Israel, el Señor es nuestro Dios, y sólo hay un Señor.
Hizo una pausa, sobrecogido. Después caminó despacio hacia el fondo de la sala. Sus pies no despertaron ningún sonido en el suelo de mármol. Ante él se alzaban los sagrados objetos del templo, la mesa del pan de proposición, el altar dorado del incienso, la gran Menorah de siete brazos, y detrás de todo ello un diáfano velo de seda, la entrada al
debir
, el sanctasanctórum, donde ningún hombre podía entrar salvo el sumo sacerdote, y tan sólo una vez al año, el Día de la Expiación.