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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

El guardián de los arcanos (9 page)

BOOK: El guardián de los arcanos
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Jalifa reflexionó sobre la secuencia de acontecimientos. Se sentía irritado por la facilidad con que Anwar parecía haber solucionado el caso. Y también aliviado, de todos modos. Si no había asesinato tampoco habría investigación criminal, y aunque había que investigar las antigüedades guardadas en el sótano de Jansen, ya no parecía necesario indagar demasiado en el pasado del hombre. Lo cual era una buena noticia, porque, si era sincero consigo mismo, a Jalifa le aterrorizaba lo que podría descubrir en ese pasado.

—Ah, bien —dijo, y exhaló un profundo suspiro—. Al menos eso aclara las cosas.

—Desde luego —afirmó Anwar, al tiempo que vaciaba el vaso y volvía a su mesa, de donde cogió el informe de la autopsia para darlo al detective—. Todo está aquí, junto con algunas observaciones más que podrían ser de interés.

Jalifa pasó las páginas.

—¿Qué tipo de observaciones?

—Oh, de carácter médico. Tenía un cáncer de próstata muy avanzado, para empezar. Sólo habría sobrevivido unos cuantos meses más. También había mucho tejido cicatricial antiguo alrededor de la rodilla izquierda, lo cual explica el uso del bastón. Además, mentía acerca de su edad. Al menos, lo hizo en su carnet de identidad.

Jalifa le miró con expresión interrogativa.

—No soy un experto en estas cosas —reconoció Anwar—, pero según el carnet nació en 1925, lo cual significa que tenía ochenta años. Sin embargo, a juzgar por el estado de sus dientes y encías, apostaría a que tenía diez años más como mínimo, quizá incluso quince. No cambia nada, pero creí que debía consignarlo.

Jalifa meditó un momento sobre esto. Luego asintió, guardó el informe en el bolsillo de la chaqueta y se encaminó hacia la puerta.

—Buen trabajo, Anwar —dijo sin volverse—. Lamento decirlo, pero estoy impresionado.

Estaba a punto de salir al pasillo cuando Anwar le llamó.

—Una cosa curiosa.

Jalifa se volvió.

—No me tomé la molestia de mencionarlo en las notas, no me pareció importante, pero nuestro hombre sufría sindactilia en los pies.

El detective retrocedió un paso, con cara de perplejidad.

—¿Qué significa eso?

—Básicamente, es la fusión congénita de las falanges de los dedos de los pies. Muy poco frecuente. En términos profanos, el hombre tenía los pies palmeados. Como...

—Una rana.

El color había desaparecido de la cara de Jalifa.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Anwar—. Parece que hayas visto un fantasma.

—Sí —susurró el detective—. Se llama Hannah Schlegel y he hecho algo terrible. Verdaderamente terrible.

9

Jerusalén

Mediaba la tarde cuando Laila consiguió regresar por fin a Jerusalén. Kamel la dejó al final de la calle Nablus y, con un gesto de despedida poco afectuoso, se alejó hasta desaparecer por la esquina de la calle Sultan Soliman. Había empezado a lloviznar, una fría llovizna que le mojó el pelo y la chaqueta, y que caía sin hacer ruido sobre los tejados y el pavimento. Retazos de cielo azul se veían sobre el monte Scopus, al este, pero el cielo que cubría la ciudad era gris y nuboso, y ejercía presión como la tapa de un cubo de basura gigantesco.

Se compró media docena de panes de pita recién salidos del horno en un puesto callejero y empezó a subir por la colina. Dejó atrás el Jardín de la Tumba, el hotel Jerusalem y una cola de palestinos que, con aspecto cansado, esperaban para renovar su permiso de residencia ante el torniquete de metal gris del Ministerio del Interior israelí, y atravesó por fin una estrecha puerta encajada entre una panadería y un colmado, frente al muro de la École Biblique. Un anciano vestido con un raído traje gris y una kefía estaba sentado en el interior, apoyado en su bastón, mientras contemplaba la lluvia.

—Salaam aleikum
, Fathi —dijo ella.

El viejo alzó la vista y levantó una mano artrítica a guisa de saludo.

—Estábamos preocupados por ti. —El hombre tosió y añadió—: Pensamos que tal vez te habían detenido.

Laila rio.

—Los israelíes no se atreverían. ¿Cómo está Ataf?

El viejo se encogió de hombros, y sus dedos arrugados dieron golpecitos sobre el puño del bastón.

—Va tirando. Le duele la espalda, así que se ha quedado en la cama. ¿Te apetece un té?

Laila negó con la cabeza.

—Necesito una ducha, y después he de trabajar. Quizá más tarde. Dile a Ataf que me avise si quiere que vaya a comprarle algo.

Cruzó el portal y subió dos tramos de escalera de piedra hasta llegar a su piso, que ocupaba la última planta del edificio. Era un espacio sencillo, de techo alto, fresco, con dos dormitorios, uno de los cuales hacía las veces de estudio, una espaciosa sala de estar y, en la parte posterior, una cocina pequeña y un cuarto de baño. Una estrecha escalera de cemento ascendía desde este último hasta la azotea, con vistas a la puerta de Damasco y al desordenado damero de la Ciudad Vieja. Hacía casi cinco años que vivía allí. Había alquilado el piso a un hombre de negocios cuyos padres, Fathi y Ataf, vivían en la planta baja y actuaban como vigilantes del edificio. Con el dinero que ganaba trabajando de
freelance
habría podido permitirse algo más caro, en el distrito de Sheij Jarrah, por ejemplo, con sus lujosos bloques de apartamentos y casas con tapias altas. Sin embargo, había decidido quedarse en el corazón del Jerusalén oriental, entre el bullicio, el ruido y la basura. Tal decisión transmitía un mensaje: no soy uno de esos periodistas que obtienen lo que quieren de vosotros, y después se retiran a la seguridad del Hilton o del American Colony. Soy una de vosotros. Una palestina. Era un gesto pequeño, pero necesario. Siempre tenía que demostrar lo que era, mantener la fachada.

Arrojó sus cosas sobre el sofá, el cual, junto con la mesa, una televisión y un par de butacas raídas, era el único mobiliario de la sala de estar. Después sacó una botella de Evian de la nevera y entró en el estudio. La luz de los mensajes estaba encendida en el contestador automático. Bebió un trago de agua, cruzó la habitación y tras sentarse ante el escritorio, alzó la vista, como siempre, hacia el gran retrato enmarcado de su padre, que colgaba en la pared, con su bata blanca de médico y un estetoscopio. Era su foto favorita de él, la única que había conservado después de su muerte, y por un momento sintió un nudo en la garganta, antes de bajar la vista de nuevo y oprimir el botón de reproducción de mensajes.

Había once mensajes. Uno era de
The Guardian;
la apremiaban para que entregara el artículo acerca de los colaboracionistas palestinos. Uno de Tom Roberts, un chico del consulado británico que había intentado en vano hablar con ella durante los últimos seis meses. Uno de su amiga Nuha, que preguntaba si le apetecía quedar más tarde en el hotel Jerusalem para tomar una copa, y uno de Sam Rogerson, un contacto de Reuters, que le avisaba de que los Guerreros de David habían ocupado un edificio de la Ciudad Vieja, cosa de la que ya se había enterado en Ramallah. Los demás eran insultos o amenazas de muerte: «Me repugnas, asquerosa chupapollas mentirosa». «Diviértete hoy, Laila, porque puede ser tu último día.» «Te estamos vigilando, y un día vamos a subir a meterte una bala en la cabeza. Después de violarte, por supuesto.» «¡Vamos a meterte un cuchillo por tu apestoso coño proárabe y te abriremos en canal, sucia puta mentirosa! ¡Muerte a los árabes! ¡Israel! ¡Israel!»

A juzgar por los acentos, la mayoría de las llamadas eran, como de costumbre, de israelíes o norteamericanos. Laila cambiaba el número de teléfono cada dos por tres, pero siempre parecían averiguar el nuevo al cabo de un par de días, y las llamadas continuaban inasequibles al desaliento. Ya estaba tan acostumbrada a ellas que casi no le afectaban. La ponían más tensa los directores de periódicos que la acosaban para conseguir un artículo. Únicamente de noche, en el silencio, sola, aparecían las grietas y el horror de aquello se filtraba, como veneno, en su torrente sanguíneo. Las noches podían ser terribles. Espantosas.

Tras escuchar los mensajes borró la cinta, enchufó el móvil en la batería y efectuó un par de rápidas llamadas, una a Nuha, para quedar aquella noche, y otra para conseguir detalles de la ocupación judía en la Ciudad Vieja. Había escrito diversos artículos durante los últimos años sobre los Chayalei David y la
New York Review
le había encargado hacía poco que escribiera un perfil en profundidad del líder del grupo, el militante de origen soviético Baruch Har-Zion. La ocupación de aquel edificio sería una buena excusa, y se preguntó si no debería ir de inmediato a la Ciudad Vieja. Decidió que un par de horas no importarían, terminó la botella de agua, entró en el cuarto de baño y se desnudó.

Tomó una larga ducha caliente, se frotó con vigor su cuerpo esbelto, echó la cabeza hacia atrás para que el agua le cayera en la cara y gimió de placer cuando sintió que el chorro caliente eliminaba el sudor y el polvo de su piel. Durante el último medio minuto abrió el grifo de agua fría; después se envolvió en un albornoz, regresó al estudio, se sentó a su mesa y conectó el portátil Apple.

Trabajó durante las dos horas siguientes. Terminó un artículo que había empezado sobre la desnutrición entre los niños palestinos y empezó el que le había encargado
The Guardian
sobre los colaboracionistas palestinos, consultando de vez en cuando sus notas escritas a mano, pero casi siempre utilizando la memoria. Sus dedos volaban sobre las teclas, las imágenes y sonidos que anidaban en su cabeza se transformaban sin el menor esfuerzo en palabras.

Lo curioso era que, con la facilidad que tenía para ello, el periodismo no había sido su primera elección, ni siquiera la segunda. De adolescente, antes del asesinato de su padre, había soñado con convertirse en médico como él y trabajar en los campos de refugiados de Gaza y Cisjordania. Después, en la Universidad de Beir Seit, donde había estudiado historia árabe contemporánea, acarició la idea de meterse en política. Al final, no obstante, decidió que el periodismo le proporcionaría la mejor oportunidad de llevar a cabo lo que consideraba la misión de su vida.

Después de licenciarse consiguió un empleo en el diario palestino
al-Ayyam
, donde el que era entonces su director, un fumador compulsivo jorobado llamado Nizar Suleiman, la había tomado bajo su protección, pese a la cantidad de críticas recibidas, pues la historia de su familia era muy conocida. Su primer artículo, sobre los campos de adoctrinamiento palestinos donde enseñaban a niños pequeños, incluso de seis años, canciones antiisraelíes y el arte de fabricar cócteles Molotov (con mucha vaselina alrededor del borde, esa era la clave, para que el petróleo inflamado se adhiriera al blanco), hubo de reescribirlo dieciséis veces antes de que Suleiman accediera de mala gana a publicarlo. La joven se sintió tan abatida que estuvo a punto de abandonar la profesión. Él la disuadió («¡Si te rindes ahora, te despediré!»), y su segundo artículo, sobre el desplazamiento forzado por Israel de tribus beduinas al Negev, sólo había tenido que reescribirlo cinco veces. El tercero, sobre los palestinos que por necesidad económica se veían obligados a colaborar en la construcción de asentamientos israelíes, había aparecido en tres periódicos y con él había conseguido su primer premio periodístico.

A partir de ese momento, su fama no había hecho más que crecer. Su origen mezclado (madre inglesa, padre palestino) y el conocimiento íntimo del mundo palestino, aparte de que hablaba con fluidez árabe, hebreo, francés e inglés, le dieron ventaja sobre muchos otros corresponsales, y recibió ofertas tanto de
The Guardian
como de
The New York Times
(rechazó ambas). Trabajó en
al-Ayyam
durante cuatro años, después se hizo
freelance
y escribió sobre todo, desde el empleo de la tortura por los servicios de seguridad israelíes hasta los proyectos de plantar espinacas en la Baja Galilea, y se forjó una reputación, dependiendo del punto de vista, de activista apasionada o de fanática antiisraelí.

La acusaban con frecuencia de parcialidad, de contar sólo un aspecto de la historia. De dar publicidad a los sufrimientos palestinos, pero no a los de los civiles israelíes; de informar sobre los horrores de los campos de refugiados, pero no de la gente inocente reducida a pedazos por coches bombas y atentados suicidas.

No era justo. Había escrito muchos artículos sobre las bajas civiles israelíes, además de la corrupción y desprecio de los derechos humanos en el seno de la Autoridad Nacional Palestina. Sin embargo, la realidad era que se trataba de un conflicto en el que costaba ser objetivo. Por más que uno se esforzara en equilibrar la balanza, al final se veía obligado a decantarse por un bando u otro. De todos modos, teniendo en cuenta sus antecedentes, no podía permitirse el lujo de ser sensible a la lógica israelí.

Escribió unas mil palabras sobre el tema de los colaboracionistas, envió por correo electrónico el artículo acerca de la desnutrición a las oficinas de
al-Ahram
en El Cairo y cerró el portátil. No había dormido mucho desde hacía días y le pesaban los párpados. Sin embargo, después de años de ejercer el periodismo, con su horario impredecible y sus plazos improrrogables, estaba vacunada contra el cansancio, y además quería ir a la Ciudad Vieja para ver cómo iban las cosas en la casa ocupada. Se vistió, comió a toda prisa una manzana, cogió la libreta y la cámara, cruzó el piso y abrió la puerta.

Fathi, el vigilante, apareció en el rellano, casi sin respiración, con una mano en el bastón y un sobre en la otra.

—Ha llegado esta mañana —dijo—. Olvidé decírtelo antes. Lo siento.

Le entregó el sobre. No llevaba matasellos ni dirección, sólo su nombre escrito con tinta roja como la sangre, letras enérgicas y bien alineadas, como una fila de soldados en posición de firmes.

—¿Quién la trajo? —preguntó.

—Un crío —contestó el viejo, al tiempo que se volvía hacia la escalera—. Nunca le había visto. Llegó, preguntó si vivías aquí, me dio el sobre y salió corriendo.

—¿Palestino?

—Pues claro. ¿Desde cuándo los niños judíos se acercan a esta parte de la ciudad?

Agitó la mano como diciendo: «Qué pregunta más tonta», y desapareció tras la esquina. Laila dio vueltas al sobre en la mano, lo examinó, lo palpó en busca de cables o algún otro contenido amenazador. Una vez comprobado que no existía peligro, entró en el piso, lo dejó sobre el escritorio, lo abrió con cautela y extrajo dos hojas de papel sujetas con una grapa. La de encima era una carta con la misma letra picuda del sobre, y la otra una fotocopia de lo que parecía un documento antiguo. Echó un breve vistazo al último, y después concentró su atención en la nota acompañante, escrita en inglés.

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