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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

El guardián de los arcanos (13 page)

BOOK: El guardián de los arcanos
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Hoy no, sin embargo. Hoy las estatuas monumentales y las paredes cubiertas de jeroglíficos le dejaban frío. De hecho, apenas reparaba en ellas, absorto en sus pensamientos, mientras paseaba entre el primer y el segundo pilónos y entraba en el bosque de columnas de la gran sala hipóstila, sin echar más que un vistazo superficial a su entorno.

Eran casi las cinco de la tarde. Siguiendo las órdenes del jefe Hasani, había desperdiciado casi toda la tarde en el Palacio de Invierno hablando con una turista inglesa de edad avanzada que había denunciado el robo de sus joyas. Sariya y él habían dedicado tres horas a interrogar a todo el personal de servicio del hotel, antes de que la mujer recordara por fin que no había traído las joyas. «Mi hija dijo que las dejara en casa —explicó—. Para que no me las robaran. Ya se sabe, en los países árabes...»

Después de solucionar el asunto, había vuelto a la comisaría y, sentado a su escritorio, fumando sin parar y haciendo garabatos en la libreta, había reflexionado sobre Piet Jansen y Hannah Schlegel, y la reunión con el jefe Hasani, dándole vueltas a todo en la cabeza. Al cabo de una hora se había levantado y bajado a la sala de archivos del sótano para recuperar las notas sobre el caso Schlegel, a sabiendas de que debería abandonarlo, pero incapaz de evitarlo. No obstante, se topó con otro misterio, pues las notas habían desaparecido. La señorita Zafuli, la anciana solterona que, desde que Jalifa recordaba, era la guardiana de los casos anteriores de la comisaría, había buscado por todas partes, sin éxito. El expediente se había esfumado. «No me lo explico —había murmurado la mujer—. No logro explicármelo.»

Jalifa había salido del sótano más inquieto que nunca y, casi sin pensarlo, paró un taxi para que le llevara a Karnak, no tanto para despejar su mente como porque se trataba del lugar donde Hannah Schlegel había sido asesinada y, en consecuencia, el centro de todas sus dudas y preocupaciones.

Atravesó la gran sala hipóstila, cuyas columnas en forma de papiro se alzaban sobre él como troncos de secuoya, y salió por una puerta de la pared sur. Faltaba poco para cerrar y la policía turística empezaba a conducir a los turistas hacia la entrada principal. Uno se acercó a Jalifa y meneó un dedo, pero el detective le mostró la identificación y continuó adelante.

¿Por qué Hasani había insistido tanto en que no reabriera el caso Schlegel? Era la pregunta que no podía quitarse de la cabeza. ¿Por qué el jefe parecía tan nervioso, incluso asustado? Algo estaba pasando. Algo muy grave. Y tratar de descubrirlo le traería problemas. Muchos problemas. Pero no podía olvidarlo.

—Maldita sea —masculló, al tiempo que aplastaba un Cleopatra bajo la suela del zapato y encendía otro—. Maldita sea, joder.

Se desvió hacia la esquina sudeste del recinto del templo por un sendero flanqueado de bloques de arenisca cubiertos de jeroglíficos, como piezas de un gigantesco rompecabezas, hasta llegar a un edificio largo y rectangular, algo apartado del resto del complejo. El Recinto de Jonsu. Se detuvo un momento, contempló las paredes monumentales de arenisca erosionada y a continuación, con el corazón acelerado de repente, entró por una puerta lateral.

El interior era fresco y oscuro, muy silencioso. Un solitario rayo de sol atravesaba el suelo de losas desde una puerta del lado contrario, como un chorro de oro fundido. A su izquierda se abría un patio con columnas; a su derecha, otro patio y, más allá, una puerta que conducía al lugar de culto principal del templo. Jalifa se hallaba en una estrecha sala hipóstila que abarcaba el centro del edificio, con ocho columnas en forma de papiro delante de él, cuatro a cada lado. El cadáver de Hannah Schlegel había sido encontrado al pie de la tercera columna de la izquierda.

Esperó a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad y avanzó. Si bien había visitado Karnak en numerosas ocasiones durante los últimos años, siempre había evitado esta parte en particular, y mientras cruzaba la sala casi esperó encontrar manchas de sangre en las losas y la silueta de un cuerpo dibujada con tiza. No obstante, nada indicaba que allí se hubiera producido un acto violento. Ni manchas de sangre ni tiza, ningún recuerdo, a menos que estuviera impreso en las piedras, las cuales daban la impresión de poseer una conciencia elemental, una impasibilidad cómplice. «Hemos presenciado muchas cosas —parecían decir—. Buenas y malas. Pero no hablaremos de ellas.»

Llegó a la columna en cuestión y se agachó. Recordó el momento en que había visto por primera vez el cadáver de la mujer. Por algún motivo, el estado general del cuerpo le había afectado menos que los detalles irrelevantes: las bragas verdes de la víctima, a la vista porque la falda se le había subido hasta la cintura; una hilera de hormigas que desfilaban sobre su pie derecho sin zapato; una cicatriz mellada que le recorría el abdomen como una línea dibujada a lápiz por un borracho y sobre todo el extraño tatuaje en el antebrazo izquierdo, un triángulo seguido de cinco números, en tinta negroazulada casi desteñida, como venas que se abrieran paso entre un queso. Algo judío, había explicado el jefe Mahfuz. Un signo religioso o algo por el estilo. Como las marcas que lleva la carne para explicar su procedencia. La analogía había sorprendido a Jalifa, como si la víctima no fuera más que una res muerta arrojada al tajo de un carnicero. Como las marcas que lleva la carne. Horrible.

Pasó la mano por el suelo y su palma produjo un siseo sobre la arenisca polvorienta. Se levantó, alzó los ojos hacia la pared detrás de la columna, donde había un antiguo relieve que mostraba al faraón Ramsés XI en el acto de ser purificado por los dioses Horus y Tot, este último representado con cuerpo humano coronado con la cabeza de un ibis.

Tot y
tzfardeah
, eso era lo que Schlegel había dicho antes de morir.
Tzfardeah
era una referencia a los pies deformes de Jansen, de eso estaba seguro. Pero ¿y Tot? ¿Había descrito, en su delirio agónico, lo que veía encima de ella? Tot el Ibis, la última imagen sobre la que se habían posado sus ojos. ¿O bien existía un significado más profundo, una resonancia más reveladora?

Dio una calada al cigarrillo y se masajeó las sienes, mientras escarbaba en su mente para extraer todo cuanto recordaba sobre el dios. Sabiduría, escritura, cálculo y medicina, esos eran los dominios de Tot. Y también magia, porque, según la mitología egipcia, era el que había proporcionado los hechizos que permitieron a la diosa Isis devolver a la vida a su marido/hermano asesinado, Osiris. ¿Qué más? Era el escriba y mensajero de los dioses, el creador de jeroglíficos, el autor de las leyes sagradas egipcias, el archivero del veredicto eterno de los fallecidos. Estaba íntimamente relacionado con la luna (a veces se le representaba con un disco lunar sobre la cabeza) y tenía su centro de culto principal en Hermópolis, en el Egipto Medio, donde se le conocía, entre otras cosas, como El Corazón de Ra, El Que Mide el Tiempo y Maestro de las Palabras de Dios. Su barca plateada surcaba el cielo nocturno transportando las almas de los muertos. Estaba casado con Seshat, la Señora de los Libros, la bibliotecaria de los dioses.

Existían muchas relaciones posibles en todo esto, muchas formas de transformar la mención a Tot de la señora Schlegel en una acusación codificada contra Piet Jansen. Éste era inteligente y culto, al fin y al cabo, hablaba varios idiomas y poseía una gran cantidad de libros. Si los antiguos egipcios hubieran albergado algún interés por la arqueología, sin duda su patrón habría sido Tot.

No obstante, pese a esas similitudes, Jalifa intuía que algo se le escapaba, que aún no había llegado al meollo de lo que la señora Schlegel había intentado comunicar. Se había referido a algo concreto y él no acababa de captarlo. Sencillamente no lo captaba.

Terminó el Cleopatra y lo aplastó bajo el zapato. Tal vez Hasani tenga razón, pensó. Tal vez estoy imaginando cosas, intentando la cuadratura del círculo. Y aunque no fuera así, ¿qué puedo hacer? ¿Llevar a cabo una investigación a espaldas del jefe, poner en peligro toda mi carrera? ¿Y para qué? Al fin y al cabo, Schlegel era sólo una vieja...

Se oyó el eco de unas pisadas en el otro extremo del templo. Al principio, Jalifa pensó que debía de ser un guardián. Cuando los pasos se acercaron, se dio cuenta de que eran demasiado suaves para pertenecer a un hombre. Transcurrieron cinco segundos, diez, y entonces una mujer con chilaba
suda
entró en la sala desde su extremo sur, con un ramo de flores en la mano y un pañuelo negro en la cabeza, de manera que no se le veía la cara. El sol ya se había puesto, y a la débil luz del crepúsculo no reparó en Jalifa, que se había ocultado en las sombras, detrás de la columna. La mujer llegó al punto donde había muerto Hannah Schlegel, se echó hacia atrás el pañuelo, se acuclilló y dejó las flores en el suelo. Jalifa avanzó hacia ella.

—Hola, Nur.

La mujer se volvió en el acto, sobresaltada.

—No tengas miedo, por favor —añadió el detective, y levantó una mano para indicar que no iba a hacerle daño—. No quería asustarte.

La mujer se puso en pie y retrocedió mirándole con recelo. Hizo una mueca al reconocerle.

—Jalifa —susurró. Hizo una pausa—. El hombre que mató a mi marido. Uno de los hombres.

Había cambiado desde la última vez que la había visto, en la sala del tribunal el día que Mohammed Yamal fue condenado. Entonces, era joven y bonita. Ahora era una persona diferente, ajada, de aspecto cansado, con el rostro curtido como madera vieja.

—¿Por qué me estaba vigilando? —preguntó.

—No te estaba vigilando. Sólo —Enmudeció, incapaz de explicar con exactitud por qué había ido al templo. Ella le miró, luego bajó la vista y se acuclilló para disponer las flores alrededor de la base de la columna. Una garceta apareció en el patio y picoteó el polvo.

—Vengo de vez en cuando —explicó la mujer al cabo de un rato, hablando más para sí que para Jalifa, mientras toqueteaba los tallos de las flores con sus dedos arrugados—. Mohammed no tiene una tumba decente. Le arrojaron a un pozo que hay delante de la prisión. Está demasiado lejos para mí, de modo que vengo aquí. No sé por qué. Supongo que es... Bien, en cierto sentido, es el lugar donde murió.

Hablaba en tono desapasionado, no del todo acusador, lo cual era todavía peor para Jalifa, que se removió incómodo y comenzó a juguetear con una moneda en el bolsillo.

—También las dejo para la anciana —continuó la mujer—. No fue culpa de ella, ¿verdad? Ella no acusó a Mohammed.

Cuando hubo colocado las flores a su gusto se levantó, dispuesta a marcharse. Jalifa avanzó otro paso.

—¿Los niños? —preguntó, angustiado de repente. No deseaba que la conversación terminara.

Ella se encogió de hombros.

—Mansur consiguió trabajo de mecánico. Abdul está terminando el colegio. Fatma se ha casado y está embarazada. Ahora vive en Armant. Su marido trabaja en la fábrica de caña de azúcar.

—Y tú, ¿te has...?

—¿Vuelto a casar? —Le miró con ojos apagados—. Mohammed es mi marido. Puede que no fuera un buen hombre, pero sigue siendo mi marido.

La garceta había llegado a la puerta y entró en la sala, meneando la cabeza de un lado a otro. Sus patas, delgadas como agujas, se alzaban y descendían con la delicadeza rítmica y controlada de una bailarina de ballet. Se paró a un metro de la mujer y después se alejó.

—Él no lo hizo —dijo la mujer con voz queda—. Se quedó con el reloj, y eso estuvo mal. Muy mal. Pero no mató a la mujer. Y no se quedó con la cartera. La cartera no.

Jalifa tenía la vista clavada en el suelo.

—Lo sé —musitó—. Lo... siento.

La mujer siguió con la mirada a la garceta, que se alejaba entre las columnas.

—Usted fue el único bueno —susurró—. El único que yo pensaba que le ayudaría. Pero luego...

Suspiró y dio media vuelta para marcharse. Avanzó un par de pasos y se volvió de nuevo.

—El dinero ayuda. No puede devolverle la vida, pero ayuda. Le doy las gracias.

Jalifa la miró sin entender.

—No sé... ¿Qué dinero...?

—El dinero que ha estado enviando. Sé que es usted. Fue el único bueno.

—Yo no he... ¿Qué dinero? No sé de qué estás hablando.

La mujer estaba mirando más allá de Jalifa, a las redes de sombras que se apelotonaban al fondo de la sala, con los ojos secos y vacíos; los ojos de alguien que ha perdido todas sus esperanzas.

—Cada año. Justo antes de
Eid el-Adha.
Llega por correo. Sin nota, sin nombre, nada. Sólo tres mil libras egipcias, en billetes de cien. Siempre en billetes de cien. Empezó una semana después de que Mohammed se suicidara, y así ha seguido desde entonces. Cada año. Gracias a eso, los niños han ido al colegio y yo he logrado sobrevivir. Sé que es usted. Pese a todo, es un buen hombre.

Le miró unos instantes, luego dio media vuelta y salió del templo a toda prisa.

15

Jerusalén

Camino de casa desde la Ciudad Vieja, Laila entró en el hotel Jerusalem para tomar una copa y cenar con su amiga Nuha.

El establecimiento, un bello edificio de estilo otomano cercano al extremo meridional de la calle Nablus, regentado y dirigido por palestinos, provisto de un interior fresco con suelo de piedra y una terraza delantera cubierta de enredaderas, formaba parte de su vida desde que tenía uso de razón. Era aquí donde había conocido a Nizar Suleiman, el director de
al-Ayyam
, quien le había dado su primer empleo de periodista. Aquí había encontrado la pista de algunos de sus mejores trabajos. Aquí había perdido la virginidad (a la edad de diecinueve años, con un periodista francés que fumaba sin cesar, un encuentro chapucero y torpe que la había dejado con una sensación de suciedad y confusión). Y, por supuesto, era en el hotel Jerusalem donde sus padres se habían conocido y, si había que creer a su madre, donde Laila había sido concebida.

—Aquella noche hubo una tormenta terrible —le había explicado su madre—. Rayos, truenos, una lluvia torrencial. Daba la impresión de que el mundo se estaba partiendo. A veces, creo que es la causa de que seas así.

—¿Cómo, mamá?

Su madre había sonreído, pero no dijo nada más. Sus padres habían formado una pareja extraña, la chica inglesa frívola, procedente de una familia de clase media de Cambridgeshire, y el médico apasionado e introvertido, diez años mayor que ella, que dedicaba todas las horas que pasaba despierto al cuidado y bienestar de sus compatriotas palestinos.

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