El guardián de los arcanos (44 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

BOOK: El guardián de los arcanos
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—¿Monsieur Dupont?

—Oui.

Laila se presentó, en francés. El hombre asintió para indicar que había reconocido su nombre, alojó el cigarrillo en la comisura de la boca, se adelantó y le estrechó la mano. Le pidió que pasara por detrás del mostrador y subiera por un tramo de escalera hasta el primer piso. Se detuvo un momento al llegar, asomó la cabeza entre una cortina de cuentas y sostuvo una breve conversación en voz baja con alguien que había en la habitación.

—Mi madre —explicó—. Vigilará la tienda mientras nosotros hablamos.

Continuó hasta el segundo piso, donde abrió una pesada puerta de madera y la guió hasta un amplio despacho y estudio que ocupaba toda la planta superior del edificio. Había dos paredes forradas de librerías, una tercera ocupada por una larga mesa de trabajo, cubierta de todo tipo de elementos de informática (discos duros, pantallas, teclados, pilas de discos y CD). En la cuarta pared, la más alejada de Laila, había una gran vitrina acristalada similar a la que había visto en la planta baja.

El hombre preguntó si le apetecía café y, cuando Laila aceptó, se fue a un extremo de la mesa de trabajo y empezó a manipular una cafetera eléctrica. Ella se quedó unos segundos junto a la puerta y después, picada por la curiosidad, empezó a pasear por la sala. Examinó primero una librería (una mezcla de manuales para anticuarios e historias del Tercer Reich), y luego la vitrina de la pared del fondo. A primera vista parecía contener una colección de objetos militares, como los exhibidos abajo, y sólo al cabo de un momento cayó en la cuenta, con un ligero estremecimiento, de que albergaba una colección de objetos militares específicamente nazis: medallas, bayonetas, fotografías, complementos del uniforme. En una estantería había una fila de cruces de hierro con cintas rojas, blancas y negras; en otra, una hilera de cuchillos, cada uno con la insignia de las SS grabada en el mango y la leyenda
«Mein Ehre Heisst Treue»
inscrita en la hoja.

—Cuchillos de honor de las SS —explicó Dupont, que se había acercado a ella con una taza humeante—. «Mi honor es la lealtad.»

—¿Vende estas cosas? —preguntó Laila, al tiempo que tomaba la taza.

—No, no. En Francia es ilegal. Es una simple afición privada. ¿La desaprueba?

Ella se encogió de hombros.

—No es el tipo de cosas que querría tener en casa, dadas las connotaciones morales.

El hombre sonrió.

—Mi interés es puramente estético, se lo aseguro. No simpatizo más con las actividades del Tercer Reich que un coleccionista de, digamos, objetos romanos simpatiza con la predilección de esa civilización por la esclavitud y la crucifixión. Es la artesanía lo que me atrae, no la ideología. Eso, y el contexto histórico. Al fin y al cabo, se trata de objetos importantes. Si conociera más sobre ellas, usted también se sentiría atraída.

La joven volvió a encogerse de hombros, poco convencida.

—¿No me cree? Venga, le enseñaré algo.

La guió hasta el otro extremo del estudio, donde había una caja fuerte empotrada en la pared. Movió la esfera, la abrió y sacó una cajita cuadrada forrada de cuero negro, levantó la tapa y se la acercó. Dentro, sobre un lecho de terciopelo, había una cruz de metal negro, coronada por un magnífico broche de plata en forma de hojas de roble y espadas cruzadas, estas últimas con incrustaciones de lo que parecían diamantes diminutos.

—La Cruz de Caballero con Hojas de Roble, Espadas y Diamantes —explicó—. El máximo honor militar nazi. Una de las veintisiete concedidas, y la única que no premió un acto militar. Vale más que todo el resto de mi colección. Más que todo lo que contiene este edificio. Más que el edificio en sí, probablemente. —Hizo una pausa—. Creo que el personaje condecorado es el motivo de su visita.

Ella le miró con los ojos abiertos de par en par.

—¿No será... Dieter Hoth?

El hombre asintió.

—¿Cómo demonios la consiguió? —preguntó Laila, que avanzó un paso para contemplar la medalla.

—Una historia larga y aburrida —contestó el anticuario agitando su cigarrillo—. No le haré perder el tiempo contándosela. Sólo quería que se diera cuenta de que, ahora que conoce el contexto, usted también se ha sentido atraída, bien a su pesar. El hecho de que Hoth fuera un hombre extremadamente desagradable no cuenta. A usted le interesa su historia, y por eso se siente inevitablemente atraída hacia el material que queda de esa historia. Las consideraciones morales no entran en la ecuación.

Mantuvo el estuche extendido un momento más y luego lo devolvió a la caja de caudales. Invitó a Laila a sentarse en una butaca de cuero que crujió bajo su peso, y después se acercó a una estantería y recorrió con un dedo los lomos de los libros alineados sobre ella.

—¿Qué desea saber exactamente sobre nuestro amigo el doctor Hoth? —preguntó, con la cabeza ladeada para leer el título de los libros.

—Cualquier cosa que pueda decirme sobre lo que fue a hacer a Castelombres —contestó Laila. Dejó el café y rebuscó en su bolso—. Según Magnus Topping, usted ha investigado en profundidad el tema. —Sacó bolígrafo y libreta, y se reclinó en la butaca—. También quería preguntarle acerca de una nota a pie de página en un artículo que escribió para la web, donde relacionaba a Hoth con un hombre llamado Guillermo de Relincourt.

Dupont asintió, sin dejar de recorrer los lomos de los libros con el dedo. Por fin sacó un volumen y sopló sobre la portada para quitar el polvo, pasó las páginas y se lo entregó a Laila, abierto por el centro.

—Dieter Hoth —dijo, e indicó una fotografía granulada en blanco y negro—. Uno de los escasos retratos que existen de él.

Un hombre alto y apuesto, observó Laila, de mejillas hundidas, ojos color carbón y larga nariz aguileña. Vestía uniforme de oficial nazi, con sendos pares de rayos en las puntas del cuello.

—¿Hoth era de las SS? —preguntó, sorprendida.

—La Ahnenerbe —contestó Dupont—. Lo que podría llamarse el cerebro de las SS. Era arqueólogo de profesión. Muy brillante, según todos los testimonios. Era el jefe del departamento egipcio de la Ahnenerbe.

La sorpresa de Laila aumentó.

—¿Era egiptólogo?

—Arqueólogo egiptólogo sería una descripción más precisa. Sí, Egipto era su especialidad.

—¿Y qué demonios hacía excavando en el sur de Francia?

Dupont lanzó una risita, un sonido ronco y profundo, como el motor de un coche al arrancar.

—Una pregunta interesante. Para la cual, por lo que yo sé, nadie ha aportado una respuesta satisfactoria.

Dio una última calada al cigarrillo, se acercó al banco de trabajo y, tras apagarlo en un cenicero, se subió a un taburete giratorio poco seguro. Desde lo alto les llegó el sonido de palomas zureando y el roce de garras sobre las tejas.

—Para comprender la trayectoria de Hoth, ha de tener en cuenta hasta qué punto estaban obsesionados los nazis con la historia —prosiguió el francés por fin—. Para Hitler y los demás, no bastaba con que el Tercer Reich fuera una potencia militar. Como todos los regímenes despóticos, deseaba justificar y conferir validez a su poder envolviéndolo en un aura de legitimidad histórica.

Sacó del bolsillo una cajita de hojalata, extrajo otro cigarrillo y lo encendió.

—Desde el principio, la arqueología y los arqueólogos desempeñaron un papel crucial en este proceso. Himmler en particular comprendía su importancia. En 1935 fundó la Ahnenerbe, la Sociedad del Patrimonio Ancestral, un departamento especial de las SS encargado de encontrar material que apoyara el ideal de la supremacía histórica alemana. Se enviaron expediciones a todas partes del mundo, a Irán, Grecia, Egipto, incluso al Tíbet.

—¿Para excavar?

—En parte sí. Himmler estaba decidido a encontrar pruebas que demostraran que la cultura germánica aria no estaba confinada al norte de Europa, sino que era la principal fuerza motriz de toda la civilización moderna. Sin embargo, la Ahnenerbe también robaba. Saqueó a una escala sin precedentes. Envió miles, decenas de miles de objetos a Berlín, a mayor honra y gloria del Tercer Reich. Si estaban obsesionados con el pasado, aún lo estaban más con los restos del pasado. Porque si se controla sus restos, en cierto sentido se controla la historia.

—¿Qué pinta Hoth en todo esto? —preguntó Laila.

—Bien, como ya le he dicho, era un arqueólogo brillante. También era un devoto y entusiasta defensor del partido nazi. Su padre, el industrial Ludwig Hoth, era amigo íntimo de Goebbels. Por consiguiente, sólo fue cuestión de tiempo que solicitaran la colaboración de Hoth, o tal vez se prestó voluntariamente, no estamos seguros, a utilizar su talento en beneficio de la maquinaria nazi. Sólo contaba veintitrés años cuando se formó la Ahnenerbe, pero Himmler en persona le nombró responsable de la unidad egipcia, con permiso especial para excavar y saquear tantos objetos egipcios antiguos como pudiera.

Dupont dio una calada al cigarrillo y agitó una mano ante la cara para dispersar las nubes de humo gris azulado.

—Durante los tres años siguientes, Hoth viajó por todo Egipto, en teoría llevando a cabo excavaciones legítimas bajo el manto de la Deutsche Orient-Gesellschaft, pero en realidad se dedicó a robar todo cuanto pudo y pasarlo de contrabando a Alemania. Estamos hablando de miles de objetos. Existe una carta de Himmler a Hans Reinerth, otro arqueólogo nazi, en la cual se queja en broma de que, gracias a Hoth, el castillo de Wewelsburg, el cuartel general de las SS, empezaba a parecer un escenario de la película de Boris Karloff en el papel de la Momia.

—¿Cómo liga todo esto con Castelombres? —interrumpió Laila—. No veo la relación.

—Ahí está la cuestión —dijo Dupont—. No parece haber ninguna relación. Por eso la historia es tan misteriosa. Hasta 1938, la actividad de Hoth se centra exclusivamente en la arqueología del antiguo Egipto. No muestra el menor interés por ninguna otra rama de la historia, y mucho menos por esas patrañas simplonas y casi místicas que tanto atraían a gente como Himmler: el Santo Grial, la Atlántida, toda esa basura. Podía ser un ladrón y un saqueador pero, al contrario que muchos arqueólogos nazis, Hoth nunca se dejó arrastrar por las fantasías.

»Sin embargo, en noviembre de 1938, este hombre para quien la Tierra de los Faraones ha sido todo, al que se considera el mejor excavador egiptólogo de su generación, que no ha mostrado antes el menor interés por otro tema, abandona Egipto de repente y se dedica a investigar lo que podría describirse como una serie de oscuras leyendas medievales acerca de un tesoro enterrado. Es extraordinario. No se trata sólo de un cambio de orientación, sino de un cambio de carácter. Me sorprende que no haya suscitado más atención.

Laila frunció el ceño, al tiempo que daba unos golpecitos sobre la libreta con el bolígrafo.

—¿Qué ocurrió en 1938? ¿Qué motivó este repentino cambio de interés?

Dupont se encogió de hombros.

—Nadie parece saberlo. Hoth y su equipo están excavando en Egipto, en un yacimiento situado a las afueras de Alejandría, y de repente vuelve corriendo a Berlín para reunirse en secreto con Himmler, reunión, por cierto, considerada tan importante que Himmler anula una cita para cenar con el Führer a fin de asistir. Un par de días después, Hoth aparece en Jerusalén, donde toma medidas en la iglesia del Santo Sepulcro y hace preguntas sobre una leyenda acerca de un tesoro enterrado que se remonta ochocientos años atrás.

—Guillermo de Relincourt —dijo Laila.

El francés asintió.

—Eso es sólo el principio, no obstante. Durante los siguientes cinco años, Hoth va de un lado a otro de Europa y Oriente Próximo investigando, al parecer, todas las disparatadas historias de tesoros conocidas en la época. Visita bibliotecas, accede a colecciones de manuscritos particulares, excava en todas partes, de Turquía a las islas Canarias, hasta que al final aparece en Castelombres en septiembre de 1943, lo cual parece la culminación de todo el extravagante episodio.

—¿No existe ninguna pista de por qué hizo todo eso? —inquirió Laila—. ¿Qué buscaba?

Dupont negó con la cabeza.

—Es posible que sólo estuviera cumpliendo órdenes. Tratando de hacer realidad alguna fantasía quijotesca de Himmler. Al fin y al cabo, era un nazi convencido. Habría hecho cualquier cosa que su superior le hubiera ordenado. O puede que perdiera los papeles. No sería el primer estudioso que se vuelve loco por culpa de su trabajo.

—Pero usted no cree eso.

—No —contestó Dupont—. No lo creo. Creo que estaba buscando algo. Algo tan importante, de tal trascendencia para toda la maquinaria histórica nazi que estaba dispuesto a cambiar de vida por completo con el fin de encontrarlo.

Contempló el extremo del cigarrillo y luego miró a Laila.

—Fuera lo que fuese que buscaba, creo que lo encontró en Castelombres.

Sostuvo la mirada de Laila un momento y después, con una sonrisa irónica, se bajó del taburete, caminó hacia la cafetera y volvió a enchufarla.

—Por desgracia, no puedo demostrarlo. Desde el principio, las excavaciones en Castelombres se vieron envueltas en un velo de secreto exagerado, incluso para los parámetros nazis. Sólo sabemos que Hoth llegó al castillo en septiembre de 1943, al frente de un equipo de excavaciones pesadas y una unidad de élite de la Sonderkommando Jankuhn, una división de las SS especializada en excavaciones y saqueos. Y se fue de allí tres semanas después llevándose consigo una misteriosa caja.

Laila se inclinó hacia él, entusiasmada.

—¿Sabemos qué contenía?

Dupont negó con la cabeza.

—Por desgracia, no. Sabemos adonde la llevaron, porque, tres días después de partir de Castelombres, Hoth y la caja aparecieron en el castillo de Wewelsburg, en el noroeste de Alemania, donde los recibieron, nada más y nada menos, Heinrich Himmler y, no se lo pierda, el Führer en persona.

—¡No!

—Algo muy extraño —admitió Dupont, y dio una calada al cigarrillo—. Contamos con la anotación que hizo en su diario uno de los ayudantes de Himmler, el cual refiere que, en cuanto Hoth llegó, se le hizo entrega de la Cruz de Caballero que ha visto antes, tras lo cual Hitler pronunció un discurso en el que declaró que el contenido de la caja era una clara señal de que él, el Führer, estaba destinado a terminar lo que Tito había empezado.

Laila entornó los ojos.

—¿Qué significa eso?

—Bien, la nota no aporta más detalles, pero yo diría que, casi con toda seguridad, se trata de una referencia al Holocausto. Tito conquistó Jerusalén en el año 70 de nuestra era y expulsó a los judíos de Tierra Santa; en cierto sentido, los campos de concentración y las cámaras de gas eran la ampliación lógica de ese acto. Qué importancia pudo tener el descubrimiento de Hoth en la Solución Final... —Alzó las manos como diciendo: «No tengo ni idea»—. Uno de los muchos elementos fascinantes de la incursión que durante cinco años hizo Hoth en el mundo de los arcanos medievales, no obstante, es el repentino interés que empieza a mostrar por el judaismo y la historia de los judíos. Incluso aprendió a hablar hebreo. Y eso que era un hombre famoso por su virulento antisemitismo.

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