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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

El guardián de los arcanos (39 page)

BOOK: El guardián de los arcanos
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Y entonces, tan de repente como había empezado, el ataque cesó. En un momento dado le estaban golpeando y arrastrando, y al siguiente, de manera inexplicable, la multitud se apartó de él y retrocedió hasta las paredes del callejón, dejándole doblado por la cintura, con un sonido estridente y agudo que resonaba en sus oídos. Al principio lo achacó a los puñetazos, pero después, cuando empezó a recuperar los sentidos, comprendió que era el chillido de una mujer. Se quedó donde estaba, tosiendo, aterrorizado de que el menor movimiento por su parte desencadenara un nuevo estallido de violencia. Luego se incorporó, muy despacio, con la cuerda todavía al cuello como una especie de corbata de broma.

Mayi estaba en el umbral de la puerta de su casa, pálido, con las manos agarradas a las ruedas de la silla. Su madre, encorvada, frágil, se hallaba fuera, agitaba las manos, gritaba a la muchedumbre, los reprendía. Aunque era la persona más menuda del callejón, los hombres parecían acobardados por su presencia, incapaces de sostener su feroz mirada. Continuó chillando durante casi un minuto, con voz ronca, gesticulando, y después avanzó un paso hacia Ben Roi.


Kifak?

Ben Roi miró alrededor, con la sangre latiendo en sus sienes, todo el cuerpo tembloroso, sin saber qué decía la mujer.

—¿Estás herido? —gritó Mayi.

Por sorprendente que fuera, teniendo en cuenta la ferocidad del ataque, no había salido demasiado maltrecho. Algunas contusiones, un corte en el labio, la desagradable quemadura de la cuerda alrededor de su cuello... Heridas superficiales, nada grave. Intentó hablar, pero tuvo la impresión de que las palabras se atoraban en su garganta y al final sólo pudo asentir apenas, como un muñeco de madera con el cuello roto. La anciana se agachó para coger su pistola, que había caído en la confusión, se acercó a él cojeando y se la devolvió. Levantó su frágil brazo y pasó la manga del vestido sobre la barbilla de Ben Roi, que estaba manchada de sangre.

—Ehna mish kilab
—dijo en voz baja—.
Mish kilab.

Él sostuvo su mirada un momento, después se alejó por el callejón, mientras se quitaba la cuerda del cuello y enfundaba la pistola. El susurro de la multitud le siguió como una ráfaga de viento enfurecida. El taxista le esperaba al final del callejón junto a su coche, tembloroso.

—Yo decirle peligroso venir aquí —escupió—. Yo dije...

—¡Me importa una mierda lo que dijiste! —replicó, airado, Ben Roi. Abrió la portezuela del pasajero, se arrojó al interior del vehículo y extrajo la petaca del bolsillo—. Sácame de este jodido cagadero. Sácame ya.

48

Israel, aeropuerto Ben Gurion

Salim, el amigo que Laila tenía en la agencia de viajes, le había reservado asiento en un vuelo de British Airways a mediodía con destino a Heathrow. Había un servicio anterior de El Al con el mismo destino, pero era más caro y, en cualquier caso, se había propuesto firmemente no utilizar jamás las líneas nacionales israelíes, de modo que había elegido el vuelo posterior, más barato.

Kamel, su chófer, la había dejado en el Ben Gurion a las ocho y media de la mañana, en el aparcamiento principal del aeropuerto, frente a la gigantesca escultura de la menorah obra de Salvador Dalí. El hombre estaba de un humor de perros, peor que de costumbre, y en cuanto Laila y su equipaje estuvieron fuera del coche, cerró con brusquedad la portezuela del pasajero y se alejó sin despedirse.

—Que te den por el culo a ti también —masculló Laila cuando el vehículo se alejó.

Comprobó que llevaba su billete y pasaporte, y se quedó mirando la menorah surrealista, con la sensación de que siempre lo hacía cuando llegaba al aeropuerto. Observó sus brazos torcidos, su maciza y deslustrada superficie de latón remolineante, lo cual daba la impresión de que toda la escultura se estaba fundiendo. Como emblema de los Guerreros de David de Har-Zion, exhibida cada vez que se apoderaban de otro pedazo de tierra árabe, la menorah era un símbolo que poseía connotaciones malévolas para ella. Al mismo tiempo, casi a su pesar, le encontraba algo hipnótico, su simetría curva, la forma en que los brazos se alzaban hacia fuera y hacia arriba, como para abrazar el cielo. El año anterior había leído un artículo sobre su importancia icónica para el pueblo judío, y averiguado que en la antigüedad, antes de que los romanos se la llevaran en el año 70 d.C, la menorah original había sido el más reverenciado de todos los objetos sagrados del templo. Al contemplar la escultura de Dalí, con su dedicatoria al «Pueblo de Israel, el pueblo elegido», experimentó desagrado, pero también una indefinible sensación de que algo los unía. Como sucedía con su actitud hacia Har-Zion, pensaba a menudo.

Siguió mirándola un buen rato, luego cogió su bolsa y se encaminó hacia la terminal de salidas.

Salir de Israel siempre era complicado. Había perdido la cuenta del número de veces que había tomado el vuelo por los pelos (en un par de ocasiones ni lo había conseguido) porque el personal de seguridad israelí insistía en registrar su equipaje con una minuciosidad digna de mejor causa, y la sometía a una serie interminable de preguntas acerca de adonde iba, por qué, con quién se reuniría, cuándo regresaría, en fin, todo su itinerario, con una batería de preguntas adicionales, por si acaso, sobre su familia, amigos, colegas y su vida, tanto profesional como privada. «Ya tiene suficiente para escribir mi puta biografía», había replicado en una ocasión a su interrogador, un exabrupto que, lejos de acelerar los trámites, sólo había servido para intensificar el interrogatorio.

Les sucedía lo mismo a todos los palestinos que utilizaban el aeropuerto (la suspicacia, la chulería, la actitud obstruccionista). Sospechaba que con ella era aún peor debido a su reputación como periodista («Tienen todos tus detalles archivados —le había dicho una vez Nuha, sólo medio en broma—, y cuando introducen tus datos, aparece un cartel en la pantalla que dice, "Urgente: joded lo máximo posible a esta persona"»).

Hacía lo que podía para facilitar las cosas, llegaba siempre media hora antes de la primera facturación de equipajes y procuraba meter en la maleta lo mínimo posible, ni agenda, ni literatura antiisraelí, y ningún objeto eléctrico (la única excepción inevitable era el móvil). Nunca le había servido de nada, y ese día tampoco. Fue la primera persona en llegar a su vuelo y la última en embarcar. Como siempre, su móvil fue inspeccionado por un experto en explosivos que, gracias a un accidente nada fortuito, consiguió borrar todos los números almacenados en su memoria. Como siempre («¿De qué coño vais? —había querido gritar—. ¡Los únicos que ponen bombas en los teléfonos móviles son los putos israelíes!»).

Cuando por fin ocupó su asiento (había pedido ventanilla o pasillo, y acabó en medio, cosa poco sorprendente) y pasó las páginas del libro que había comprado el día anterior sobre la historia de los cátaros, no la consoló el hecho de haber conseguido pasar. Si abandonar Israel era difícil, no era nada comparado con la odisea de regresar.

49

Luxor

Jalifa apagó su enésimo cigarrillo del día, vació su vaso de té y se derrumbó en la silla, agotado.

Estaba en su despacho desde las cinco de la madrugada, y eran ya casi las dos del mediodía. Nueve horas dándose con la cabeza contra un muro de ladrillo.

En primer lugar había enviado por fax fotografías de Jansen a la Interpol y a la policía holandesa, con la vana esperanza de que apareciera algo en sus archivos (no había sido así), y después se había pateado Luxor durante un par de horas, visitando las tiendas de algunos de los anticuarios más prestigiosos de la ciudad, con la intención, fallida, de establecer algún vínculo entre Jansen y el mercado de objetos robados. Estaba claro que el hombre no había tratado de vender los artículos hallados en su sótano.

A continuación había regresado a su despacho, donde pasó el resto de la mañana sentado a su escritorio repasando lo que había descubierto durante las últimas dos semanas, anotando en fichas los elementos del caso que consideraba fundamentales (Tot, al-Mulatham, los nazis, Faruk al-Hakim, todo); después, como un epigrafista que reuniera los fragmentos de una inscripción destrozada, intentó disponer las fichas en una pauta reconocible. Por más que lo intentó, empero, no consiguió distinguir nada inteligible ni averiguar adonde le conducían las pistas.

Encendió otro cigarrillo, abandonó el despacho con un gruñido malhumorado y salió de la comisaría a la calle el-Matuf para respirar un poco de aire puro y despejarse. Había un puestecito de bebidas en la esquina con Sharia Karnak Temple. Pidió un vaso de
karkaday
y, acuclillado junto a la pared de la comisaría, bebió el frío líquido color rubí, mientras observaba a un chico de la panadería que pasaba en bicicleta con una gigantesca bandeja de
aish baladi
sobre la cabeza.

La verdad era que se estaba quedando sin opciones. Faruk al-Hakim había muerto, de modo que no podía hablar con él, y, aunque faltaban por indagar algunas pistas de escasa importancia, la investigación, tal como él lo veía, había llegado a depender de dos factores clave: hablar con los amigos de Jansen en El Cairo y obtener alguna información útil del desagradable detective israelí. Los Gratz seguían negándose a dar señales de vida. No cabía duda de que estaban en casa, porque dos vecinos habían informado, por separado, de que habían oído voces dentro de su apartamento. Por motivos que sólo ellos conocían, la pareja se estaba haciendo la remolona y, a menos que se presentara en El Cairo y llamara a su puerta en persona, Jalifa no albergaba inmediatas esperanzas de hacerlos hablar.

De modo que sólo quedaba Ben Roi. El policía maleducado, incompetente y perezoso. Jalifa ya había llamado a su despacho cuatro veces aquella mañana, y en cada ocasión le había respondido el contestador automático, en cada ocasión había dejado un mensaje cada vez más brusco, preguntando si el israelí había logrado averiguar algo acerca de Hannah Schlegel. El hombre aún no había contestado, lo cual alimentaba sus sospechas de que le estaba dando largas, de que no le tomaba en serio.

Exhaló un suspiro de frustración y terminó su
karkaday
, cerró los ojos y dejó que el sol de mediodía le acariciara la cara, tibio y relajante, todavía carente del feroz calor abrasador que llegaría con el verano.

—Maldito seas, Ben Roi —murmuró, mientras daba una calada al cigarrillo—. Que te den por el culo.

—Veo que todo va bien.

Abrió los ojos. Su ayudante, Mohammed Sariya, estaba de pie a su lado.

—Creo que es la primera vez en la vida que le oigo maldecir —añadió Sariya, impresionado.

—Es la primera vez que me las tengo que ver con los putos israelíes —gruñó Jalifa, al tiempo que arrojaba el cigarrillo a la alcantarilla y se ponía en pie. Devolvió el vaso al vendedor callejero, cogió del brazo a Sariya y los dos volvieron a la comisaría.

—Me han dicho que estás trabajando con Ibrahim Fathi —dijo.

Fathi era otro detective de la comisaría, conocido popularmente como al-Homaar, el Burro, porque encaraba el trabajo policial de una forma desprovista de imaginación, con más empeño que brillantez. No era sorprendente que fuera uno de los favoritos de Hasani.

—¿Algo interesante?

—Un par de mercaderes de bananas que falsificaban el peso en al-Bayadiya —contestó Sariya—. Y un misterioso caso de robos múltiples de pollos en Bayarram. Nunca había tenido tantas emociones cuando trabajaba con usted.

Jalifa sonrió. Jamás lo habría admitido, pero le preocupaba la posibilidad de que a Sariya le gustara trabajar con al-Homaar, atenerse a las reglas para variar. Le tranquilizó darse cuenta de que no era así, y se sintió menos aislado. Había echado mucho de menos a su ayudante durante los últimos días.

Pasaron entre los puestos de guardia situados a cada lado de la entrada de la comisaría y empezaron a subir por la escalera principal.

—Hablando en serio, ¿cómo le va? —preguntó Sariya mientras subían—. No muy bien, por lo que deduzco.

Jalifa se encogió de hombros, pero no dijo nada.

—¿Puedo hacer algo? Llamadas, por ejemplo.

Jalifa sonrió y le palmeó el brazo.

—Gracias, Mohammed, pero creo que debo seguir actuando solo. No estoy agobiado. Sólo desorientado. Como de costumbre.

Llegaron al final de la escalera. El despacho de al-Homaar, donde Sariya estaba trabajando, se hallaba al final del pasillo a la derecha; el de Jalifa se encontraba a la izquierda.

—Infórmame de cómo acaba el caso de los mercaderes de bananas —dijo, al tiempo que soltaba el brazo de Sariya. Le guiñó un ojo y se alejó. Dio un par de pasos y se volvió—. ¡Eh, Mohammed! Una cosa.

Sariya le acompañó hasta su despacho. El teléfono estaba sonando cuando entraron.

—¿Quiere que conteste? —preguntó Sariya.

Jalifa hizo un gesto despectivo.

—Será Hasani, para saber cómo me va. Que espere.

Se encaminó hacia su mesa y, sin hacer caso del teléfono, empezó a buscar entre las pilas de papeles amontonados, hasta que sacó la diapositiva que se había llevado de casa de Jansen.

—No creo que sea nada, pero a ver si puedes descubrir dónde está la tumba. Para ser sincero, es algo más personal que profesional, de modo que no pierdas demasiado tiempo. Hazlo cuando tengas un momento.

Sariya alzó la diapositiva a la luz. El teléfono continuaba sonando, insistente, ruidoso, atronando la habitación.

—Y será mejor que no le digas nada a Fathi —añadió Jalifa, al tiempo que lanzaba una mirada de irritación al teléfono—. No le haría ninguna gracia saber que trabajas para los dos a la vez.

50

Jerusalén

—Vamos, estúpido
shmuck
árabe, ¿dónde cojones estás?

Ben Roi tamborileaba con los dedos sobre el escritorio, impaciente, con el ceño fruncido, el auricular pegado al oído. Tenía un humor de perros por lo sucedido en el campamento, y se había irritado aún más al oír los cuatro mensajes que el egipcio le había dejado en el contestador de su despacho. «Inspector Ben Roi, tenga la amabilidad de llamarme.» «Inspector Ben Roi, confiaba en haber recibido ya noticias de usted.» «Inspector Ben Roi, le ruego que me informe sobre el curso de sus investigaciones.» «Inspector Ben Roi, ¿ha empezado a investigar el caso del que hablamos?»

Casi había puesto en peligro su vida por ese hombre, y el único agradecimiento que recibía eran mensajes como esos. No tendría que haberse molestado ni en devolverle las llamadas. Tendría que haberle dejado en ascuas unos cuantos días más. Enseñarle modales. De hecho, bien pensado, eso era justo lo que iba a hacer. Colgar y que el muy mamón esperara.

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