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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

El guardián de los arcanos (41 page)

BOOK: El guardián de los arcanos
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Demasiado sorprendida para discutir, Laila obedeció, cerró ambas puertas y le siguió al interior del estudio.

Todo estaba manga por hombro, hasta el último centímetro de espacio disponible (suelo, repisa de chimenea, antepecho de ventana, escritorio) cubierto de montañas tambaleantes de papeles y libros, como si un tornado especialmente violento hubiera arrasado la habitación. Tan absoluto era el caos que tardó un momento en darse cuenta de que dos montículos en forma de butaca cerca de la ventana eran exactamente eso, un par de butacas sepultadas bajo ropas desechadas y volúmenes manoseados de la
Historia medieval de Cambridge.
Topping se abrió camino hacia ellas y empezó a despejar una para que Laila pudiera sentarse.

—No he oído bien su nombre.

—Laila. Laila al-Madani.

—¿Y es usted...?

—Periodista.

—Ya me parecía que no pertenecía al mundo académico —dijo el hombre, al tiempo que retrocedía e indicaba la butaca, despejada de su camuflaje de libros y ropa sucia—. Demasiado atractiva.

Su tono era tan práctico que logró decirlo sin que sonara como una mala frase de película barata. Laila se sentó, mientras él se habilitaba un espacio en la otra butaca.

—¿Café? —preguntó, y movió la cabeza en dirección a una pequeña puerta que se hallaba en una esquina de la habitación, a través de la cual Laila vio una cocina pequeña y estrecha. Declinó la invitación.

—¿Una copa?

—Es demasiado temprano para mí.

Dio la impresión de que su respuesta sorprendía en cierta manera al hombre, como si la posibilidad de que existiera una relación entre una copa y el momento del día jamás se le hubiera pasado por la cabeza. No insistió. Terminó de despejar su butaca, fue a la cocina, sacó una botella de Budwar de la nevera y la abrió con el borde del aparador.

—¿De veras ha venido desde Jerusalén? —preguntó—. ¿O sólo intentaba hacerme sentir culpable?

Ella le aseguró que había dicho la verdad.

—Supongo que debería sentirme halagado —afirmó el hombre mientras se sentaba frente a ella—. La mitad de mis alumnos ni siquiera se digna venir a mis aposentos desde el otro lado de la universidad.

Bebió un trago de cerveza, estiró las piernas y la miró.

—¿Y bien?

Laila le sostuvo la mirada un momento (vaya si era guapo) y después se agachó para buscar algo en su bolsa.

—Quería preguntarle acerca de una conferencia que dio hace unas semanas —dijo—. El Pequeño Guillermo y el Secreto de Castelombres. —Se enderezó tras coger la libreta, el bolígrafo y la hoja impresa de la página web de la Sociedad Historiográfica del St. John's College—. He intentado investigar este asunto de Castelombres para un artículo que estoy escribiendo, pero creo que no voy a ningún sitio. He tratado de extraer información de internet, pero... Bien, a juzgar por la descripción de su conferencia, tuve la impresión de que tal vez podría proporcionarme algo más detallado.

El hombre enarcó las cejas, sorprendido.

—¿Y ha venido de tan lejos sólo para esto?

—Bien, es evidente que habría sido mucho más fácil si usted hubiera tenido teléfono o correo electrónico...

El hombre esbozó la sombra de una sonrisa, como dándole la razón, se inclinó y tomó otro trago de cerveza.

—Debo decir sin más dilación que la conferencia fue más un divertimento que una disertación sesuda —aclaró—. El tema que me interesa es la identidad cultural en el Languedoc medieval, en especial los archivos de la Inquisición del siglo XIII, de modo que todo este rollo sobre secretos, tesoros enterrados y actividades misteriosas de los arqueólogos nazis me trae al pairo. —Clavó la vista en la botella de cerveza—. Aunque fue interesante. Muy interesante. Incluso importante.

Siguió una breve pausa, como si el profesor estuviera absorto en sus pensamientos, después meneó la cabeza y tendió la mano.

—¿Qué ha averiguado hasta el momento?

Laila sacó la página con las notas que había tomado el día anterior y se la pasó. El hombre la examinó.

—Para ser sincero, no estoy seguro de que pueda añadir gran cosa a esto. Como ya le he dicho, no es mi especialidad. Y aunque lo fuera... —Se encogió de hombros y le devolvió la hoja. Sin embargo, debió de reparar en la expresión decepcionada de la joven, porque se apresuró a añadir—: De todos modos, me atrevería a decir que puedo proporcionarle información general, sobre el contexto y todo eso. Es lo menos que puedo hacer, teniendo en cuenta que ha venido de tan lejos. Si le sirve o no..., bien, será usted quien lo juzgue.

Se levantó y caminó hacia su escritorio, donde empezó a buscar en una enorme montaña de papeles apilados.

—¿Ha estado alguna vez en Castelombres? —preguntó.

Ella admitió que no.

—Vale la pena ir. Aunque no hay mucho que ver. Una ventana de piedra, algunos muros derruidos. Todo invadido de malas hierbas. Pero resulta evocador. Te invade una sensación de melancolía. El castillo de las sombras. Eso es lo que el nombre significa. Muy apropiado. ¡Ajá! —Extrajo un fajo de papeles de la pila—. Las notas de mi conferencia —explicó.

Pasó las páginas, apoyado sobre el borde del escritorio; el movimiento provocó que la montaña de papeles tras él, ya en precario equilibrio, se viniera abajo. No hizo caso.

—Muy bien —dijo—, empecemos por el principio. Por lo que podemos deducir de las fuentes contemporáneas, tan escasas que casi podríamos calificarlas de inexistentes (un par de genealogías incompletas, algunos títulos de propiedad, testamentos, ese tipo de cosas), Castelombres no tenía nada de extraordinario, al menos hasta finales del siglo XI. Era el típico señorío de escasa importancia del Languedoc. Sus señores eran propietarios de tierras e inmuebles, se casaban con otros nobles de la región, hacían donaciones a instituciones religiosas, juraban fidelidad a los condes de Foie. De lo más normal. Después, alrededor de 1100, las cosas empezaron a cambiar de repente. Un cambio muy drástico.

Laila se inclinó hacia delante, y un estremecimiento recorrió su espina dorsal. Si el resultado de sus investigaciones era correcto, y no tenía motivos para pensar que no fuera así, había sido alrededor de 1100 cuando Guillermo de Relincourt descubrió el misterioso tesoro bajo la iglesia del Santo Sepulcro y lo envió a su hermana en Castelombres.

—Una vez más, las fuentes son escasísimas —continuó Topping—. Algunos poemas trovadorescos, un par de fugaces referencias en crónicas contemporáneas y, lo más importante, dos fragmentos de cartas escritas por el erudito judío contemporáneo Rashi. El caso es que todas parecen coincidir en que, a partir de principios del siglo XII, Castelombres empieza a atraer una atención creciente. El motivo es que comienzan a propagarse rumores de que es el lugar donde se guarda un tesoro extraordinario, de poder y belleza sin parangón.

—¿Se sabe qué era? —preguntó Laila, procurando mantener la voz serena.

Topping negó con la cabeza.

—Ni idea. Ni siquiera las fuentes parecen muy seguras. Algunas se refieren a él como «Lo Tresor», otras se limitan a llamarlo secreto o misterio, lo cual implica una especie de significado alegórico o simbólico. No queda claro.

Acabó su cerveza y arrojó la botella a una papelera que se hallaba a un metro y medio de distancia, donde aterrizó con un sonido metálico.

—Aunque no contemos con detalles precisos, sabemos dos cosas con seguridad. En primer lugar, fuera cual fuese este misterioso objeto o secreto, estaba íntimamente relacionado con Esclarmonde de Castelombres, esposa del conde Raimundo III, a quien desde el primer momento parece que se consideró un guardián o figura protectora. En segundo lugar, al parecer poseía un profundo significado para la fe judía. En fecha tan temprana como 1104, según Rashi, los jefes de las principales comunidades judías del Languedoc (Toulouse, Béziers, Narbona y Carcasona) visitan el castillo. Hacia 1120 llegan judíos de lugares tan lejanos como Córdoba y Sicilia. Y hacia 1150 da la impresión de que el lugar había sido consagrado como centro de peregrinación judío y de estudio de la Cábala. Una vez más, debo insistir en la escasez de las fuentes. Aun así, está claro que algo muy extraño estaba ocurriendo en Castelombres durante ese período.

Laila estaba sentada en el borde de la butaca.

—Continúe.

Topping meneó la cabeza.

—Por desgracia, a partir de mediados del siglo XII las fuentes enmudecen por completo. Lo siguiente que sabemos acerca de Castelombres, y lo último, aparece en la llamada
Crónica de Guillaume de Pelhisson
, que documenta que en 1243, durante la cruzada cátara, el castillo fue arrasado por fuerzas de la Iglesia católica, sus tierras repartidas y la casa de Castelombres borrada de la faz de la tierra. Del misterioso secreto o tesoro, fuera lo que fuese, no se vuelve a hablar nunca más.

Hizo una pausa y miró a Laila por encima de sus notas.

—Al menos hasta que encontré una curiosa referencia hace unos meses, en un documento de la Inquisición que estaba estudiando en la Bibliothéque Nationale de París. El motivo de que todo volviera a empezar.

Se oyó un sonido metálico apagado cuando una campana dio la media hora en el exterior.

—¿Sabe algo acerca de los cátaros? —preguntó.

Laila había leído por encima un libro sobre el tema durante el viaje, de manera que, junto con el material que ya había encontrado en internet, se había hecho una idea básica de la secta.

—Un poco —contestó—. Sé que era una secta herética cristiana que floreció en el Languedoc durante los siglos XII y XIII. Creían... —Echó un vistazo a las breves notas que había garabateado en el avión—. Creían que el universo estaba regido por un Dios de la Luz y un Dios de las Tinieblas, y que todo el mundo material era obra del Dios malo. La Iglesia católica emprendió una cruzada contra ellos. Se atrincheraron en el castillo de Montségur y, justo antes de que éste cayera, lograron sacar un fabuloso tesoro burlando a los sitiadores. —Le miró—. Eso es todo lo que sé, me temo.

El hombre asintió con la cabeza, impresionado.

—Es mucho más de lo que la mayoría de la gente sabe, se lo aseguro.

Siguió un breve silencio y los dos se miraron. Después Topping se levantó, fue a la cocina de nuevo y se procuró otra cerveza.

—¿Está segura de que no le apetece una? —preguntó.

—Venga.

El hombre abrió dos botellas, tendió una a Laila y se sentó frente a ella. Estiró las piernas (largas, blancas, delgadas), de modo que sus pies quedaron a escasos centímetros de la butaca que ocupaba Laila.

—Desde hace mucho tiempo el tesoro de los cátaros ha sido objeto de especulaciones —dijo, retomando el hilo de su relato—. Algunas académicas, la mayoría fantasías desbocadas. Ha dado pie a toda clase de teorías acerca de su naturaleza, desde sacos de oro hasta el Santo Grial, pasando por textos religiosos cátaros. La verdad es que, al igual que con el secreto de Castelombres, las fuentes no aclaran nada.

Tomó un trago de cerveza.

—Conocemos la existencia del tesoro gracias a los testimonios que ofrecieron ante la Inquisición los supervivientes del asedio a Montségur. Cuando el castillo se rindió a los cruzados católicos en marzo de 1244, unos doscientos defensores se negaron a renunciar a sus creencias y fueron quemados en la hoguera. A los demás se les concedió la libertad con la condición de que entregaran una confesión completa a los interrogadores de la Inquisición. Han sobrevivido veintidós de estas declaraciones, que suman unas cuatrocientas páginas, y de ellas cuatro mencionan la historia del misterioso tesoro salvado in extremis.

Laila levantó la botella para beber un trago, pero la bajó de nuevo y tomó una nota.

—El pasado diciembre, me topé con lo que parece ser parte de la confesión de un vigesimotercer superviviente de Montségur. También habla del tesoro de los cátaros, pero aporta otros detalles bastante interesantes.

El profesor parecía muy tranquilo, repantigado en la butaca con la botella en la mano. Pese a todo, Laila adivinó por el brillo de sus ojos y la leve aceleración de sus frases que estaba tan entusiasmado como ella por la historia.

—La habían archivado, supongo que por error, con documentos muy posteriores —continuó el profesor—. Era una transcripción del interrogatorio de un superviviente de Montségur llamado Berenger d'Ussat, llevado a cabo por un inquisidor que respondía al nombre de Guillaume Lepetit, Guillermo el Pequeño, o el Pequeño Guillermo, como yo prefiero llamarle. Berenger describe cómo, hacia la Navidad de 1243, unos tres meses antes de que Montségur cayera, cuatro dirigentes cátaros... —consultó sus notas —Amiel Aicart, Petari Laurent, Pierre Sabatier y un hombre llamado Hugon, lograron escapar del castillo al amparo de la noche, cargados con un importante tesoro. En sí, no era particularmente impresionante. Las otras cuatro confesiones acerca del «tesoro» dicen exactamente lo mismo. Lo que viene a continuación, no obstante, sí es fascinante, porque cuando Guillermo, el interrogador, presiona a Berenger para que proporcione más información sobre este misterioso tesoro, dice... —De nuevo bajó la vista hacia sus notas— ...
«Credo ut is Castelombrium relatam est unde venerit et ibi sepultara est ut nemo eam invenire posset.»

Lo cual, traducido, más o menos significa: «Creo que fue devuelto a Castelombres, de donde procedía, y fue enterrado allí para que nadie lo encontrara».

Laila se quedó boquiabierta.

—¡Dios mío! ¡El tesoro de Montségur y el Secreto de Castelombres son la misma cosa!

Topping se enderezó en su butaca y bebió un trago de cerveza.

—Hemos de reconocer que no es más que un testimonio sin corroborar —afirmó—. Es más que posible que Berenger estuviera intentando confundir a sus inquisidores, darles pistas falsas. Aun así, se trata de una idea enigmática. Muy enigmática. Y quizá no debería resultar tan sorprendente. Al fin y al cabo, Castelombres se encuentra a menos de diez kilómetros en línea recta de Montségur, por lo que es lógico deducir que existía cierta relación entre los dos castillos. Además, la amistad de los cátaros con los judíos era bien conocida, de modo que también es lógico deducir que, ante una fuerza invasora católica y antisemita, los defensores de Montségur ofrecieran refugio al secreto o tesoro alojado en Castelombres. En cuanto a si los señores de Castelombres adoptaron el credo cátaro... —Se encogió de hombros—. Dudo que lleguemos a saberlo algún día, si bien, teniendo en cuenta su relación con los judíos y el hecho de que su castillo fuera destruido por los cruzados, no me extrañaría nada. Para ser sincero, no existen argumentos sólidos. Lo importante es que hay motivos fundados para pensar que lo que hasta ahora parecían ser dos misterios, son en realidad uno solo.

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