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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

El guardián de los arcanos (45 page)

BOOK: El guardián de los arcanos
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Se oyó un crujido detrás cuando la cafetera empezó a hervir.

—¿Más café?

Laila negó con la cabeza y, mientras el anticuario se preparaba una taza, contempló su libreta, al tiempo que daba vueltas en su mente a cuanto acababa de oír e intentaba encajarlo en el entramado de lo que había descubierto en los últimos días. El discurso de Hitler en Wewelsburg se le antojaba particularmente relevante. Si el objeto que constituía el meollo de todo el misterio estaba de alguna forma, aunque fuera oscura, relacionado con la expulsión de los judíos de Tierra Santa y su posterior persecución por los nazis, eso explicaría algo que la tenía perpleja desde el principio: por qué podía ser de interés para alguien como al-Mulatham. Sin embargo, aún no estaba más cerca que antes de descubrir qué era la maldita cosa.

—¿Qué pasó después? —preguntó—. Después de que Hoth llegara a Wewelsburg, quiero decir.

Dupont estaba sirviendo el café en una taza, con un cigarrillo sujeto entre los dientes.

—No sabemos nada. La misteriosa caja desapareció en las profundidades del castillo. Hoth volvió a Berlín, donde aceptó un trabajo burocrático en la Ahnenerbe. Da la impresión de que el misterioso asunto llegó a su fin bruscamente.

Revolvió el líquido, se quitó el cigarrillo de la boca y bebió.

—No obstante, hay una cosa bastante curiosa, que puede que esté relacionada o no. Sucedió más de un año después de que Hoth llegara a Wewelsburg, a finales de 1944. En aquel momento, el curso de la guerra se había vuelto de manera inexorable contra los nazis. Los norteamericanos y los ingleses estaban invadiendo Alemania desde el oeste; los rusos, desde el este. Aunque el Führer todavía insistía en que podrían dar la vuelta a la situación, el alto mando nazi sabía que los días del Tercer Reich estaban contados. Empezaron a apartar oro y tesoros artísticos robados del camino de los ejércitos aliados que avanzaban, y los enviaron al extranjero o los escondieron en lugares secretos de Alemania, por lo general en minas abandonadas.

Bebió un poco de café y volvió al taburete giratorio, con la taza en una mano y el cigarrillo en la otra.

—En medio de este caos, en diciembre de 1944, Dieter Hoth aparece de repente en el campo de concentración de Dachau, en el sur de Alemania, acompañado, según declaraciones del subcomandante del campamento, Heinz Detmers, de dos camiones, uno de los cuales contiene una caja de madera bastante grande.

Los ojos de Laila se abrieron de par en par.

—El...

—Tal vez sí, tal vez no —dijo Dupont, adivinando la pregunta—. Debía de ser algo muy importante para que Hoth en persona hiciera ese viaje, pero si era la misma caja que se llevó de Castelombres... —Se encogió de hombros—. Sólo sabemos que ordenó formar un grupo de trabajo compuesto por seis prisioneros y volvió a marcharse. Es posible que hubiera llevado la caja para enterrarla en algún lugar cercano, o quizá para embarcarla con destino al extranjero. También es posible que su visita tuviera un propósito muy diferente. No lo sabemos. Al día siguiente estaba de vuelta en su despacho de Berlín. Nunca más volvió a saberse nada de la caja.

—Le mataron a finales de la guerra, ¿verdad?

Dupont asintió.

—Él y un grupo de oficiales de las SS intentaron huir de Berlín antes de que cayera en manos de los rusos. Un cohete katiusha los alcanzó cuando trataban de cruzar el puente de Weidendammer. No quedó gran cosa de él, a juzgar por todos los indicios. Le volaron la cabeza y las dos piernas. Sólo lograron identificarle porque llevaba su Cruz de Caballero y cierto número de objetos de un yacimiento que había saqueado en Egipto.

Dio una última calada al cigarrillo y lo apagó en el cenicero.

—Imagino que era lo que se merecía. Un hombre fascinante, un erudito brillante, pero un ser humano muy imperfecto. Es una tragedia, si se para a pensarlo, que una mente tan magnífica se plegara a tan horribles fines.

Suspiró, enlazó las manos tras la nuca y contempló la luz del cielo. Laila se reclinó en su butaca y se frotó los ojos, agotada de repente. Lo que Guillermo de Relincourt había descubierto en Jerusalén, lo que había enviado a su hermana en Castelombres, lo que habían trasladado a Montségur para salvarlo, lo que luego Diether Hoth había desenterrado y llevado a Alemania parecía perdido de nuevo. Tan cerca, y sin embargo tan lejos.

—Si tiene tiempo, debería visitar St. Sernin —decía Dupont—. Una parte data de la época de la Primera Cruzada.

Laila musitó un «sí», distraída. No estaba escuchando. Sólo podía pensar en qué demonios haría a continuación.

56

El Cairo

Después de salir del bloque de apartamentos de los Gratz, Jalifa paseó un rato por el-Maadi. Admiró las casas lujosas, se detuvo en un puesto callejero donde tuvo el capricho de comprar una estatuilla de madera tallada del dios halcón Horus, convencido de que sería un buen regalo para su esposa Zainab. Después, con casi cuatro horas por delante, regresó a la estación de metro y tomó un tren al centro de la ciudad.

Siempre que se encontraba en El Cairo con tiempo libre, acababa en el Museo de Antigüedades Egipcias de Midan Tahrir, y ahí era donde pensaba ir ahora, con la esperanza de perderse, al menos por un rato, en su prodigiosa colección de objetos antiguos. Su viejo amigo y mentor el profesor Mohammed al-Habibi, conservador jefe del museo, estaba dando conferencias en Europa, lo cual era una pena, porque pocas cosas le gustaban más en el mundo que pasear por las galerías del museo en compañía del profesor. Incluso sin él, no obstante, era un lugar mágico, y mientras el tren traqueteaba en dirección norte a través de los barrios polvorientos, experimentó una punzada de emoción e impaciencia al pensar en los prodigios que le aguardaban.

Había ocho estaciones entre el-Maadi y Sadat, la estación más cercana al museo. Por qué bajó cuatro antes de su destino, no tenía ni idea. En un momento dado estaba oscilando de un lado a otro en el vagón abarrotado, contemplando los edificios apiñados que desfilaban ante la ventana, y al siguiente, sin ser consciente de que se había apeado, se hallaba en una calle desierta, ante la estación de Mar Girgus, con la estatuilla de Horus en una mano, mirando un muro de piedra muy bien cuidado, el cual cercaba un amasijo asimétrico de casas, monasterios e iglesias: el Masr al-Qadimah, la Ciudad Vieja de El Cairo.

Aunque conocía la capital casi como la palma de su mano, nunca había visitado ese barrio, una laguna curiosa en sus incursiones geográficas, teniendo en cuenta su fascinación por la historia, puesto que, como indicaba su nombre, era la parte más antigua de la metrópoli, con edificios, o partes de edificios, que databan de la época romana (la ciudad no existía en los tiempos del antiguo Egipto, cuando la capital, Menfis, se hallaba más al sur).

Se quedó parado durante casi un minuto, parpadeando, desorientado, como si acabara de despertar de un sueño profundo y se encontrara en un lugar muy diferente de aquel en que se había acostado. Después, empujado por un impulso que era incapaz de explicar ni resistir, cruzó la calle y bajó por un tramo de escalones de piedra desgastados, los cuales le condujeron bajo el muro que rodeaba el recinto hasta la colmena de edificios que encerraba.

Reinaba un silencio sobrenatural, y todo estaba muy quieto, la atmósfera espesa y húmeda, intemporal, como si las leyes físicas que imperaban en el resto de la ciudad estuvieran en suspenso en ese rincón concreto y todo se hallara sumido en una especie de vacío silencioso e inmutable. Se detuvo, sin saber muy bien qué demonios hacía allí, pero al mismo tiempo imbuido de la curiosa sensación de que su presencia tal vez no se debía al azar, sino que existía un propósito definido. Avanzó de nuevo para enfilar una estrecha calle pavimentada que se extendía ante él como un corte de escalpelo efectuado en las entrañas enmarañadas del barrio. Edificios de piedra y ladrillo ruinosos formaban paredes a ambos lados, salpicadas aquí y allá por gruesas puertas de madera, como bocas correosas, la mayoría cerradas a cal y canto, pero algunas entreabiertas, lo cual permitía vislumbres fugaces de los mundos secretos que custodiaban: un huerto bien cuidado, una habitación llena hasta el techo de leña, una capilla copta invadida por las sombras, con sus columnas estriadas envueltas por la luz de las velas.

De vez en cuando se abrían travesías a derecha o izquierda, silenciosas, desiertas, que le invitaban a desviarse a otra parte del barrio. Siguió su camino por la calle pavimentada que serpenteaba de un lado a otro, hasta que al fin, como un río que desembocara en un estanque, accedió a un polvoriento espacio abierto, en el centro del cual se alzaba un edificio cuadrado de dos pisos construido en piedra amarilla, con ventanas en forma de arco y una cornisa tallada que seguía el borde de su tejado plano. Un cartel plantado en el exterior rezaba:
SINAGOGA BEN ESDRAS. PROPIEDAD DE LA COMUNIDAD JUDÍA DE EL CAIRO.

Nunca había visto una sinagoga, y mucho menos entrado, así que por un momento vaciló, pues una parte de él deseaba dar media vuelta y regresar sobre sus pasos. Sin embargo, la sensación de que era ahí donde debía estar, de que de alguna manera inexplicable e involuntaria le habían llamado, era tan intensa que venció todas sus dudas, de modo que, con la estatuilla en la mano, se acercó al edificio y atravesó la entrada arqueada.

El interior estaba fresco y bien iluminado, ornamentado, silencioso. El suelo era de mármol blancogrisáceo, una hilera de lámparas de latón colgaba del techo y, a cada lado, una fila de columnas sustentaban una galería baja de madera. Las paredes estaban pintadas con dibujos geométricos en verde, oro, rojo y blanco, y al fondo de la sala, más allá de un púlpito de mármol octogonal, un tramo de cinco peldaños ascendía a un santuario de madera adornado con exquisitez, con la superficie incrustada de marfil y nácar, y líneas de escritura hebrea grabadas en sus puertas.

Vaciló una vez más, embargado por una curiosa sensación de expectación, después avanzó con parsimonia y atravesó toda la sinagoga hasta detenerse al pie de los escalones que conducían al santuario. Un par de lámparas de latón de forma peculiar, casi tan altas como él, se alzaban a ambos lados, cada una con un largo tallo vertical del que surgían seis brazos que se curvaban con gracia hacia fuera y arriba, tres a un lado, tres al otro, cada uno rematado, al igual que el pie, por una bombilla en forma de llama. Pese a la magnificencia de los demás adornos del edificio, por algún motivo fueron estas lámparas lo que más le llamaron la atención, como si fueran el motivo de su expectación. Se acercó a una, tendió una mano y la cerró alrededor del liso tallo.

—«Harás un candelabro de oro puro, y seis brazos saldrán de sus costados, y sus capiteles, sus cálices y sus flores formarán una sola pieza con él.»

Jalifa giró en redondo, sobresaltado. Creía que estaba solo, tenía la certeza de estar solo. Ahora, no obstante, vio que a su derecha, lejos, semioculto en la penumbra bajo la galería, había un hombre sentado en uno de los bancos de madera dispuestos a lo largo de las paredes de la sinagoga. Llevaba una vestidura azul oscuro y un gorro que parecían fundirse con las sombras (la razón de que no hubiera reparado antes en él, probablemente), y una barba blanca que le llegaba casi hasta la mitad del pecho. Sus ojos eran de un azul extraordinario y parecían refulgir en la oscuridad como estrellas en un cielo nocturno.

—Se llama menorah —dijo el desconocido con voz suave y musical.

—¿Cómo dice?

—La lámpara que sujeta. Se llama menorah.

Jalifa cayó en la cuenta de que su mano todavía aferraba el tallo del candelabro. La retiró, avergonzado, como si le hubieran sorprendido tocando algo que no debía.

—Lo siento —dijo—. No tendría que haber...

El desconocido agitó una mano y sonrió.

—Es bueno que le interese. La mayoría de la gente pasa de largo sin fijarse. Si quiere tocar, adelante, se lo ruego.

Miró fijamente a Jalifa (el detective no había visto jamás unos ojos tan azules y brillantes) y después se levantó y caminó hacia él, con movimientos curiosamente ágiles y dinámicos, casi como si estuviera flotando. Si bien el pelo y la barba eran blancos como el hielo, cuando se acercó a la luz Jalifa vio que su piel era suave y tersa, sin arrugas, y el cuerpo bien recto, de modo que era imposible adivinar su edad. Producía una sensación desconcertante. No amenazadora, sólo... extraña. Como si no fuera de este mundo, como si no existiera en el tiempo real, sino que formara parte de un sueño.

—¿Es usted el... imam de aquí? —preguntó el detective; apenas reconoció su propia voz, que sonó extrañamente apagada, como si estuviera hablando bajo el agua.

—¿El rabino? —El hombre sonrió de nuevo, mientras su mirada se posaba en la estatuilla de Horus que Jalifa sujetaba en la mano izquierda—. No, no. Aquí no hay rabino desde hace más de treinta años. Yo soy un simple... guardián. Como mi padre antes que yo, y su padre antes que él, y el suyo antes que él. Cuidamos de... las cosas.

Su tono era prosaico, distendido. No obstante, la elección de las palabras, la forma en que su mirada escrutaba y envolvía a Jalifa, penetraba en su interior, parecían insinuar un significado más profundo, cierto grado de mutua comprensión que trascendía lo que se verbalizaba. Si bien siempre había desdeñado a quienes creían en lo paranormal
(hunkum-funkum
, como decía el profesor al-Habibi), el detective no podía escapar a la inquietante convicción de que el hombre no sólo sabía muy bien quién era él, sino que era, de una manera indefinible, el responsable de su presencia allí. Meneó la cabeza, desconcertado, y retrocedió medio paso. Siguió un largo silencio.

—¿Significa algo la palabra «menorah»? —preguntó por fin, con la intención de entablar conversación, de aligerar la atmósfera de gravedad que parecía rodearlos.

El desconocido bajó la mirada hacia Jalifa (le sacaba casi una cabeza). Después, con una leve sonrisa de complicidad, como si hubiera estado esperando la pregunta, se volvió hacia la lámpara, y sus ojos color zafiro centellearon a la luz de sus bombillas en forma de llama.

—En hebreo quiere decir «candelabro» —contestó con voz queda—. La lámpara de Dios. Un símbolo de grandísimo poder para mi pueblo. El Símbolo. El signo de los signos.

Lejos de aligerar la atmósfera, Jalifa intuyó que su pregunta sólo había servido para espesarla más. Pese a eso, a pesar de sí mismo, no pudo evitar sentirse atraído por las palabras del hombre, como si estuviera escuchando una especie de encantamiento.

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