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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

El guardián de los arcanos (46 page)

BOOK: El guardián de los arcanos
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—Es... bonita —murmuró, mientras recorría con los ojos el tallo de la lámpara y la suave curva de sus brazos.

—A su manera —repuso el hombre—. Aunque, como todas las reproducciones, no es más que una sombra del original; la primera lámpara, la verdadera, la que el gran orfebre Bezalel forjó en los albores del tiempo, en los días de Moisés y el Éxodo de Egipto. —Tocó con la yema de los dedos el brazo exterior de la lámpara—. Esa sí era muy bonita —añadió, y sus ojos destellaron como si un par de mariposas azul eléctrico se hubieran posado a cada lado del puente de su nariz—. Siete brazos, capiteles en forma de flores, cálices como almendras, toda ella forjada con un solo bloque de oro macizo: el objeto más bello de la historia. Se alzaba en el tabernáculo desierto y en el primer templo que Salomón construyó, y en el segundo templo también, hasta que llegaron los romanos y se perdió para el mundo. Sucedió hace casi dos mil años. Tal vez alguna vez volverá a ser vista... —Se encogió de hombros—. Quién sabe. Quizá algún día —Guardó silencio un momento, mientras contemplaba el candelabro con una expresión extraña y distante en los ojos, como si estuviera recordando tiempos pretéritos. Después bajó la mano y se volvió hacia Jalifa.

—En Babilonia —prosiguió—. Es lo que dice la profecía. En Babilonia se encontrará la verdadera menorah, en la casa de Ab-ner. Cuando llegue el momento.

Una vez más, por alguna razón que no pudo explicar, el detective tuvo la inquietante sensación de que las palabras del hombre decían más de lo que parecían expresar, de que, aunque no comprendía muy bien su significado, no por ello dejaba de ser importante. Sostuvo un momento su mirada y después apartó la vista. Sus ojos vagaron por el interior de la sinagoga, hasta que se posaron en el reloj que colgaba sobre la entrada.

—¡Maldita sea!

Estaba seguro de que sólo llevaba quince minutos dentro, veinte a lo sumo. No obstante, según el reloj, pasaban de las cinco, lo cual significaba que había estado en la sinagoga más de tres horas. Consultó su reloj, que confirmó sus temores, y meneando la cabeza con perplejidad dijo que debía irse.

—He perdido por completo la noción del tiempo.

El hombre sonrió.

—La menorah puede provocar ese efecto. Es una fuerza muy... misteriosa.

Los dos hombres se miraron, y Jalifa experimentó la fugaz sensación de que caía, como si se precipitara desde una gran altura a un charco de agua azul. Movió la cabeza en un gesto de despedida y se dirigió hacia la entrada de la sinagoga.

—¿Puedo preguntarle su nombre? —dijo el hombre antes de que saliera.

Jalifa se volvió.

—Yusuf —contestó. Después, más por educación que por verdadero interés, preguntó—: ¿Y usted?

El hombre sonrió.

—Soy Shomer Ha-Or. Como mi padre antes que yo, y su padre antes que él. Espero volver a verle, Yusuf. De hecho, sé que lo haré.

Antes de que el detective pudiera preguntar qué quería decir, el hombre agitó la mano a modo de despedida y se encaminó de nuevo hacia las sombras del lateral de la sinagoga, con aquellos peculiares movimientos ágiles, hasta que desapareció de la vista como si hubiera partido de este mundo.

57

Jerusalén

El Centro de Salud Mental Kfar Shaul, un grupo de edificios amarillos y blancos carentes de la menor distinción, a la sombra de los árboles y rodeado por una valla de escasa altura, se halla situado en una cuesta empinada en el límite noroeste de Jerusalén, en el punto en que las afueras de la ciudad empiezan a disgregarse y fragmentarse, y se confunden con las pendientes cubiertas de pinos de Judean Hills. Ben Roi llegó a última hora de la tarde, aparcó ante la puerta principal, se acercó a la cabina de seguridad e informó al guardia de que tenía cita para ver a un paciente. Llamaron a otra parte del recinto, y tres minutos más tarde llegó una mujer regordeta de mediana edad con bata de médico, la cual se presentó como doctora Gilda Nissim y le acompañó hasta el hospital.

Ir allí era, si no exactamente un acto desesperado, sí la última línea de investigación viable que le quedaba a Ben Roi. Pese a que había trabajado toda la noche anterior y todo el día, no había conseguido establecer un vínculo entre Piet Jansen y Hannah Schlegel. Sí, había desenterrado algunos datos más sobre el pasado de la señora Schlegel: las fechas exactas de su internamiento en Auschwitz, el hecho de que su hermano y ella habían sido trasladados al campo desde Recebedou, un centro de tránsito en el sur de Francia. La información era demasiado fragmentaria para construir una imagen clara de la vida de la víctima, y mucho menos para explicar por qué Piet Jansen, o cualquier otra persona, había deseado matarla.

Sólo había vislumbrado un tenue destello de luz durante una visita al Memorial del Holocausto de Yad Vashem, donde la señora Schlegel había trabajado de archivera a tiempo parcial. Según uno de sus antiguos colegas, su trabajo consistía sobre todo en archivar, catalogar, colaborar en peticiones de investigación sencillas, tareas administrativas generales, nada fuera de lo corriente. Al mismo tiempo (y eso fue lo que dio a Ben Roi motivos para pensar), también había llevado a cabo una especie de investigación particular, aunque el ex compañero ignoraba de qué naturaleza. No obstante, pensaba que estaba relacionada con Dachau, pues en varias ocasiones había visto a Schlegel examinar documentación y testimonios de supervivientes de aquel campo de concentración en particular. La señora Weinberg, la antigua vecina de Schlegel, también había afirmado haberla visto con expedientes sobre Dachau, y Mayi, el chico que había quemado su casa, había explicado que el piso estaba lleno de papeles y documentos, «como una especie de archivo». El detective estaba convencido de que todos estos datos poseían importancia, y de que en cierta manera la «investigación particular» de la señora Schlegel estaba relacionada con su asesinato y con Piet Jansen. Sin embargo, había sido incapaz de descubrir dicha relación y al final se había visto obligado a admitir que, si bien era importante para la investigación, también se le antojaba sin futuro.

Por lo tanto, sólo quedaba Isaac Schlegel, el hermano de la fallecida. Y, a juzgar por todo lo que había llegado a sus oídos, estaba como un cencerro.

—Me han dicho que el señor Schlegel está muy jodido —dijo mientras la doctora Nissim y él atravesaban los terrenos del hospital siguiendo una senda asfaltada que ascendía entre edificios de piedra diseminados, separados por terrazas de flores, pinos y cipreses.

La mujer le dirigió una mirada de desaprobación.

—Está muy trastornado, si es eso a lo que se refiere —replicó—. Sufría un síndrome de estrés postraumático agudo, como resultado de sus experiencias durante la guerra, y cuando su hermana murió... Bien, eso acabó de trastornarle. Estaban muy unidos. No debería esperar gran cosa de él. Por aquí.

Se desviaron a la izquierda y, tras rodear un cercado en el que dos hombres obesos en pijama jugaban al ping-pong, llegaron a un bloque moderno de una sola planta, construido en piedra blanca, con un letrero en el exterior que anunciaba el Centro Psicogeriátrico del Ala Norte. Atravesaron la entrada acristalada y recorrieron un pasillo desierto, de iluminación acogedora, que olía a productos de limpieza y verduras hervidas. Sólo se oían el zumbido del aire acondicionado y, procedente de una habitación que se hallaba más adelante, la voz apagada de un hombre que decía algo acerca de Saúl, Sedecías y el Juicio Final. Ben Roi miró a la doctora.

—¿No será...?

—¿El señor Schlegel? —La mujer emitió un gruñido desabrido—. No se preocupe. Isaac tiene muchos problemas, pero imaginar que es un profeta del Antiguo Testamento no se cuenta entre ellos. Además, hace quince años que apenas pronuncia una palabra.

Se detuvieron ante una puerta cercana al final del pasillo. Nissim llamó con suavidad y la abrió a continuación. Asomó la cabeza.

—Hola, Isaac —dijo en tono tranquilizador—. Te he traído a un visitante. No has de tener miedo. Sólo va a hacerte algunas preguntas. ¿Te parece bien?

Si hubo respuesta, Ben Roi no la oyó.

—Le concedo veinte minutos —dijo la mujer, al tiempo que volvía a salir al pasillo—. Vendré a buscarle cuando sea la hora. Y recuerde que esto no es una comisaría de policía. Pórtese bien con él, ¿de acuerdo?

Sostuvo la mirada del detective un momento y después, con un leve movimiento de la cabeza, volvió sobre sus pasos. Ben Roi vaciló, sin saber qué esperar, incómodo. Siempre había detestado este tipo de lugares, su esterilidad gélida, desprovista de carácter, el ambiente soporífero, como si hasta el aire estuviera drogado. Cruzó la puerta y la cerró a su espalda.

Se encontraba en una habitación luminosa, muy espartana, con una cama, una mesa y docenas y docenas de dibujos a lápiz pegados con celo a las paredes, desde el suelo hasta el techo, como papel pintado mal encolado, muy sencillos, como los que adornan cualquier guardería. Schlegel estaba sentado en una butaca delante de la ventana, un hombre demacrado, de aspecto frágil, vestido con un pijama verde claro y zapatillas. Tenía la mirada clavada en el jardín y un libro, de portada arrugada y manoseada, entre sus manos huesudas.

—¿Señor Schlegel?

El anciano no contestó. Ben Roi esperó un momento, y a continuación cogió un taburete de madera, cruzó la habitación y se sentó frente al paciente.

—Señor Schlegel —repitió, procurando que su voz no transmitiera la menor amenaza—. Me llamo Arieh Ben Roi. Trabajo para la policía de Jerusalén. Quería hacerle algunas preguntas. Sobre su hermana Hannah.

El hombre parecía no haber reparado en su presencia, porque continuaba mirando por la ventana, con los ojos hundidos e inexpresivos.

—Sé que es difícil para usted —prosiguió el detective—, pero necesito su ayuda. Intento capturar al hombre que asesinó a su hermana. ¿Me ayudará, señor Schlegel? ¿Tendrá la bondad de contestar a mis preguntas?

Nada. Ni una señal de que le hubiera oído, ni una reacción, ni una respuesta, sólo la mirada perdida y catatónica, vidriosa e inexpresiva, como un pez que mirara desde el mostrador de una pescadería.

—Por favor, señor Schlegel.

Nada.

—¿Me oye, señor Schlegel?

Silencio.

—¿Señor Schlegel?

Silencio...

—Joder.

Ben Roi levantó las manos e hizo crujir los nudillos detrás de la nuca, desconcertado. Si hubiera estado interrogando a un sospechoso, habría insistido, acosado, amenazado, exigido información, pero, como había dicho la doctora, esto no era una comisaría de policía y no podía emplear métodos de comisaría.

Transcurrieron varios minutos, durante los cuales ambos permanecieron sentados en silencio, como jugadores de ajedrez. Al rato, tras aceptar que la conversación era imposible, Ben Roi se levantó y deambuló por la habitación mirando los dibujos pegados en las paredes. Debía de haber cerca de un centenar, y al principio no prestó excesiva atención a lo que plasmaban; se limitó a echarles un vistazo, sin el menor interés, pues los consideraba simples productos de una mente trastornada. Sin embargo, poco a poco advirtió que, por infantiles que fueran (dibujos torpes y sencillos que cualquier niño de cinco años habría podido pergeñar), tal vez no eran tan inconexos como al principio había pensado. Al contrario, daba la impresión de que, tomados en conjunto, formaban una especie de narración sinuosa, como un mural.

Bajó la vista hacia un dibujo que había al lado de la puerta. Representaba un barco con una chimenea, líneas azules ondulantes que eran olas y, de pie en la proa, dos figuras como palos cogidas de la mano. Los dos dibujos siguientes plasmaban casi la misma escena, pero luego venía otro en que las dos figuras, todavía cogidas de la mano, parecían suspendidas en el aire delante de la proa, como si saltaran al mar. Recordó que la señora Weinberg le había hablado de que la señora Schlegel y su hermano se habían visto obligados a nadar hasta la costa, después de que el barco en el que viajaban a Palestina hubiera sido rechazado por los ingleses en Haifa, y de repente comprendió que esa era la escena que plasmaba.

—Es su vida —susurró para sí.

Giró en redondo.

—Es su vida, ¿verdad? Es la historia de su vida.

Se volvió de nuevo y siguió la narración, primero hacia adelante, después hacia el pasado, observando un dibujo tras otro hasta reconstruir toda la historia.

Muchas imágenes correspondían a cosas que ya había descubierto sobre la vida de Hannah Schlegel. Sobre la cama, por ejemplo, entre los últimos dibujos de la colección, había tres que representaban a una figura pequeña a la que golpeaba en la cabeza otra figura mucho mayor, sobre un fondo amarillo que recordaba un desierto, tal vez una referencia a su asesinato en Egipto. Del mismo modo, todo un bloque de dibujos diseminados alrededor de la puerta, más de veinte, todos en negro o gris, ofrecían escenas nada ambiguas de los horrores de Auschwitz: una chimenea humeante, rollos de alambre de púas, seis cuerpos colgados de un patíbulo y, horripilante por su sencillez, dos figuras atadas a camas, con zigzags sanguinolentos de lápiz rojo en sus ingles y tajos negros que surgían de sus bocas, en lo que Ben Roi interpretó como un aullido de agonía.

Otros dibujos eran menos fáciles de interpretar. La primera imagen de la narración, por ejemplo, era la de una casa rosada grande con un sol brillante que se alzaba detrás de ella y cuatro caras que miraban por diferentes ventanas, todas sonrientes. ¿Era un recuerdo de la infancia de Schlegel?, se preguntó. ¿La hermana y el hermano en su hogar, con sus padres, antes de que su mundo se derrumbara? ¿O poseía un significado totalmente diferente?

De manera similar, intercaladas a intervalos regulares en la colección, como un motivo recurrente, el estribillo de una canción o una poesía, había una serie de imágenes de menorahs de siete brazos, pintadas con lápiz amarillo intenso. ¿Una alusión a la fe y herencia del artista, quizá? ¿O una forma que al anciano le resultaba tranquilizadora? No estaba claro.

Un grupo de dibujos en concreto llamó la atención de Ben Roi, sobre todo porque parecían marcar una especie de transición entre el optimismo infantil de los primeros dibujos, efectuados con colores alegres y brillantes, y los tonos más oscuros y melancólicos del resto de la colección. Eran cuatro en total, y todos plasmaban lo mismo: el arco de una puerta o cancela, muy alto y estrecho, en cuyos lados redondeados se enroscaban tentáculos de hiedra verde. La primera del grupo presentaba a dos figuras, probablemente Hannah y su hermano, en el centro del arco, cogidos de la mano y sonrientes. La siguiente representaba casi la misma escena, pero esta vez las figuras estaban escondidas tras una especie de arbustos y miraban a otro grupo de figuras cavar con azadones delante del arco. La secuencia se rompía debido a la primera de las menorahs, que luego se repetían tanto en la colección, para reanudarse con una imagen de los hermanos Schlegel huyendo del arco, perseguidos por las figuras provistas de azadones. El último dibujo de la secuencia retrataba a una especie de gigante malvado, de feroces ojos rojos, que atenazaba a las dos figuras más pequeñas, una en cada mano. Sus sonrisas habían sido sustituidas por parábolas negras que simbolizaban terror y angustia.

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