El guardián de los arcanos (16 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

BOOK: El guardián de los arcanos
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—Debo decir, Batah, que cada día estás más guapa —dijo Sama cuando la chica sirvió los cuencos de caldo de pollo—. Me encanta ese caftán. Le he comprado uno igual a Ama. ¡Trescientas libras! ¡Vaya cara!

Al contrario que Batah, la hija de Sama y Hosni era baja, gordita y muy perezosa, una diferencia que su madre intentaba disimular comprándole ropa más cara que la que llevaba su prima.

—Se parece a ti cuando tenías su edad —dijo Nawal dirigiendo una sonrisa a Zainab—. ¡Apuesto a que todos los chicos te perseguían!

—Si fuera un poco más joven, yo te perseguiría a ti —comentó Tawfiq entre risas.

Batah dejó escapar una risita tímida y salió de la sala.

—Ya es hora de que empieces a pensar en un marido para ella —gruñó Hosni, al tiempo que sorbía la sopa.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Zainab—. ¡Sólo tiene catorce años!

—Nunca es demasiado pronto para pensar en estas cosas. Hay que planificar por adelantado, esa es la clave. Siempre hay que mirar al futuro. Pensad en el aceite, por ejemplo... —Hosni trabajaba en el ramo de los aceites comestibles y nunca desaprovechaba la oportunidad de desviar la conversación en esa dirección—. Cuando el año pasado volvimos a lanzar la gama de aceite de girasol, llevábamos dieciocho meses preparándolo. ¿El resultado? Las ventas aumentaron un ocho por ciento y nos dieron el premio al Mejor Aceite Doméstico. No se consiguen esos éxitos sin una buena planificación.

Tomó otro sorbo de sopa.

—También recibimos una mención por nuestro aceite de nuez. ¡Está volando de las tiendas!

Los demás procuraron parecer impresionados. Terminaron el primer plato y pasaron al segundo, cordero guisado con guisantes, orca, arroz y patatas. La conversación derivó hacia los amigos comunes, el reciente partido de fútbol entre Zamelak y al-Ahli en El Cairo, y luego la política. Hosni y Nawal se enzarzaron en un acalorado debate sobre la guerra lanzada por Estados Unidos contra el terrorismo.

—¿Qué estás diciendo? —gritó Hosni—. ¿Que no tendrían que haber hecho nada tras el once de septiembre, tragar y callar?

—Lo que digo es que, antes de empezar a bombardear otros países, tendrían que limpiar su propia casa. A ver, ¿por qué cuando cualquier otro país del mundo apoya el terrorismo es invadido, pero cuando Estados Unidos lo hace se trata de «política exterior»?

Jalifa guardó silencio durante toda la discusión, sin apenas probar la comida. De vez en cuando hacía algún comentario, pero casi todo el tiempo estuvo absorto en sus pensamientos. El cadáver de Malqata, la colección de antigüedades de Jansen, la reunión con Hasani, el curioso encuentro en Karnak... Todo danzaba en su cerebro como reflejos en una sala de los espejos. Y detrás de todo, como el decorado de una obra de teatro, siempre lo mismo, incluso cuando las escenas cambiaban: el curioso tatuaje en el antebrazo de la mujer muerta, un triángulo y cinco números. Como las marcas en la carne para saber su procedencia.

—¿Más cordero?

La voz de Zainab resonó en su oído. Le estaba ofreciendo el cuenco de guisado.

—¿Qué? Oh, no, gracias.

—¿Qué opinas de él, Yusuf?

Tawfiq le miraba expectante.

—¿Cómo dices?

—Estaba a kilómetros de distancia —observó Nawal con una risita—. Debía de estar pensando en tumbas y jeroglíficos.

—¡O en culos de mujeres! —Hosni se echó a reír, y su esposa le propinó una palmada en la muñeca.

—Al-Mulatham —dijo Tawfiq—. ¿Qué opinas de los atentados suicidas?

Jalifa tomó un sorbo de Coca-Cola (como buen musulmán, nunca bebía alcohol), echó la silla hacia atrás y encendió un cigarrillo.

—Creo que cualquiera que mate civiles inocentes a sangre fría es repulsivo.

—Los israelíes asesinan a palestinos a sangre fría y nadie parece quejarse —apuntó Nawal—. Recordad lo que pasó el otro día. Un helicóptero israelí mató a dos niños.

—Eso no lo justifica —repuso Jalifa—. ¿De qué sirve vengarse matando más niños?

—¿Y de qué otra manera pueden defenderse? —contestó Tawfiq—. Se enfrentan al ejército más poderoso de Oriente Próximo, el cuarto ejército más poderoso del mundo. ¿Cómo coño quieres que hagan valer sus derechos? Admito que es horrible, pero es lo que hace la gente cuando la han tratado brutalmente durante cincuenta años.

—Como si la Autoridad Nacional Palestina fuera una gran defensora de los derechos humanos —rezongó Zainab—. Como si nuestro país lo fuera.

—Esa no es la cuestión —dijo Tawfiq—. La cuestión es que la gente no se ata explosivos a la cintura y se vuela en mil pedazos por el placer de hacerlo. Lo hacen porque están desesperados.

—No estoy defendiendo a los israelíes. —Jalifa se encogió de hombros y encendió el cigarrillo de Nawal—. Creo que... Bien, como dice Zainab, no contribuye a mejorar la situación.

—¿Quieres decir que no sientes una punzada de placer cuando te enteras de que ha estallado otra bomba? —preguntó Tawfiq—. ¿Que una vocecilla en tu interior no dice: «Lo tienen bien merecido»?

Jalifa clavó la vista en la mesa, mientras una espiral de humo se elevaba del extremo de su cigarrillo. Antes de que pudiera contestar, Sama intervino.

—Te diré lo que yo siento —dijo—. ¡Me apetece un buen pudin! ¿Estoy oliendo a
umm ali
, Zainab? ¿Qué te parece si ayudo a Batah a servirlo? La cena ha sido espléndida.

Pasaba de la medianoche cuando se acostaron por fin. Zainab se durmió casi al instante. Jalifa dio vueltas sin cesar, mientras oía la respiración de Yusuf en la cuna, veía los paralelogramas de luz que los faros de los coches dibujaban en el techo y notaba los latidos de su corazón. Al cabo de veinte minutos, se levantó y fue al salón, donde accionó un interruptor. Una fuente en miniatura situada en el centro cobró vida. Apretó otro interruptor, y se encendió una hilera de luces de colores dispuestas alrededor del estanque de plástico donde caía el agua de la fuente. Jalifa se sentó en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared, y se frotó los ojos. Había construido la fuente con sus propias manos, para dar un poco de color al gris apartamento. No era una obra de arte. El agua no bombeaba bien y las baldosas que rodeaban el estanque estaban mal alineadas, pero le resultaba relajante oír el rítmico fluir del agua y ver el centelleo de las luces.

Estuvo sentado en silencio largo rato, después se inclinó hacia la derecha y encendió un pequeño magnetófono que descansaba sobre un taburete. Le envolvió la voz intensa y ululante de Umm Kalsum, que cantaba una canción de amor y pérdida:

Tus ojos me devuelven a los días que no volverán,

me enseñan a lamentar el dolor del pasado.

Todo lo que veían mis ojos antes de verte

era una vida desperdiciada. ¿Cómo no iba a serlo,

cuando tú eres mi vida, la luz de mi aurora?

Antes de ti, mi corazón nunca conoció la dicha,

sólo sentía el sabor del sufrimiento y el dolor.

Percibió un movimiento a su espalda y Zainab apareció en el salón con cara de sueño. Llevaba una camisa de Jalifa (era la prenda que siempre usaba para dormir), sus piernas, largas y esbeltas, quedaban al descubierto. Se inclinó para besarle en la frente y la camisa se le subió hasta las caderas, de modo que Jalifa vislumbró la sombra de su vello púbico. Después se acomodó en el suelo a su lado y apoyó la cabeza en su hombro. Su largo pelo cayó sobre el pecho de su marido como una cascada oscura.

—Esta noche no te lo has pasado bien, ¿verdad? —dijo adormilada.

—Sí —protestó él—. Ha sido...

—Aburrido —terminó ella—. Lo leí en tus ojos. Te conozco demasiado bien, Yusuf.

Él le acarició el pelo.

—Lo siento —dijo—. Tenía otras cosas en la cabeza.

—¿Trabajo?

Jalifa asintió. Le gustaba sentir el pecho de Zainab contra el brazo.

—¿Quieres hablar?

Él se encogió de hombros, pero no dijo nada. La cinta de seda de la voz de Umm Kalsum se enredó alrededor de ambos.

¿Crees que mi corazón todavía puede confiar en ti,

o que las palabras pueden resucitar el pasado?

¿Recuerdas aquellos tiempos,

cuando mis días eran lágrimas, y las lágrimas mi vida?

¿Crees que mi corazón todavía puede confiar en ti,

o que las palabras pueden resucitar el pasado?

—¿Sabes lo que me recuerda esto? —dijo Zainab, mientras le acariciaba la mano y su dedo recorría la pequeña cicatriz en la muñeca, donde un perro le había mordido de pequeño—. Aquel día que fuimos a Yébel el-Silsila. Cuando pescaste aquel siluro para comer y fuimos a nadar al Nilo. ¿Te acuerdas?

Jalifa sonrió.

—¿Cómo podría olvidarlo? Se te quedó atrapado el pie entre unas hierbas y pensaste que un cocodrilo te estaba atacando.

—Y tú resbalaste en el barro y te ensuciaste los pantalones nuevos. ¡Nunca había oído tantas palabrotas!

Jalifa rio y la besó en la mejilla. Ella se apretó más contra él y le rodeó la cintura con los brazos.

—¿Qué pasa, Yusuf? Estabas muy distante esta noche. Y anoche también. ¿Qué te preocupa?

Jalifa suspiró y le acarició el cabello.

—Nada. Cosas de la oficina.

—Cuéntamelo. Quizá pueda ayudarte.

Jalifa guardó silencio un largo rato, con la vista clavada en las gotas centelleantes de la fuente. Después apoyó la cabeza contra la pared y recorrió con los ojos una grieta del techo.

—He hecho algo terrible, Zainab —murmuró—. No sé cómo arreglarlo. O sí, pero me da miedo.

—Tú no haces nada malo, Yusuf —susurró ella, y alzó una mano para acariciarle la cara—. Eres un buen hombre. Lo sé, nuestros hijos lo saben, Dios lo sabe.

—No, Zainab. Soy débil, estoy asustado y te he fallado. Me he fallado a mí mismo.

Se masajeó las sienes. Siguió un largo silencio, roto por el sonido de la cinta y el suave burbujeo del agua de la fuente, y después empezó a hablar, al principio con lentitud, después más rápido, y vomitó toda la historia: Piet Jansen, Hannah Schlegel, Mohammed Yamal, el encuentro en Karnak, todo. Ella escuchaba, mientras le acariciaba la cara y el cuello, con el seno pegado a su hombro.

—En aquel tiempo tuve miedo de hablar —dijo cuando terminó—. Era joven, acababa de llegar a la comisaría, no quería poner en peligro mi futuro. Dejé que condenaran a un inocente porque no tuve redaños para hablar. Y ahora... aún estoy asustado. Asustado de lo que pasará si empiezo a escarbar, si vuelvo a abrir el caso. Encierra mucha maldad, Zainab. Lo presiento. Y no sé si vale la pena arriesgar mi empleo por...

Se interrumpió y meneó la cabeza.

—¿Por qué? Por un hombre como Mohammed Yamal.

—Sí, y... Bien, como dice el jefe Hasani, Jansen está muerto. Lo que descubramos no cambiará las cosas.

Ella le miró a los ojos.

—Hay algo más —dijo—. Lo veo dentro de ti. Lo intuyo. ¿En qué estás pensando, Yusuf?

—En nada, Zainab. Es que...

Apretó las piernas contra el pecho y se inclinó para apoyar la frente sobre las rodillas.

—La mujer era israelí —susurró—. Una judía. Mira lo que están haciendo, Zainab. ¿Vale la pena?, me pregunto. ¿Vale la pena tomarse tantas molestias por alguien así?

Escupió las palabras sin pensarlas. No obstante, en cuanto las hubo pronunciado, comprendió que era esto lo que le atormentaba desde hacía tanto tiempo, no sólo ahora, sino quince años antes, cuando había visto a Hasani y el jefe Mahfuz dar palizas a Mohammed Yamal. Que hablar no sólo significaría poner en peligro su carrera por un delincuente de poca monta, sino también (y esto era lo que más le daba que pensar, entonces y ahora) por alguien de un país y un credo que había llegado a despreciar. Ese fanatismo le avergonzaba hasta lo más hondo, porque intentaba ser en todo un hombre tolerante y juzgar a cada persona por lo que era, no por sus antecedentes, nacionalidad o fe. Pero costaba. Desde pequeño le habían enseñado que Israel era malvado, que los judíos intentaban conquistar el mundo, que era un pueblo cruel, arrogante y avaricioso, que había cometido atrocidades sin cuento contra sus hermanos musulmanes.

«Son perversos —le repetía su padre de pequeño—. Todos. Expulsan a la gente de su tierra y se la roban. Matan a mujeres y niños. Desean destruir la
umma.
Ten cuidado con ellos, Yusuf. Ten cuidado siempre con los judíos.»

Al crecer, su círculo de experiencias se había ensanchado y había llegado a comprobar que las cosas no eran blanco o negro como le habían dicho. No todos los judíos apoyaban la opresión de los palestinos. Ser israelí no te convertía automáticamente en un monstruo. Como pueblo, los judíos habían padecido horribles sufrimientos.

No obstante, no podía desprenderse por completo de lo que le habían inculcado en la infancia.

En conversaciones con amigos y colegas, siempre que salía a colación el tema, intentaba adoptar una postura moderada, como había hecho aquella noche. En el fondo, sin embargo, en los lugares que sólo él conocía, persistía la antigua intolerancia, una mancha oscura que, por más que se esforzaba, no podía borrar. No era algo de lo que se sintiera orgulloso, pues sabía que le disminuía como persona, pero no podía deshacerse de ella más que de su propio tuétano. Había dictado sus actos quince años antes, y daba la impresión de que ahora estaba ocurriendo lo mismo.

—Cuando Tawfiq me preguntó antes si siento placer cuando una bomba estalla en Israel —dijo con voz queda—, si una vocecilla en mi interior dice «se lo merecen»... bien, la verdad es que sí, Zainab. No quise decirlo, pero así es. No puedo evitarlo.

Meneó la cabeza, avergonzado de decir tales cosas, de revelar su secreto.

—Con este caso, me siento como si hubiera en mí dos personas. Una sabe que se ha producido una terrible injusticia, que una mujer ha sido asesinada y han condenado a un inocente, que mi deber es intentar descubrir la verdad. Pero la otra persona dice: a la mierda. ¿A quién le importa que una judía vieja fuera golpeada hasta morir? ¿Para qué voy a meterme en líos? Me odio por eso, pero ahí está.

Zainab se reclinó un poco y le miró entornando sus ojos almendrados, con la cara envuelta en sombras, como cubierta por un fino velo.

—Todos tenemos malos pensamientos —dijo en voz baja—. Lo que importa son nuestros actos.

—Esa es la cuestión, Zainab. No sé si puedo actuar. Mis pensamientos son... Es como si me contuvieran. Para ti es más fácil. Procedes de una familia inteligente y culta. Tus padres viajaban, habían visto algo de mundo. No creciste con estos prejuicios. Pero cuando te dicen desde pequeño que los judíos y los israelíes son malos, que nuestro deber de musulmanes es odiarlos, que si no los matamos ellos nos matarán a nosotros... es difícil pensar de otro modo. Aquí... —añadió dándose unos golpecitos en la cabeza— sé que estas cosas están mal. Y aquí también... —Puso la mano sobre el corazón—. Pero aquí... —Bajó la mano hasta el estómago—. Aquí, en lo más hondo, no puedo evitar odiarlos. Es como si no pudiera controlar mis sentimientos. Me asusta.

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