El Hada Carabina (15 page)

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Authors: Daniel Pennac

Tags: #prose_contemporary

BOOK: El Hada Carabina
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Una vieja pareja en autarquía. Pastor puso la tetera en el hornillo eléctrico.
—¿Recuerdas, al menos, haber dado una vuelta por las comisarías en las que se habían denunciado gritos de mujer la noche en que diste con la descalabrada de la barcaza?
—Haciendo un esfuerzo, debiera recordarlo, sí.
—Pues bien, la comisaría del undécimo formaba parte del lote, chiquillo.
—¿Ah, sí?
—Sí. Un largo aullido que se oyó en el nivel cuatro de la Roquette. Justo en la esquina con la Folie-Régnault.
—¿Y lo comprobaron?
—Por teléfono. Llamaron a la fulana que les había avisado, y les dijo que no, que a fin de cuentas no era nada, que todo estaba tranquilo. Lo hacen a menudo: llaman antes de ir. Nueve de cada diez veces les evita desplazarse por nada.
—¿Y esta vez fue la décima?
—Eso es, mocoso, parece que comienzas a despertar. Fui a ver a la honorable ama de casa y le pedí que me describiera, exactamente, lo que ella y su tipo habían oído. «Un grito de mujer, rechinar de neumáticos y un portazo, sólo eso», dijo. «¿Y bajaron a ver?», pregunté yo. «Bueno, verá, echamos una mirá por la ventana, más bien.» «¿Y qué vieron?» «¡Na de na!», sueltan ambos, con los mismos signos de admiración; unanimidad altamente sospechosa. Entonces, ya me conoces, chiquillo, adopté mi mejor aspecto de
Annamita phalloides
y les pregunté si tendrían narices para repetirlo ante un tribunal. (Dime, chiquillo, ¿pones a hervir la tetera o qué?)
Tres partes de ron por una de agua hirviente, una mondadura de limón y un poco de Tranxène rosa, el grog de Thian está servido.
—¿Y entonces?
—Entonces, comenzaron a menear el culo de su cabeza, si sabes a qué me refiero. Y fue el marido el primero en derrumbarse. En esos casos, siempre son los tíos los que ceden primero, nunca las fulanas, ¿te has fijado? «Mira, mami, mejor se lo soltamos al inspector, pa' yudar a la justicia, ¿no?» «¿Soltar qué?», pregunta ella, a la defensiva. «Bueno, el tío que se las piraba...» «¡Ah, sí!, el tipo que corría por la Folie-Régnault, sí, me se había olvidao del todo.» «¿Alguien huía?», pregunto yo muy cortés. «Pse, un tipo doblao, como si llevara algo.» «¿Y no lo dijeron en comisaría?» Muy incómodos, entonces. «Bueno, es decir, se nos fue de la cabeza.» «¿Ah, sí? ¿Y por qué puerta? ¿Conocían al corredor o qué?» No, no, en absoluto, no lo conocían, por su madre que no. «¿Y entonces por qué intentaron encubrirlo?» «¿Por qué vamos a encubrir a un tipo al que no conocemos?» «Eso es lo que les pregunto.» Y entonces se instala el silencio, siempre en este preciso momento de cualquier interrogatorio bien llevado, hijo. Y yo, finalmente, cada vez más minh en el género viet, susurro: «¿Por casualidad no vieron otra cosa?». Y, justo antes de que me suelten un nuevo cuento: «¿qué coño vieron ustedes, rediós?».
Larga pausa de satisfacción.
—Perfecto, ese grog. Hiciste bien instalándote aquí, chiquillo.
—Bueno, ¿qué habían visto?
Con el pulgar, Thian señaló el paquete envuelto en periódicos.
—Ahora puedes abrirlo.
El paquete contenía un suntuoso abrigo de unas pieles que Pastor fue incapaz de identificar.
—Una mofeta, amiguito. Hay aquí bestezuelas por valor de tres o cuatro kilos. Una pesadilla de ecologista. Eso es lo que clisó mamita desde lo alto de su torreón. Debió de evaluar enseguida el precio de la cosa. De modo que, como puedes imaginar, no iba a irse de la lengua con los móviles del undécimo, ni tampoco a hablar del tipo que perdía el culo, no fuera a ser que la pasma llegara enseguida y le disputaran los pellejos para enmofetar a su propia parienta. Le soltó al buen Dios cuatro oraciones, para que no pasara ningún coche, esperó a que el corredor se desvaneciera en la noche, se puso las pantuflas y bajó deprisa, deprisa, volvió a subir como alma que lleva el diablo, nada por aquí, nada por allá, vestida ya para pasar los próximos inviernos, que se anuncian, por lo demás, cada vez más duros.
—¿Y te lo ha soltado así? ¿Sin protestar?
—Es la ley, chiquillo. Pero se ha puesto tan triste que la he consolado diciendo que ese pellejo era buscado por todas las mafias del mundo y que, si se lo hubiera quedado, se habría colgado encima una auténtica diana.
—Eres bueno, Thian.
—No, pero si debo decirte la verdad, prefiero mil veces esa fulana con su humano deseo de abrigo que el sucio señoritingo con el que hemos hablado esta tarde en el Almacén, ese director de personal.
—Con él has estado también muy fino.

 

Más avanzada la noche, Pastor tuvo derecho a ciertas hipótesis sobre los orígenes del abrigo. Thian hablaba mientras mecanografiaba su propio informe cotidiano, que nada tenía que ver con la cuestión. Su teclear era de anestesiante regularidad.
—Te hablo escribiendo, eso me evita dormirme. Si el abrigo es, efectivamente, el de la Corrençon, tu Malaussène lo tiene bastante crudo, ¿no?
—Bastante —convino Pastor.

 

Más tarde, cuando ambos hubieron terminado sus respectivos informes:
—¿Y tú, chiquillo, a qué has dedicado la velada mientras yo me calaba los huesos a tu servicio?
—También yo te he echado una manita.
—No podríamos seguir viviendo juntos si no nos diéramos algunas sorpresas. Así son las parejas previsoras, ¿no?
—La moza de las fotos que Malaussène dejó caer; su rostro me decía algo.
—¿Compañera de escuela? ¿Amiguita de la comunión? ¿Primer amor? ¿Pasión de una noche?
—No, fichada en estupefacientes sencillamente. Su foto me había pasado ya ante las narices... Le he pedido a Caregga que lo comprobara discretamente por mí.
—¿Discretamente?
—No trabajo para Cercaire.
—¿Resultado?
—Confirmación. Una vendedora agarrada hace cinco años a las puertas del instituto Henri IV. Se llama Edith Ponthard-Delmaire, es la hija del arquitecto. ¿Puedes echarme una manita con eso, Thian? Sería necesario localizarla y seguirla en los próximos días. ¿Podrías? ¿En tus ratos perdidos?
—Claro. Una jeringuera, ¿eh? Una perforadora de niños. Decididamente, el tal Malaussène se relaciona con gente estupenda...
—Sí. Tendremos que visitarlo. También en eso necesito tu ayuda, Thian. Tú mantendrás a la familia abajo mientras yo visito su habitación, arriba. Esconde ciertas fotografías que puedo necesitar.
—¿De dónde lo has sacado, chiquillo?
—Hadouch Ben Tayeb, el tipo al que he interrogado esta tarde.

 

Luego llegó la hora en la que el inspector Van Thian pegaba estampillas en sus hojas de la Seguridad Social. Era un ritual bisemanal que practicaba desde la muerte de su mujer, Janine. Doce años ya. «¡Afortunadamente, tu padre el Consejero inventó el Seguro!»

 

«No he inventado nada en absoluto —mascullaba el Consejero cuando leía esta frase en los periódicos—, sólo federé, después de la guerra, las cajas que ya existían.» Pero el Seguro era la obra de su vida, y el Consejero no podía negarlo. Cierto día, Pastor le había preguntado de dónde sacaba aquella entrega al Servicio Público. ¿Por qué no se había limitado a vivir tranquilamente, amparado por su fortuna y en su pasión por Gabrielle? «Porque es preciso pagar un impuesto sobre el Amor, muchacho. La felicidad individual debe producir efectos colectivos; sin ello, la sociedad es sólo un sueño de depredador.» Y otra vez: «Me gusta creer que a un enfermo le reembolsan por completo sus gastos cada vez que jodo con Gabrielle». «¿Sólo a uno?», había preguntado Pastor. Pastor se había preguntado a menudo si su adopción por aquel viejo matrimonio sin grieta alguna no sería, también, un «impuesto sobre el amor». Y luego, con la edad, se dijo que no, comprendió que se trataba de otra cosa: era su testigo, el Viernes de su isla privada. De lo contrario, ¿quién iba a saber nunca que un hombre y una mujer se habían amado en este bajo mundo? «¿Y tú —preguntaba Gabrielle—, cuándo vas a enamorarte?» «Cuando conozca una aparición», respondía Pastor.

 

Mucho tiempo después de la marcha de Thian, ya en los linderos del alba, la lluvia había dejado por fin de caer: teléfono. Coudrier.
—¿Pastor?
—¿Señor?
—¿Dormía usted?
—No, señor.
—¿Qué le parecería un desayuno, el domingo por la mañana, para recapitular un poco?
—Con mucho gusto, señor.
—En ese caso, reúnase conmigo a las nueve en el café del drugstore Saint-Germain.
—¿Frente al Deux-Magots?
—Sí, es donde desayuno todos los domingos.
—De acuerdo, señor.
—Hasta el domingo, pues; así tendrá algunos días para pulir el informe.
23

 

La señorita Verdún Malaussène: retrato de un recién nacido. ¡Tres días ya!
Es grande como un asado de familia numerosa, y del mismo color rojo carne; cuidadosamente embutida en la gruesa corteza de sus pañales, es reluciente, rolliza por todas partes, es un bebé, es la inocencia. Pero cuidado: cuando duerme, con los párpados y los puños apretados, se advierte que lo hace sólo con el objeto de despertar y hacerlo saber. Y, cuando despierta: ¡es Verdún! De pronto, todas las baterías entran en acción, el aullido de los shrapnels, el aire es sólo sonido, el mundo tiembla desde sus cimientos, el hombre vacila en el hombre, dispuesto a todos los heroísmos y a todas las cobardías para que la cosa cese, para que recupere el sueño, un cuarto de hora al menos, para que vuelva a ser esa enorme pulpeta, amenazadora como una granada, es cierto, pero silenciosa al menos. Y no es que durmamos también si ella se duerme, estamos muy ocupados vigilándola, preparando sus despertares, pero al menos los nervios se relajan un poco. La calma, el alto el fuego... La respiración de la guerra. Dormimos sólo con un ojo y con una oreja. En nuestra trinchera íntima, el centinela vela. Y, con el primer silbido de la primera bengala, ¡al asalto, coño!, ¡todos a los biberones!, ¡rechazad esa ofensiva!, ¡pañales, enfermera, pañales! ¡Rediós! Lo que se ha contenido por un lado, desborda por el otro casi inmediatamente, y los aullidos de la limpieza ofendida son más terribles aún que los del hambre. ¡Biberones! ¡Pañales!
Ya está, Verdún ha vuelto a dormirse. Nos deja de pie, atontados, vacilantes, con la vacía mirada clavada en la ancha sonrisa de su digestión. Esa sonrisa es el reloj de arena de su rostro. Va a disminuir poco a poco, imperceptiblemente, las comisuras van a acercarse y, cuando la rosada boca no sea más que un prieto puño, el clarín tocará el despertar de las tropas de refresco. De nuevo brotará de las trincheras el largo aullido voraz, para invadir los cielos. Y los cielos responderán con el martilleo de todas las artillerías: vecinos golpeando el techo, aporreando la puerta, blasfemias estallando en el patio del edificio... Las guerras son como los incendios del bosque, si no se tiene cuidado, se mundializan. Una nadería al principio, una mínima explosión en el cráneo de un duque, en Sarajevo, y cinco minutos después todo el mundo se parte la cara.
Y la cosa dura...
Verdún no ceja.
Tres días ya.
Y Jérémy, que tiene ojos en la cara, lo resume con una pregunta extenuada, inclinándose sobre la cuna de Verdún:
—Pero ¿no va a crecer nunca?

 

La única que pasa indemne a través de la tormenta es mamá. Mamá duerme. Las innumerables legiones soltadas por Verdún en nuestro territorio familiar la respetan. Convención de Ginebra. Mamá duerme. Hasta donde alcanza mi memoria, tras cada nacimiento, mamá ha dormido siempre. Durmió seis días tras el nacimiento de Jérémy. Su récord. Al revés que el buen Dios, despertó al séptimo. Y me preguntó:
—Bueno, hijo, ¿qué te parece el pequeño?
«Así mismo», como suelen decir los buenos libros, ninguno de los hijos Malaussène puede presumir de haber conocido los pechos de su madre. Julia ve en ello el origen de mi veneración por sus mamas. «Julie, ¡préstame tus mamas!» Risa de Julia, aparición de sus blancas colinas por el escote de su traje cruzado: «Ven, dulzura, estás en tu casa». («Dulzura...» Sí, soy yo. ¿Dónde te ocultas, Julie?)
Así pues, la pequeña Verdún manda sus hambrientas divisiones al asalto, y mamá duerme. Tendríamos legítimo derecho a reprochárselo. Algunas tripulaciones se amotinaron por mucho menos. Sin embargo, nuestra única preocupación, cuando calmamos a Verdún, es no despertar a mamá. Y, cuando realmente nos derrumbamos, contemplando su sueño recuperamos las fuerzas. Mamá no se limita a dormir. Mamá se rehace. Apoyado en el marco de su puerta, cada combatiente extenuado puede contemplar en ella el poderoso regreso de la belleza apacible.
—Es hermosa como una botella de Coca-Cola llena de leche.
Jérémy lo ha murmurado con lágrimas en los ojos. Risson frunce sus viejas cejas en un loable esfuerzo por dar cuerpo a la imagen. Clara ha tomado una fotografía. Sí, Jérémy, es hermosa como una botella de Coca-Cola llena de leche. ¡Conozco bien esa belleza! Irresistible. Del tipo Bella Durmiente, Venus saliendo de Shell, inefable candor, nacimiento al amor. ¿Sabéis cómo sigue, chicos? El Príncipe Encantador nos agarra las narices. En cuanto despierte, mamá será sólo cándida disponibilidad a la pasión. Y si, por desgracia, un apuesto zíngaro (o un gentil contable, no importa) pasa entonces por allí...
Jérémy, que está en la misma longitud de onda, murmura de pronto:
—¡Oh, mierda, Ben! ¿Van a quitárnosla otra vez?
Luego, tras una angustiada mirada a la cuna de la pequeña, provisionalmente adormecida:
—Verdún es la Última, ¿no?
—Vete a saber... Los amores tienen, precisamente, eso de común con las guerras...

 

En resumen, tres días y tres noches de infierno mundial. Por mucho que establezcamos turnos, los mocosos, las chicas y los abuelos no pueden con su alma. Sobre todo Clara, que carga con lo esencial del trabajo. Depre generalizada. Un tango, vamos. Al parecer, es frecuente. Peluca amenaza, incluso, con volver a la perfusión:
—Te lo juro, Benjamin, si sigue así, vuelvo al pinchazo.
Inclinado sobre la cuna, Risson, de quien no puede sospecharse, sin embargo, que deteste la infancia, sacude interminablemente la cabeza:

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