Sí, lo pensó.
—¡Qué error! El tal Malaussène es un auténtico santo, señor inspector, probablemente el único de esta ciudad. ¿Quiere que le cuente su historia?
Se la contó. Tenía el arma, por lo tanto, tenía tiempo. Contó por qué Malaussène lo albergaba a él, Risson, y a otros tres ancianos, viejas ruinas drogadas hasta las cejas por los recuperadores de apartamentos. Contó cómo Malaussène y los niños los habían cuidado y curado, cómo aquella increíble familia les había devuelto la razón y el gusto por la vida, cómo él mismo, Risson, se había sentido resucitado por Thérèse, cómo había hallado la felicidad en aquella casa y cómo se sentía transportado, al anochecer, por el goce de los niños cuando les contaba novelas.
—Y también por eso me veo obligado a matarlo, señor inspector.
¿Voy a cascarla porque este viejo majara les cuenta novelas a unos mocosos? Thian no comprendía.
—Estas novelas duermen en mi cabeza. He sido librero toda mi vida, sépalo, he leído mucho, pero mi memoria ya no es lo que era. Esas novelas duermen y cada vez tengo que despertarlas. Entonces es indispensable un pequeño pinchazo. Así empleo el dinero de esas viudas incultas: comprando lo necesario para que la literatura despierte en mis venas y poder así iluminar el espíritu de aquellos niños. ¿Comprende usted, al menos, esa felicidad? ¿Acaso puede comprenderla?
No, Thian no comprendía que se degollaran viejas para poder contar historias a los niños. No, pero comprendía perfectamente que aquel hombre de blanca pelambre, cuyos ojos comenzaban a brillar y cuya mano comenzaba a temblar, era el más peligroso majara que había encontrado en toda su larga carrera de pasma. «Y si no encuentro una solución volando, va a convertirme en fiambre, eso va a misa.»
—Esta noche, por ejemplo —proseguía el viejo Risson—, les contaré Joyce. ¿Conoce usted a James Joyce, señor inspector? ¿No, ni siquiera de nombre?
El cargador de la Manhurin bajo el aparador, y la propia Manhurin, invisible, detrás de la cama.
—Pues bien, les contaré Joyce. Dublin y los hijos de Joyce.
La voz de Risson se había elevado un poco. Salmodiaba como un predicador.
—Conocerán a Flynn, el quebrador de cáliz, jugarán con Mahonny alrededor de la fábrica de vitriolo, les haré recordar el olor que planeaba en el salón del cura muerto, descubrirán a Evelyne y su miedo a ahogarse en todos los mares del mundo. Les ofreceré Dublin, finalmente, y oirán corno yo al húngaro Villona exclamando de pie en la cubierta de su barco: «¡El alba, caballeros!».
El sudor brotaba bajo sus blancos cabellos, la mano temblaba cada vez más, crispada bajo la culata.
—Pero para resucitar eso con todo el poderío de la vida, necesito la Luz, la que su dinero difundirá en mis venas.
Thian no oyó el plop, pero fue consciente del golpe que lo mandó contra la pared. Sintió que su cabeza rebotaba y comprendió, bruscamente erguido sobre sus piernas, que se lanzaba hacia delante, con la absurda intención de desarmar al otro. Se produjo entonces un segundo golpe, la pared de nuevo, el deslumbrante aullido de su hombro herido ya, y luego la noche... Con una última imagen, sin embargo: la de un bebé goleando en brazos de una vietnamita sin edad.
32
En cuanto vio subir al viejo alto de cabellos blancos, el pequeño Nourdine salió de su escondrijo. Había abandonado el hueco de la escalera y había echado a correr, a correr cien veces más deprisa que cuando perseguía a Leila y sus compañeras. Se detuvo en el Koutoubia, en casa de Loula, en Lumières de Belleville, en lo de Saf-Saf, en la Goulette, preguntando en todas partes:
—¿Sim el Cabileño, han visto a Sim el Cabileño? Quiero ver a Simon el Cabileño.
Corría entre chisporroteos de merguez, atravesaba capas de menta, corría sin pensar en robar dátiles de los puestos, abordó a dos o tres trileros en las profundidades de pasillos donde los negros se disolvían en la oscuridad, y fue en aquella noche donde chocó con los abdominales de Mo el Mossi.
—¿Qué quieres de Sim?
—No me creyó —aulló el pequeño Nourdine—, no me creyó cuando le dije que el Navajas era un viejo, no me creyó, pero ahora puede comprobarlo, el mismo viejo, con sus cabellos blancos, acaba de subir a casa de la viuda Ho.
—¿A casa del travestido?
—Sí, a casa del pasma que se hace la viuda. El viejo asesino ha subido allí, podréis comprobar que él es el Navajas, ¡ya veréis! Lo de la viuda Dolgorouki fue también cosa suya.
Mo el Mossi se volvió hacia la oscuridad.
Mahmoud, sustitúyeme un minuto, vuelvo enseguida.
Luego agarró al chiquillo por el codo.
—Vamos allá, Nourdine, recogeremos a Sim de paso, y si nos has contado un cuento, podrán asar las merguez en tu culo.
—A mi culo no le pasará nada, ¡hace quince días que me escondo en la escalera para agarrarlo! ¡El Navajas es el viejo y no otro!
Interceptaron al alto vejestorio de pelambrera blanca cuando salía del edificio. La fiebre de sus ojos, el temblor de su piel, el sudor-espejo en su rostro, no cabía duda alguna, el viejo estaba poseído. Simon lo alivió de la Llama 27 y lo arrastró hacia el sótano mientras el Mossi devoraba los rellanos para tomarle la tensión a la viuda Ho. Nourdine se deslizó de nuevo bajo el hueco de la escalera; centinela.
El viejo creyó, al principio, que eran unos proveedores que lo habían descubierto. Mostró su dinero y tendió la otra mano. Por lo general, el intercambio duraba sólo un par de segundos. Esta vez fue más largo. Simon el Cabileño rechazó el dinero casi con cortesía. El sótano olía a meados y a cuero enmohecido. Un sillón esponjoso tendía sus brazos a la noche. Simon obligó al anciano a sentarse en él.
—¿Quieres tu dosis, viejo? La tendrás.
Sacó de su cazadora una jeringa larga como las pesadillas, una cuchara sopera y una bolsita de polvo blanco.
—Gratis.
Una sombra cayó en mitad del sótano: era el Mossi que regresaba de las alturas.
—Se ha cargado al travestido.
De una dentellada, el Cabileño despanzurró la bolsa. Inclinaba lentamente la cabeza.
—Si un pasma cae en Belleville, viejo, toda la juventud palma. ¿Por qué nos haces eso?
La respuesta llegó hasta los jóvenes, tan pasmosa como si el sillón se hubiera puesto a hablar solo.
—¡Para salvar la Literatura!
El Cabileño no se conmovió. Un largo hilillo de saliva unía sus risueños incisivos a la montañita de polvo blanco que crecía en la cuchara. Furioso, el polvo chisporroteó. Escupía como un gato.
—Y todas las viejas que has rajado, ¿ha sido también por la literatura?
Mo el Mossi creía que no le quedaba ya nada por oír, sin embargo, del Père-Lachaise a la Goutte d'Or.
—¡Por todas las literaturas, tanto la tuya como la mía!
El viejo estaba exaltado, pero no intentaba huir. Se arremangaba febrilmente. Su voz crecía, pero él permanecía sentado en su sillón. La palidez de su brazo flotó en la noche.
—El dinero de aquellas viejas incultas salvó del olvido las obras maestras que ahora reviven en jóvenes corazones. ¡Gracias a mí! ¡El barón Corvo!... ¿Conocéis al barón Corvo?
—No conozco a ningún barón —dijo Mo el Mossi con sinceridad.
Simon había hundido la aguja en la pequeña montaña en fusión. Nunca había necesitado la luz del día para trabajar con precisión.
—¿Y conoces, al menos, a Imru'l-Qays, príncipe de la tribu de Kinda, jovencito? Éste es de tu cultura, de tu más antigua cultura, ¡la preislámica!
—Tampoco conozco al príncipe —confesó Mo el Mossi.
Pero el viejo había comenzado a salmodiar, sin gritar demasiado:
—Qifa, nabki min dikra habibin oua manzili...
Simon traducía para el Mossi, tirando suavemente del émbolo de la jeringa. Sonreía.
—«Detengámonos, lloremos por el recuerdo de una amante y una morada...»
—¡Sí! —gritó el vejestorio, con una entusiasta carcajada—. Sí, es una de las traducciones posibles. Y dime, ¿conoces la poesía de al-Mutanabbi? Su ditirambo de la madre de Sayf al Dawla, ¿lo conoces?
—Lo conozco, sí —dijo Simon inclinándose hacia el viejo—, pero me gustaría oírlo de nuevo, por favor.
Acababa de rodear el bíceps del anciano con una tira de neumático. Sintió que las venas se hinchaban bajo sus dedos. Había hablado con dulzura.
—Nouidoul-machrafiataoual-aouali...
—recitó el viejo.
Simon hundió la aguja mientras traducía:
—«Preparamos las espadas y las lanzas...»
Y recitó la continuación, oprimiendo el émbolo.
—Oua taqtoulounal-manounoubilla qitali.
La mezcla de saliva y polvo blanco se vertió en la vena. Cuando llegó al corazón, el viejo fue arrancado del sillón, lanzado al espacio. Cayó a los pies de los dos muchachos, con los huesos quebrados, hecho un ovillo, semejante a una araña muerta.
—¿Traducción? —preguntó el Mossi.
—«Y he aquí que la muerte nos mata sin combate» —recitó el Cabileño.
Con la mirada en el techo, tendido en su catre de campaña, Pastor había permitido que la noche se instalara en el despacho. «Venderé el bulevar Maillot», decidió. Decía «el bulevar Maillot» como si jugara al Monopoly, pero se trataba de la casa de Gabrielle y el Consejero. «De todos modos, no me atrevo ya a poner los pies allí.» «Venderé el bulevar Maillot, y compraré algo pequeño en la calle Guynemer, que da al Luxembourg, o junto al canal Saint-Martin, en uno de esos edificios nuevos...»
Ni siquiera tendría que volver a la casa; pasaría por una agencia. «Que no te resulte una carga la herencia sentimental, Jean-Baptiste, vende, cambia, elimina, constrúyete algo nuevo...» Pastor iba a cumplir la última voluntad del Consejero. «¡Ya lo creo que voy a construir algo nuevo!» «Y encuentra una Gabrielle.» «Eso, Consejero, es ya otra cosa...»
Pastor se preguntó, por un instante, si había disfrutado realmente su victoria sobre Cercaire. No. ¿Dónde está el placer? Luego, nueva aparición del Consejero en la cabeza de Pastor. El Consejero estaba sentado en el anaquel oblicuo de una ventana de la biblioteca. Tejía el último jersey para Pastor. Disertaba contando los puntos. «Mi Seguridad Social es deficitaria por naturaleza, Jean-Baptiste, pero resulta que una pandilla de cabrones fuerzan un poco esta naturaleza.» «¿Y cómo lo hacen?», había preguntado Pastor. «Pequeño, no son medios lo que faltan. Con internamientos arbitrarios, por ejemplo, sobre todo internamientos de ancianos. ¿Tienes la menor idea de lo que cuesta a la colectividad un internamiento en un hospital psiquiátrico?» «¿Cómo lo hacen para mandar a un viejo, sano de espíritu, a concluir sus días en un hospital psiquiátrico, Consejero?» «Martirizándolo, viendo cómo se alcoholiza, sobremedicándolo, drogándolo, los muy cerdos tienen imaginación...» Y luego, esta frase: «Hay que abrir un expediente sobre eso». Contados los puntos, las dos largas agujas habían recuperado su apacible obstinación. «Planteé el problema hace unos meses en la Comisión de Control, y si Gabrielle y yo no hubiéramos decidido suicidarnos la semana que viene, me hubiera gustado llevar a buen término el asunto.» Gabrielle, precisamente, acababa de entrar en la biblioteca. «En definitiva, le evito una paliza», dijo. La enfermedad no la había afectado todavía, pero no llevaba ya el cigarrillo colgando de sus labios. «Sin embargo, he tomado algunas notas —proseguía el Consejero—. Las encontrarás en mi escritorio.» Y luego: «Tiende el brazo, por favor». Pastor había obedecido y el Consejero revistió aquel brazo con una manga a la que le faltaban aún unas pasadas. «Para decirlo todo, Jean-Baptiste, el pequeño Capelier (ya sabes, el hijo de mi amigo Le Capelier, el subprefecto), pues bien, me parece que no es "trigo limpio" el muchacho, como diría Gabrielle.» Pastor y el Consejero se habían divertido evocando a Arnaud Le Capelier con su hoyuelo, su nariz recta, su raya en medio, su rigidez de pequeño Alto Funcionario y su inmenso respeto por el Consejero. «Un desastre en su género —decía el Consejero—, de la Escuela Nacional de Administración, eso sí, pero el último de su promoción. Como tal, fue nombrado al principio para Ex Combatientes, donde contrajo una enfermedad incurable: el odio a lo viejo. Y, ahora, sus amigos políticos lo nombran secretario de Estado para las Personas de Edad...» El Consejero sacudía su larga cabeza calva: «No, no va a ser ciertamente el pequeño Capelier quien denuncie los internamientos arbitrarios de ancianos».
Mientras el Consejero hablaba, Gabrielle había tomado una fina gamuza y comenzado a lustrar el cráneo de su hombre. «Tiene que brillar, tiene que verse limpio, al menos.» El cráneo era puntiagudo. Comenzó a relucir, bajo el sol poniente, como un terrón de sal lamido por un rebaño de cabras. «Las estructuras son una cosa —decía el Consejero—, pero, por más seguras que sean, queda el problema de la confianza. ¿Y en quién puede confiarse cuando se trata de dinero?»
«En nadie, Consejero, en nadie...» Pastor murmuraba en la noche de su despacho. Se había sentado a un extremo de su catre de campaña. Se había encogido. Tenía el mentón en las rodillas. Y, por encima de las rodillas, había tirado del último jersey del Consejero, forzando los puntos, hasta los tobillos, como hacen las muchachas soñadoras o los niños delgados.
Y como solía suceder, cuando Pastor mantenía sus conversaciones póstumas con el Consejero, el teléfono sonó en la oficina.
—¿Pastor? Cercaire. Se han cargado a Van Thian. La llamada anónima que acaba de anunciármelo me ha informado de que encontraremos al degollador de viejas en el sótano del mismo edificio, fiambre también.
El inspector Van Thian no estaba muerto. El inspector Van Thian, con su vestido de viuda ensangrentado no valía gran cosa, pero vivía aún. Gorjeaba extrañamente. Hubiérase dicho una viejísima tata jugando con un bebé. Cuando estaban metiéndole en el vientre luminiscente de la ambulancia, el inspector Van Thian reconoció al inspector Pastor. Le hizo una pregunta de orden médico.
—Dime, chiquillo, ¿saturnismo, qué es exactamente, como enfermedad, el saturnismo?
—Exactamente lo que tienes —respondió Pastor—: un excedente de plomo en el organismo.