—¿Quién anda ahí?
No hubo respuesta. El hombre iba a saltar. Sólo tiraría en el último momento, cuando viera la navaja barbera, sin sacar el arma del bolso.
Bueno, ¿quién anda ahí?
Su corazón latía más deprisa, pero era de excitación. Daba la impresión de estrechar miedosamente el bolso.
—He cobrado la pensión hoy —dijo—, la llevo aquí, en el bolso.
Silencio.
—Con un abanico de Kiev y las llaves de mi apartamento.
La sombra seguía sin inmutarse.
—El quinto derecha —precisó la viuda.
Nada.
—Bueno, voy a pedir socorro. La policía está fuera.
La sombra se manifestó por fin.
—No se haga la gilipollas, doña Dolgo, estoy escondido.
Reconoció inmediatamente la voz. Soltó el revólver como si le abrasara la piel.
—¿Qué estás haciendo aquí, pequeño Nourdine?
—Espero a Leila —susurró el chiquillo—. Quiero asustarla.
(Leila era una de las hijas del viejo Amar Ben Tayeb, el restaurador. Todas las noches, Leila les subía la cena a la viuda Dolgorouki y a la viuda Ho.)
—¿Para hacer caer la bandeja, como la semana pasada?
—No, doña Dolgo, sólo para magrearla un poco.
—De acuerdo, pequeño Nourdine, pero sólo cuando baje.
—De acuerdo, doña Dolgo, cuando baje.
—Entra, Leila, la puerta está abierta.
Acababa apenas de dejar el bolso y el abrigo. Todavía no había recuperado el aliento.
—No soy Leila, señora Dolgorouki, sólo soy yo —respondió la voz.
Se volvió con una sorprendida sonrisa en los labios. No tuvo tiempo de protegerse la garganta. La hoja de la navaja había silbado. Y ella supo que la herida era limpia y profunda. Sintió que se ahogaba en sí misma. No era una muerte tan desagradable, una especie de burbujeante embriaguez.
14
Hacía ya cuatro días que la joven hallada en la barcaza dormía profundamente.
—Si no es usted una puta, bella dama, ¿quién es?
Pastor se había arrodillado a su cabecera. Murmuraba en el silencio de la habitación de hospital, esperando que ella percibiera el eco de aquel murmullo en un recoveco de su coma.
—¿Y quién le ha hecho eso?
No estaba fichada como prostituta ni habían denunciado su desaparición. Aparentemente, nadie reclamaba aquel cuerpo suntuoso, nadie se preocupaba de aquella existencia vacilante. Pastor había agotado todos los recursos de la informática y de los ficheros de cartulina.
—Los encontraré, ¿sabe usted? Eran por lo menos dos.
Estaba erizada de tubos. Reposaba en un olor de conserva hospitalaria.
—Hemos recuperado ya el coche, un BMW negro, del lado de la plaza Gambetta.
Inclinado sobre ella, Pastor le anunciaba buenas noticias. De las que pueden devolverte a la superficie.
—El análisis de las huellas nos dirá un montón de cosas.
El bip rojo de un cubo metálico indicaba que seguía pensando, aunque muy lejos. El corazón latía de un modo irreal lar, como el amor. La habían drogado a fondo.
—Ni siquiera Thian, con todas sus píldoras, soportaría semejante cantidad de cochinadas en el organismo. Pero es usted una mujer fuerte, saldrá de ésta.
Tampoco el estudio de la mandíbula había dado resultado alguno. Un molar con una corona, la extracción de una muela del juicio, pero ningún dentista de Francia tenía la radiografía de aquella mandíbula, ni había tomado las huellas de aquel molar.
—¿Y su apéndice? El doctor dice que es una operación muy reciente, dos años como máximo. ¿Quién le quitó el apéndice? En cualquier caso, no un cirujano francés. Su foto ha circulado por todas las salas de operaciones. ¿Un admirador?
Pastor sonreía en la penumbra de la habitación. Tomó una silla, la acercó a la cama, se sentó pausadamente.
—Bueno. Razonemos.
Murmuraba ahora junto al oído de la durmiente.
—Hizo usted que le abrieran el vientre y que le cuidaran los dientes en el extranjero. Con un poco de suerte, la composición de esa corona dental nos indicará el país. Dos hipótesis, pues.
(Se puede interrogar a cualquiera y en cualquier estado; pocas veces son las respuestas las que aportan la verdad, sino el encadenamiento de preguntas. El Consejero le había enseñado eso a Pastor, cuando el pequeño Jean-Baptiste iba todavía a la escuela.)
—O es usted una hermosa extranjera, asesinada en territorio francés, tal vez una espía, puesto que la han torturado, y en tal caso perderé el asunto, lo que me hace descartar de entrada esa hipótesis. O sencillamente es una viajera profesional.
Pastor dejó pasar el chatarreante ruido de un carro por el pasillo. Luego, preguntó:
—¿Profesora cooperante? —Hizo una mueca escéptica—. No, ese cuerpo no es un cuerpo enseñante. ¿Funcionaria de embajada? ¿Mujer de negocios?
Las formas vastas, los densos músculos, el rostro voluntarioso evocaban, si acaso, esta última imagen.
—Tampoco: sus hombres la habrían reclamado.
Pastor había trazado algunas de esas líneas maestras. Es sorprendente cómo se desintegraban los hombres en su ausencia.
—¿Turismo? ¿Está usted en el turismo? ¿Paciente guía de rebaños ansiosos?
No. Pastor no podía decir por qué, pero no. No tenía cara de andar siguiendo itinerarios marcados con flechas.
—¿Periodista, entonces?
Jugaba ahora con esta idea. Periodista... reportera... fotógrafo... algo de ese estilo.
—Pero ¿por qué su diario no iba a reclamar, en caso de desaparición, a tan hermosa plumífera?
Paseó de nuevo su mirada por el cuerpo entero. Hermosa moza. Hermoso esqueleto. Hermosa cara. Dedos nerviosos y flexibles. Melena natural.
—Porque no es usted una destajera del día a día que alimenta un periódico, ni una reportera de la gente de postín, que telefonea artículos prefabricados a la hora del aperitivo.
No, la veía más bien como periodista de investigación, del tipo «que se adentra en el terreno», desapareciendo durante semanas y emergiendo, sólo, cuando su búsqueda ha terminado. Historiadora del presente, etnóloga del aquí, por completo el tipo de moza que se entera de lo que debe permanecer oculto. Y que quiere decirlo. En nombre de una ética de la transparencia.
—¿Es eso?
La puerta se había abierto sin que Pastor lo oyera. La voz gargajeante de Thian ironizó a su oído.
—Eso, o una mecanógrafa de vacaciones, o una heredera molesta...
—Las mecanógrafas no se hacen operar en el extranjero, y no se tortura a las herederas, Thian, las meten directamente en el cemento. Eres un anamita obtuso, y eso es muy raro.
—Una especie de francés, vamos. Bueno, chiquillo, larguémonos de aquí, los hospitales me agravan.
El inspector Van Thian estaba deprimido. Iban pasando los días y no lograba descubrir al asesino de la viuda Dolgorouki.
—Era mi vecina, chiquillo, roncaba justo frente a mi casa.
Un tipo se paseaba por Belleville con una navaja barbera. Cortaba en dos a las ancianas ante las narices del inspector Van Thian, y el inspector Van Thian no conseguía echarle el guante.
—¿Creías que ese asqueroso iba a entrar en mi casa? Ni hablar, ha ido a servirse enfrente.
La viuda Ho se rebelaba en el corazón del inspector Van Thian. La viuda Ho tenía mucha más pasta que la viuda Dolgorouki. La viuda Ho recorría Belleville sacudiendo fajos de billetes en las narices de la gente pobre y eran las demás viudas las que palmaban. La viuda Ho dormía en un colchón de billetes mientras las demás viudas apretaban en sus pequeños puños unas pensiones famélicas. Las pensiones estaban envenenadas, las viudas morían por ello. El inspector Van Thian y la viuda Ho ya no se llevaban bien.
—Chiquillo, estoy harto de ser un viejo gilipollas disfrazado de vieja gilipollas.
Pastor alineó los vasos de bourbon para tragar las píldoras antidepresivas, no había otra solución.
—Y sin embargo, me he empeñado en ello día y noche...
Era cierto. El inspector Van Thian había utilizado todos los recursos. Vestido de civil, había interrogado a todas las cabezas que podían saber algo. Vestido de viuda, había tentado a todas las que querían pincharse. Se había visto a la viuda Ho compartiendo la acera con drogatas tan agujereados que ni siquiera retenían ya su propia agua. Castañeteaban los dientes, sudaban por todos sus agujeros, pero dejaban que la viuda Ho se fuera. La viuda Ho tenía la impresión de ser un gran hueso prohibido ante los hocicos de perros hambrientos. ¡Tanta pasta, Dios mío! ¡Alá, todos esos kilos que nunca serían nieve! La viuda Ho era como el árbol de la ciencia plantado en el cerebro de Belleville: ¡no tocar! Y, viéndola pasar, algunos drogatas se desvanecían de frustración. La viuda Ho no creía ya en sí misma, y no le gustaba su acento.
—Estoy harto de sazonar todo lo que digo con nuoc-man.
De hecho, la viuda Ho no tenía ni idea de vietnamita. Su acento era falso. Sus métodos también.
—Estoy harto de jugar al sutil asiático con mi espeso cerebro de francés.
Todas las noches, a la hora del informe, completamente asqueado, Thian dejaba caer en el despacho el vestido thai con reflejos de seda negra. El perfume Mil Flores de Asia brotaba del vestido para estrangular a Pastor. Cuando la viuda Ho estaba deprimida, el inspector Van Thian hacía confidencias. Era viudo, también. Su mujer, Janine, estaba muerta. Muerta desde hacía doce años. Janine, la Gigante, había dejado una hija tras de sí, Gervaise, pero Gervaise se había casado con Dios. («Rezo por ti, Thianu, pero realmente no tengo tiempo de venir a verte.») El inspector Van Thian se sentía solo. Y, para decirlo todo, se sentía de ninguna parte.
—Mi madre era maestra en Tonkín, en los años veinte. He conservado la primera y la única carta que escribió a su familia, enviada desde la ciudad de Monkai, donde estaba destinada. ¿Quieres leerla, chiquillo?
Pastor leyó esa carta:
Queridos padres:
Es inútil insistir, no nos quedaremos en este país más de veinte años. Somos demasiado voraces para ellos y ellos son demasiado finolis para nosotros. Por mi parte, como buena saqueadora que soy, tomo lo más valioso que me caiga entre las manos y regreso en el primer barco. Esperadme, llego enseguida.
Vuestra Louise
—¿Y qué le cayó en las manos? —preguntó Pastor.
—Mi padre. El tonkinés más pequeño de Tonkín. Ella era una chica alta del distrito duodécimo, de Tolbiac, ¿conoces Tolbiac? Los almacenes de Bercy. Allí crecí yo.
—Si puede decirse así.
—Entre morapio, chiquillo. Un gamay que no estaba nada mal.
Tampoco la investigación de Pastor iba muy bien. El análisis de las huellas, en la carrocería del BMW, no había dado resultado. El coche pertenecía a un dentista meticuloso y soltero que no se quitaba ya los guantes desde el gran terror al sida. Puesto que los dos asesinos eran tan concienzudos como él, aquel coche era el único de todo París que no llevaba rastro de ninguna huella digital. Incluso el mecánico reparador había borrado las suyas.
Aconsejado por Thian, Pastor había recolectado todas las peticiones de auxilio recibidas en las comisarías la noche en que la mujer había sido arrojada a la barcaza.
—Tal vez se debatió cuando la cargaron en el coche, tal vez gritó, tal vez alguien la oyó y tal vez llamó a la pasma.
—Tal vez —había admitido Pastor.
Trescientas dos mujeres habían gritado, aquella noche, en París y los alrededores. La policía se había desplazado doscientas ocho veces. Partos prematuros, apendicitis agudas, aprobaciones coitales, palizas inmediatamente perdonadas a la vista de los uniformes, nada serio. Pastor se prometió comprobar el resto.
La foto de la hermosa mujer dormida no decía nada en parte alguna. Algunas mujeres de negocios estaban ausentes porque estaban presentes en otra parte, para su mayor beneficio. Pastor recorría también los periódicos, los que podían permitirse reporteros o enviados especiales. Eran más numerosos de lo que creía. Necesitaría varios días para visitarlos todos.
Y llegó una noche en la que el inspector Caregga, un mocetón con cuello de toro, que llevaba en cualquier estación la misma cazadora de aviador, con el cuello forrado, necesitó un clip. Caregga era lento, metódico y estaba enamorado de una jovencísima esteticista. Acababa de mecanografiar un informe detallado sobre un caso de robo con tirón agravado con exhibicionismo. Habría perdonado de buena gana el robo, pero el exhibicionismo le repugnaba desde que había conocido el amor en toda su pureza. Durante más de un minuto, Caregga se preguntó a quién pedirle el clip necesario para sujetar su informe. Optó por su colega Pastor. Pastor era un buen tipo, de discreta y permanente alegría, que hacía un montón de favores a un montón de gente sin exigir la menor contrapartida. Siempre estaba dispuesto. Dormía en su despacho. Gracias a Pastor, que le había sustituido en una guardia, Caregga había podido pasar su primera noche con Carole (a decir verdad, aquella noche no había pasado nada entre ambos. Carole y Caregga se habían limitado a hablar del porvenir. Sólo habían puesto manos a la obra a la mañana siguiente, a las seis treinta). Pastor compartía su despacho con un minúsculo vietnamita de madre francesa que se pasaba el tiempo pegando estampillas en hojas de la Seguridad Social. El despacho de Van Thian y de Pastor se hallaba contiguo al de Caregga. Por todas estas razones (profesionales, afectivas y topográficas), el inspector Caregga penetró aquella noche en la madriguera Thian— Pastor. De pie, uno junto a otro, de espaldas a la puerta, los dos inspectores contemplaban la noche invernal que espolvoreaba los neones de la ciudad. No se volvieron. Caregga no habría tomado por nada del mundo un clip sin pedir autorización. Por otra parte, una entrada en materia directamente interesada (del tipo: «Pastor, pásame un clip») le repugnaba. Caregga intentaba, pues, manifestar su presencia cuando advirtió una foto en la mesa de Pastor. La foto, que emanaba de su laboratorio, representaba una hermosa moza desnuda en una montaña de carbón. Estropeada, pero hermosa. Lo confirmaba una ampliación de su rostro. Con sus torpes maneras de halterófilo taciturno, el inspector Caregga dijo: