—Tú… ¿no vienes con nosotros, mi señor?
Elend negó con la cabeza:
—Tengo otro trabajo que hacer, y tu pueblo debe llegar a Luthadel, donde podrá empezar a cultivar la tierra. Aunque, si alguno de tus hombres desea unirse a mi ejército, bienvenido sea. Siempre necesito buenos soldados y, contra todo pronóstico, lograste instruir un ejército útil.
—Mi señor… ¿por qué no obligarlos, sin más? Perdóname, pero es lo que has hecho hasta ahora.
—Obligué a tu pueblo a ponerse a salvo, Fatren —puntualizó Elend—. A veces incluso un hombre que se ahoga lucha contra quien intenta salvarlo y hay que reducirlo. Mi ejército es otra historia. Los hombres que no quieren luchar son hombres en los que no puedes confiar durante la batalla, y no consentiré a ninguno de ésos en mi ejército. Tú debes ir a Luthadel: tu pueblo te necesita. Pero, por favor, que tus soldados sepan que alegremente aceptaré a cualquiera de ellos en mis filas.
Fatren asintió.
—Muy bien. Y… gracias, mi señor.
—No hay de qué. Bien, general Demoux, ¿han vuelto ya Sazed y Brisa?
—Tendrían que llegar esta noche, mi señor… —respondió Demoux—. Uno de sus hombres se ha avanzado para hacérnoslo saber.
—Bien. Supongo que mi tienda está preparada.
—Sí, mi señor.
Elend asintió, y a Vin le pareció de pronto muy cansado.
—¿Mi señor? —preguntó Demoux ansiosamente—. ¿Encontraste el… otro asunto? ¿La localización del último depósito?
Elend asintió:
—Está en Fadrex.
—¿En la ciudad de Cett? —preguntó Demoux, riendo—. Bueno, le encantará oír eso. Lleva más de un año quejándose de que ni siquiera hemos ido a reconquistarla para él.
Elend sonrió débilmente:
—Estoy medio convencido de que, si lo hiciéramos, Cett decidiría que él y sus soldados ya no nos necesitan.
—Se quedará, mi señor —dijo Demoux—. Después del susto que Lady Vin le dio el año pasado…
Demoux miró a Vin, tratando se sonreír, pero ella lo vio en sus ojos. Respeto, demasiado. No bromeaba con ella como hacía con Elend. Vin seguía sin poder creer que Elend se hubiera convertido a aquella tonta religión suya. Sus intenciones eran políticas: al unirse a la fe de los skaa, Elend había forjado un vínculo entre la gente común y él. Aun así, aquel movimiento la hacía sentirse incómoda.
No obstante, un año de matrimonio le había enseñado que había cosas que más valía ignorar. Podía amar a Elend por su deseo de hacer lo adecuado, aunque pensara que había hecho lo contrario.
—Convoca una reunión para esta noche, Demoux —ordenó Elend—. Tenemos mucho de qué hablar… y hazme saber cuándo llega Sazed.
—¿Debo informar a Lord Hammond y los demás del tema de la reunión, mi señor?
Elend hizo una pausa y contempló el cielo ceniciento.
—Conquistar el mundo, Demoux —dijo por fin—. O, al menos, lo que queda de él.
La alomancia nació con las brumas. O, al menos, la alomancia coincidió con la aparición de las primeras brumas. Cuando Rashek se hizo con el poder en el Pozo de la Ascensión, tomó conciencia de ciertas cosas. Algunas se las susurró Ruina; otras le fueron concedidas como parte instintiva del poder.
Una de ellas era el conocimiento de las Tres Artes Metálicas. Supo, por ejemplo, que las pepitas de metal de la Cámara de la Ascensión convertían en nacidos de la bruma a quienes las ingerían. Después de todo, eran fracciones del poder del Pozo mismo.
TenSoon había visitado antes el Cubil de la Confianza: pertenecía a la Tercera Generación. Había nacido hacía siete siglos, cuando los kandra eran todavía nuevos, aunque para entonces la Primera Generación ya había cedido la educación de los nuevos kandra a la Segunda Generación.
Los Segundos no lo habían hecho muy bien con la generación de TenSoon… o, al menos, eso pensaban los Segundos. Habían querido formar una sociedad de individuos que siguieran reglas estrictas de respeto y veteranía. Un pueblo «perfecto» que viviera para servir a sus Contratos… y, por supuesto, a los miembros de la Segunda Generación.
Hasta su regreso, TenSoon había sido considerado uno de los Terceros menos problemáticos. Se le conocía como un kandra poco preocupado por la política de la Tierra Natal; un kandra que servía a sus Contratos, contento con mantenerse lo más alejado posible de los Segundos y sus maquinaciones. Resultaba irónico que TenSoon acabara siendo juzgado por el más horrible de los crímenes kandra.
Sus guardias lo condujeron directamente al centro del Cubil de la Confianza, a la plataforma misma. TenSoon no estaba seguro de sentirse honrado o avergonzado. Ni siquiera como miembro de la Tercera Generación había estado tantas veces cerca de la Confianza.
La sala era grande y circular, con paredes metálicas. La plataforma consistía en un enorme disco de acero enclavado en el suelo de roca. No era muy grande (quizá de un palmo de altura), pero tenía tres metros de diámetro. TenSoon sintió frío en los pies al contacto con su lisa superficie, y recordó de nuevo su desnudez. No le ataron las manos: eso habría sido un insulto demasiado grande hasta para él. Los kandra obedecían lo recogido en el Contrato, incluso los pertenecientes a la Tercera Generación. No huiría, y tampoco abatiría a uno de los suyos. Él estaba por encima de todo eso.
Iluminaban la sala lámparas, en vez de piedras brillantes; aunque cada lámpara estaba rodeada de cristal azul. Costaba conseguir aceite: la Segunda Generación no quería depender de los suministros procedentes del mundo de los hombres, y con razón. La gente de arriba no sabía que había un gobierno kandra centralizado. Ni siquiera la mayoría de los sirvientes del Padre lo sabían. Mucho mejor así.
Con la luz azul, TenSoon veía perfectamente a los miembros de la Segunda Generación: a los veinte, de pie tras sus estrados, dispuestos en hilera al otro lado de la sala. Estaban lo bastante cerca para verlos, examinarlos, y hablarles… aunque también lo bastante lejos para que TenSoon se sintiera aislado, de pie allí solo en el centro de la plataforma. Tenía los pies helados. Bajó la cabeza y advirtió el pequeño agujerito en el suelo, cerca de sus dedos, tallado en el disco de acero de la plataforma.
La Confianza
, pensó. Estaba directamente bajo él.
—TenSoon de la Tercera Generación —dijo una voz.
TenSoon alzó la cabeza. Era KanPaar, por supuesto. Un kandra alto; o, más bien, un kandra que prefería usar un Cuerpo Verdadero alto. Como todos los Segundos, sus huesos estaban construidos con el cristal más puro; en su caso, de un profundo tono rojo. Era un cuerpo poco práctico en muchos aspectos. Esos huesos no soportarían demasiado castigo. Sin embargo, para la vida que llevaba un administrador en la Tierra Natal, la debilidad de huesos parecía quedar compensada con su chispeante belleza.
—Presente —dijo TenSoon.
—¿Insistes en forzar este juicio? —preguntó KanPaar, la voz arrogante, reforzando su fuerte acento. Al haber permanecido apartado de los humanos tanto tiempo, su lenguaje no se había corrompido por los dialectos de éstos. Supuestamente, el acento de los Segundos era similar al del Padre.
—Sí —contestó TenSoon.
KanPaar suspiró de modo audible, de pie tras su bello atril de piedra. Finalmente, volvió la cabeza hacia la parte superior de la sala. Los kandra de la Primera Generación observaban desde arriba. Estaban sentados en huecos individuales que recorrían todo el perímetro de la sala superior, ensombrecidos hasta un punto en que eran poco más que formas humanoides. No hablaban. Ésa era otra peculiaridad de los Segundos.
Las puertas se abrieron tras TenSoon. Sonaron voces apagadas, roce de pies. Se dio la vuelta, y sonrió para sus adentros al verlos entrar: kandra de diversos tamaños y edades. Los más jóvenes no podían asistir a un evento tan importante, pero a los miembros de las generaciones adultas (todos hasta la Novena Generación) no se les podía prohibir. Ésta era su victoria, tal vez la única que tendría en todo el juicio.
Si iba a ser condenado a cadena perpetua, quería que su pueblo conociera la verdad. Y lo que es más importante, quería que oyeran este juicio, que oyeran lo que él tenía que decir. No convencería a la Segunda Generación, pero ¿quién sabía lo que pensarían en silencio los Primeros, sentados en sus huecos ensombrecidos? Tal vez los kandra más jóvenes lo escucharían. Tal vez harían algo cuando TenSoon ya no estuviera. Los vio entrar, llenando los bancos de piedra. Ahora había cientos de kandra. Las generaciones mayores (Primeros, Segundos, Terceros) eran inferiores en número, ya que muchos habían muerto al principio, cuando los humanos los temían. Sin embargo, las generaciones posteriores estaban bien pobladas: la Décima Generación contaba más de cien individuos. Los bancos del Cubil de la Confianza habían sido construidos para albergar a toda la población kandra, pero ahora los ocupaban sólo quienes estaban libres de deberes y Contratos.
TenSoon esperaba que MeLaan no formara parte de aquel grupo. Sin embargo, fue prácticamente la primera en las puertas. Por un momento, le preocupó que cruzara la sala corriendo y se subiera a la plataforma, donde sólo se permitía a los más benditos o malditos. En cambio, ella se detuvo tras la puerta, obligando a los demás a rodearla a empujones, molestos, mientras buscaban sus asientos.
No tendría que haberla reconocido. Llevaba un Cuerpo Verdadero, un cuerpo excéntrico hecho de madera, fino y cimbreante de un modo exagerado e innatural; el cráneo de madera era alargado, con una barbilla triangular terminada en punta, los ojos demasiado grandes, y trozos retorcidos de tela sobresalían como cabellos de su cabeza. Las generaciones más jóvenes se rebelaban contra los límites del decoro, molestando a los Segundos. En su día, TenSoon probablemente habría estado de acuerdo con ellos; incluso ahora, era lo más parecido a un tradicionalista. Sin embargo, hoy, el cuerpo rebelde de MeLaan lo hizo sonreír.
Eso pareció darle consuelo a ella, que buscó un asiento delante, con un grupo de kandra de la Séptima Generación. Todos tenían Cuerpos Verdaderos deformados: uno de ellos parecía un bloque, y otro tenía cuatro brazos.
—TenSoon de la Tercera Generación —dijo KanPaar formalmente, haciendo callar a la multitud de expectantes kandra—. Has exigido obstinadamente ser juzgado ante la Primera Generación. Por el Primer Contrato, no podemos condenarte sin concederte antes la oportunidad de presentarte ante los Primeros. Si ellos consideran adecuado rescindir tu castigo, serás liberado. De lo contrario, deberás aceptar el destino que te asigne el Consejo de Segundos.
—Comprendo —dijo TenSoon.
—Entonces… —dijo KanPaar, inclinándose hacia delante en su atril—, comencemos.
No se le ve nada preocupado
, advirtió TenSoon.
Habla como si estuviera disfrutando con esto.
¿Y por qué no? ¿Después de predicar durante siglos que la Tercera Generación está llena de granujas? Todo este tiempo han intentado ocultar sus errores a nuestra costa, errores como darnos demasiada libertad, hacernos pensar que éramos tan buenos como ellos. Si demuestra que yo (el más «templado» de los Terceros) soy un peligro, KanPaar ganará una lucha que lleva librando toda la vida.
A TenSoon siempre le había resultado extraño lo amenazados que se sentían los Segundos por los Terceros. Sólo habían tardado una generación en comprender sus errores: los Cuartos eran casi tan leales como los Quintos, con sólo unos pocos miembros desviados.
Y, sin embargo, con algunas de las generaciones más jóvenes (MeLaan y sus amigos eran un buen ejemplo) actuando como lo hacían… bueno, tal vez los Segundos tenían derecho a sentirse amenazados. Y TenSoon iba a ser su sacrificio. Su modo de restaurar el orden y la ortodoxia.
Les esperaba una buena sorpresa.
Pepitas de alomancia pura, el poder mismo de Conservación. No sé por qué Rashek dejó una de esas pepitas en el Pozo de la Ascensión. Tal vez no la vio, o tal vez pretendía guardarla para obsequiar con ella a un sirviente afortunado.
Tal vez temía perder sus poderes algún día y necesitar esa pepita para recuperar la alomancia. Sea como fuere, bendigo a Rashek por su olvido, pues sin esa pepita Elend habría muerto aquel día en el Pozo.
A Sazed le costaba evaluar el larstaísmo. La religión parecía bastante inocente. Se sabía mucho al respecto: un guardador del siglo cuarto había descubierto un alijo entero de material de oración, escrituras, notas y escritos que una vez pertenecieron a un miembro de alto rango de dicha religión.