El violento retrocedió, advirtiendo claramente la velocidad incrementada de Fantasma. Mantuvo el arma preparada y alerta, pero no atacó. Sólo tenía que perder el tiempo, permitiendo que su compañero se llevase a Quellion. El violento no sería un enemigo fácil: tendría más habilidad que Fantasma, y sería aún más fuerte.
—Tu familia es libre —mintió Fantasma tranquilamente—. Los salvamos antes. Ayúdanos a capturar a Quellion… ya no tiene con qué amenazarte.
El violento vaciló, bajando su arma.
—¡Mátalo! —exclamó Kelsier.
Ése no era el plan de Fantasma, pero respondió a la orden. Se abrió paso entre la guardia del hombre, que se quedó aturdido, y al hacerlo, Fantasma le descargó un revés en el cráneo. El bastón se rompió. El violento cayó al suelo, y Fantasma cogió el arma del hombre, la maza de obsidiana.
Quellion se hallaba en el filo del escenario. Fantasma saltó, cruzando la plataforma de madera. Él sí podía usar la alomancia: no había predicado en contra. Sólo Quellion, el hipócrita, tenía que temer usar sus poderes.
Fantasma abatió al guardia restante al aterrizar, y los filos irregulares de obsidiana desgarraron la carne. El soldado cayó, y Quellion se volvió.
—¡No te temo! —exclamó, la voz temblorosa—. ¡Estoy protegido!
—¡Mátalo! —ordenó Kelsier, apareciendo visiblemente en el escenario a poca distancia. Por lo general, el Superviviente sólo hablaba en su mente: no había vuelto a aparecerse desde el día del edificio en llamas. Eso significaba que estaban ocurriendo cosas importantes.
Fantasma agarró al Ciudadano por la camisa, tirando de él. Alzó la porra de madera, y las gotas de sangre de los filos de obsidiana le corrieron por la palma.
—¡No!
Fantasma se inmovilizó al oír la voz, y entonces se volvió para mirar a un lado. Ella estaba aquí, abriéndose paso entre la muchedumbre y dirigiéndose hacia la zona despejada ante el escenario.
—¿Beldre?
—preguntó Fantasma—. ¿Cómo has salido de la caverna?
Sin embargo, como era lógico, ella no pudo oírlo. Sólo la sobrenatural capacidad auditiva de Fantasma le había permitido captar su voz entre los sonidos del miedo y la batalla. La miró a los ojos a través de la distancia y la vio susurrar las palabras, más que oírlas.
Por favor. Lo prometiste.
—¡Mátalo!
Quellion escogió este momento para intentar zafarse. Fantasma se volvió, y tiró de él, con más fuerza esta vez, casi rasgándole la camisa mientras lo derribaba a la plataforma de madera. Quellion dejó escapar un grito de dolor, y Fantasma alzó con ambas manos su brutal arma.
Algo chispeó a la luz del fuego. Fantasma apenas sintió el impacto, aunque lo hizo estremecerse. Se tambaleó, bajó la mirada, y vio sangre en su costado. Algo había perforado la piel de su brazo izquierdo y su hombro. No una flecha, aunque se había movido como una de ellas. Su brazo sangraba, y aunque no podía sentir el dolor, parecía que sus músculos no funcionaban adecuadamente.
Algo me ha golpeado. Una… moneda.
Se dio la vuelta. Beldre estaba en primera fila, llorando, la mano alzada hacia él.
Estuvo presente el día que me capturaron, junto a su hermano
, pensó Fantasma, aturdido.
Siempre la tiene cerca. Para protegerla, pensábamos.
¿O al revés?
Fantasma se irguió. Quellion gemía ante él. Del brazo de Fantasma chorreó un reguero de sangre donde lo había alcanzado la moneda de Beldre, pero lo ignoró, y siguió mirándola.
—La alomántica eras tú —susurró—. No tu hermano.
Y entonces la multitud empezó a gritar, posiblemente instada por Brisa.
—¡La hermana del Ciudadano es alomántica!
—¡Hipócrita!
—¡Mentiroso!
—¡Mató a mi hermano, y dejó viva a su propia hermana!
Beldre gimió mientras la gente, cuidadosamente preparada y situada, veía la prueba que Fantasma les había prometido. No consiguió el objetivo que pretendía, pero la máquina que había puesto en marcha no podía ser detenida ahora. La muchedumbre se reunió en torno a Beldre, gritando airada, empujándose.
Fantasma avanzó hacia ella, alzando el brazo herido. Entonces una sombra se cernió sobre él.
—Planeaba traicionarte, Fantasma —dijo Kelsier.
Fantasma se volvió para mirar al Superviviente. Allí estaba, alto y orgulloso, como el día que se enfrentó al Lord Legislador.
—Esperabas a un asesino —dijo Kelsier—. No te diste cuenta de que Quellion ya te había enviado uno. Su hermana. ¿No te pareció extraño que la permitiera huir de él y entrar en la propia base de su enemigo? La envió para matarte. A ti, a Sazed y a Brisa. El problema es que la criaron como a una niña rica y mimada. No está acostumbrada a matar. Nunca lo estuvo. Y nunca corriste peligro.
La multitud se abalanzó, y Fantasma se volvió, preocupado por Beldre. Sin embargo, se calmó un poco cuando advirtió que la gente simplemente la empujaba hacia el escenario.
—¡Superviviente! —entonaban—. ¡Superviviente de las Llamas!
—¡Rey!
Empujaron a Beldre, obligándola a subir a la plataforma. Su vestido escarlata desgarrado, su figura magullada, el pelo castaño en desorden. A un lado, Quellion gimió. Fantasma parecía haberle roto el brazo sin darse cuenta.
Fantasma se acercó para ayudar a Beldre. Sangraba por varios cortes menores, pero estaba viva. Y lloraba.
—Ella era su guardaespaldas —dijo Kelsier, caminando junto a Beldre—. Por eso estaba siempre con él. En cambio, Quellion no es alomántico. Nunca lo fue.
Fantasma se arrodilló junto a la muchacha, e hizo un gesto despectivo ante sus magulladuras.
—Ahora debes matarla —dijo Kelsier.
Fantasma alzó la cabeza, mientras la sangre le corría por el corte de su cara, donde le había rozado el violento, y le chorreaba desde la barbilla.
—¿Qué?
—¿Quieres el poder, Fantasma? —preguntó Kelsier, avanzando un paso—. ¿Quieres ser mejor alomántico? Bien, el poder debe venir de alguna parte. Nunca es gratis. Esta mujer es una lanzamonedas. Mátala, y podrás tener su habilidad. Yo mismo te la daré.
Fantasma miró a la mujer que lloraba. Todo le parecía irreal, como si no estuviera aquí. Respiraba con dificultad, entre jadeos, y su cuerpo se estremecía a pesar del peltre. La gente cantaba su nombre. Quellion murmuraba algo. Beldre seguía llorando.
Fantasma extendió la mano ensangrentada, se arrancó la venda y los anteojos quedaron libres. Se puso en pie, tambaleándose, y contempló la ciudad.
Vio que ardía en llamas.
Los sonidos de los disturbios retumbaban por las calles. Las llamas ardían en una docena de puntos diferentes, iluminando las brumas, proyectando una neblina infernal sobre la ciudad. No eran los fuegos de la rebelión. Eran los fuegos de la destrucción.
—Esto es un error… —susurró Fantasma.
—Tomarás la ciudad, Fantasma —avanzó Kelsier—. ¡Tendrás lo que siempre quisiste! Serás como Elend, y como Vin. ¡Mejor que ambos! ¡Tendrás los títulos de Elend y el poder de Vin! ¡Serás como un dios!
Fantasma se apartó de la ciudad en llamas cuando algo captó su atención. Quellion extendía su brazo sano, lo extendía hacia…
Hacia Kelsier.
—Por favor —susurraba Quellion. Parecía ver al Superviviente, aunque nadie más alrededor de ellos podía hacerlo—. Mi señor Kelsier, ¿por qué me has abandonado?
—Te di peltre, Fantasma —repuso Kelsier, airado, sin mirar a Quellion—. ¿Me lo negarás ahora? Debes soltar uno de los clavos de acero que sostienen este escenario. Luego, debes coger a la muchacha, y clavárselo en el pecho. Mátala con el clavo, y húndelo en tu propio cuerpo. ¡Es la única forma!
Matarla con el clavo…
pensó Fantasma, aturdido.
Todo empezó el día en que estuve a punto de morir. Luchaba contra un violento en el mercado; lo usé como escudo. Pero… el otro soldado me hirió de todas formas, atravesó a su amigo y me alcanzó a mí.
Fantasma se apartó de Beldre, y se arrodilló junto a Quellion. El hombre sollozó cuando Fantasma lo apretujó contra los tablones de madera.
—¡Eso es! —exclamó Kelsier—. Mátalo primero.
Pero Fantasma no escuchaba. Desgarró la camisa de Quellion, explorándole el hombro y el pecho. No había nada raro en ninguno de los dos. El antebrazo del Ciudadano, sin embargo, estaba atravesado por un metal. Parecía bronce. Con mano temblorosa, Fantasma liberó el metal. Quellion gritó.
Pero también lo hizo Kelsier.
Fantasma se dio la vuelta, con el clavo de bronce ensangrentado en la mano. Kelsier avanzó, furioso, las manos como garras.
—¿Qué eres? —preguntó Fantasma.
La cosa gritó, pero Fantasma la ignoró, contemplando su propio pecho. Se abrió la camisa, revelando la herida casi sanada de su hombro. Un atisbo de metal aún brillaba allí, la punta de la espada. La espada que había traspasado a un alomántico, lo había matado y luego había entrado en el propio cuerpo de Fantasma. Kelsier le había dicho que dejara allí el fragmento roto. Como símbolo de lo que había experimentado.
La punta del fragmento sobresalía en la piel de Fantasma. ¿Cómo la había olvidado? ¿Cómo había ignorado una pieza de metal relativamente grande dentro de su cuerpo? Fantasma la cogió.
—¡No! —gritó Kelsier—. Fantasma, ¿quieres volver a ser normal? ¿Quieres volver a ser inútil? ¡Perderás tu peltre, y volverás a ser débil, como cuando dejaste morir a tu tío!
Fantasma vaciló.
Se sacó la daga de cristal de la bota. Kelsier le gritaba horriblemente a los oídos, pero Fantasma actuó de todas formas, cortando la carne de su pecho. Buscó en el interior con dedos amplificados por el peltre y agarró el añico de acero que estaba clavado dentro.
Entonces liberó el trozo de metal y lo arrojó al otro lado del escenario, dejando escapar un grito de dolor. Kelsier desapareció de inmediato. Y también la capacidad de Fantasma de quemar peltre.
Todo lo golpeó a la vez: la fatiga de exigirse tanto durante el tiempo transcurrido en Urteau, las heridas que había estado ignorando, la súbita explosión de luz, sonido, olor, y sensación que el peltre le había permitido resistir. Lo asaltó como una fuerza física, aplastándolo. Se desplomó sobre la plataforma.
Gimió, incapaz de seguir pensando. Sólo podía dejar que la negrura se apoderara de él…
La ciudad de Beldre está ardiendo.
Negrura…
Miles de personas morirán en los incendios.
Las brumas le cosquillearon las mejillas. En la cacofonía, Fantasma había dejado que el estrépito de su estaño, avivándolo de toda sensación, le permitiera sentirse felizmente aturdido. Era mejor así.
¿Quieres ser como Kelsier? ¿Como Kelsier de verdad? ¡Entonces lucha cuando estés derrotado!
—¡Lord Fantasma! —La voz era leve.
¡Sobrevive!
Con un grito de dolor, Fantasma avivó estaño. Como hacía siempre, el metal provocó una oleada de sensaciones, miles de ellas, que lo asaltaban a la vez. Dolor. Tacto. Oído. Sonidos, olores, luces.
Y lucidez.
Fantasma se obligó a ponerse de rodillas, tosiendo. La sangre seguía corriéndole por el brazo. Alzó la cabeza. Sazed se deslizaba hacia la plataforma.
—¡Lord Fantasma! —gritó Sazed, jadeando—. ¡Lord Brisa intenta sofocar las algaradas, pero hemos presionado demasiado a esta ciudad! La gente la destruirá en su ira.
—Las llamas —croó Fantasma—. Tenemos que apagar los incendios. La ciudad está demasiado seca; contiene demasiada madera. Arderá, con todo el mundo dentro.
Sazed parecía triste:
—Es imposible. ¡Tenemos que salir de aquí! Este tumulto nos destruirá.
Fantasma miró a un lado. Beldre estaba arrodillada junto a su hermano. Le había vendado la herida, y le había hecho un cabestrillo improvisado. Quellion miró a Fantasma, con aspecto aturdido. Como si acabara de despertar de un sueño.
Fantasma se puso en pie a duras penas:
—No abandonaremos la ciudad, Sazed.
—Pero…
—¡No! Huí de Luthadel y dejé morir a Clubs. ¡No volveré a huir! Podemos detener las llamas. Sólo necesitamos agua.
Sazed vaciló.
—Agua —repitió Beldre, poniéndose en pie.
—Los canales se llenarán pronto —dijo Fantasma—. Podemos organizar brigadas de bomberos… usar la inundación para detener las llamas.
Beldre agachó la cabeza.
—No habrá ninguna inundación, Fantasma. Los guardias que dejaste… los ataqué con monedas.
Fantasma sintió un escalofrío:
—¿Muertos?
Ella sacudió la cabeza, el pelo en desorden, el rostro arañado.
—No lo sé —dijo en voz baja—. No lo sé.
—Las aguas no han llegado aún —dijo Sazed—. Ya tendrían… que haber sido liberadas.
—¡Entonces las traeremos! —replicó Fantasma. Se volvió hacia Quellion y se tambaleó, mareado—: ¡Tú! —dijo, señalando al Ciudadano—. ¿No querías ser rey de esta ciudad? Pues lidera a este pueblo, entonces. Consigue el control y prepáralo para apagar los incendios.
—¡No puedo! —protestó Quellion—. Me matarán por lo que he hecho.
Fantasma se tambaleó. Se apoyó contra una viga, y se llevó la mano a la cabeza. Beldre dio un paso hacia él.
Fantasma alzó la cabeza y miró a Quellion a los ojos. Los incendios eran tan brillantes que su estaño avivado le dificultaba la visión. Sin embargo, no se atrevía a soltar el metal: sólo el poder del ruido, el calor y el dolor le mantenía consciente.
—¡Irás con ellos! —ordenó—. Me importa un comino si te hacen pedazos, Quellion. Vas a intentar salvar esta ciudad. Si no lo haces, te mataré yo mismo. ¿Me entiendes?
El Ciudadano se quedó inmóvil, luego asintió.
—Sazed —dijo Fantasma—, llévalo con Brisa y Allrianne. Yo voy al depósito. Traeré las aguas a los canales, de un modo u otro. Que Brisa y los demás formen patrullas de bomberos para apagar las llamas en cuanto llegue el agua.
Sazed asintió:
—Es un buen plan. Pero Goradel acompañará al Ciudadano. Yo voy contigo.
Fantasma asintió, cansado. Entonces, cuando Sazed se dirigió a buscar al capitán de la guardia, que al parecer había formado un perímetro defensivo en torno a la plaza, Fantasma bajó del escenario y se obligó a encaminarse hacia el depósito.
Pronto advirtió que alguien lo alcanzaba. Luego, tras unos instantes, esa persona lo adelantó y echó a correr. Una parte de su mente sabía que era bueno que Sazed hubiera decidido actuar: el terrisano había creado el mecanismo que inundaría la ciudad. Él tiraría de la palanca. Fantasma no era necesario.