El Héroe de las Eras (9 page)

Read El Héroe de las Eras Online

Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

BOOK: El Héroe de las Eras
3.89Mb size Format: txt, pdf, ePub

El ejército de koloss permanecía tranquilo en el campo de batalla. Elend seguía sintiéndose incómodo con la idea de controlar a las criaturas. Se sentía… sucio por asociarse con ellas. Pero era la única forma.

—Algo va mal, Elend —dijo Vin.

Él alzó la cabeza para mirarla:

—¿Qué? ¿Piensas que hay otro cerca?

Ella negó con la cabeza.

—No es eso. Ese inquisidor se movió demasiado rápido al final. Nunca he visto a ninguna persona, alomántica o no, con ese tipo de velocidad.

—Debía de tener duralumín —dijo Elend, bajando la cabeza. Durante un tiempo, Vin y él habían mantenido ventaja, pues tenían acceso a un metal alomántico que los inquisidores no conocían. Los informes indicaban ahora que esa ventaja había desaparecido.

Por fortuna, aún contaban con el electrum. Había que dar las gracias al Lord Legislador. El atium de los pobres. Por lo general, un alomántico que quemaba atium era prácticamente invencible: sólo otro alomántico que quemara el metal podía combatirlo. A menos, claro, que tuviera electrum. El electrum no concedía la misma invencibilidad que el atium, metal que permitía al alomántico vislumbrar el futuro, pero sí te volvía inmune al atium.

—Elend —dijo Vin, arrodillándose—, no era duralumín. El inquisidor se movía demasiado rápido incluso para eso.

Elend frunció el ceño. Había visto al inquisidor moverse solamente por el rabillo del ojo, pero seguro que no lo hacía tan rápido. Vin tenía tendencia a ser paranoica y asumir lo peor.

Claro que también tenía la costumbre de llevar la razón.

Vin extendió una mano, agarró la parte delantera de la túnica del cadáver y la arrancó. Elend se volvió:

—¡Vin! ¡Un respeto por los muertos!

—No siento ningún respeto por estas cosas —respondió ella—, ni lo sentiré nunca. ¿Viste cómo intentó usar uno de sus clavos para matarte?

—Eso sí que me extrañó. Tal vez no estuvo a tiempo de llegar a sus hachas.

—¡Aquí, mira!

Elend se volvió para mirar. El inquisidor tenía los tres clavos normales clavados entre las costillas a cada lado del pecho. Pero… había otro, uno que Elend no había visto en ningún otro cadáver de inquisidor, clavado directamente en el pecho de la criatura.

¡Lord Legislador!
, pensó Elend.
Le atraviesa directamente el corazón. ¿Cómo sobrevivió?
Desde luego, si dos clavos en el cerebro no lo mataban, otro en el corazón tampoco lo haría.

Vin extendió la mano y arrancó el clavo. Elend dio un respingo. Ella lo alzó, frunciendo el ceño.

—Peltre —dijo.

—¿En serio? —preguntó Elend.

Ella asintió:

—Con éste, son diez clavos. Dos en los ojos y uno en los hombros: todos de acero. Seis en las costillas: dos de acero, cuatro de bronce. Ahora éste, de peltre… por no mencionar el que trató de usar contigo, que parece de acero.

Elend estudió el clavo que ella tenía en la mano. En la alomancia y la feruquimia, metales distintos hacían cosas distintas: imaginaba que, para los inquisidores, el tipo de metal empleado en los diversos clavos era igual de importante.

—Tal vez no utilizan alomancia, sino un… tercer poder.

—Tal vez —asintió Vin, agarrando el clavo y poniéndose en pie—. Habrá que abrirle el estómago y comprobar si tenía atium.

—Puede que éste sí.

Siempre quemaban electrum como precaución: hasta ahora, ninguno de los inquisidores con los que habían topado presentaba ni rastro de atium.

Vin negó con la cabeza y contempló el campo de batalla cubierto de ceniza.

—Estamos pasando algo por alto, Elend. Somos como niños, jugando a un juego que hemos visto jugar a nuestros padres sin conocer las reglas. Y… nuestro oponente fue quien creó el juego.

Elend rodeó el cadáver y se acercó a ella.

—Vin, ni siquiera sabemos qué hay ahí fuera. Lo que vimos hace un año en el Pozo… quizá se haya ido. Quizá desapareció, al verse libre. Quizás eso fuera todo lo que quería.

Vin lo miró. Él pudo leer en sus ojos que no lo creía. Tal vez viera que, en realidad, él tampoco lo creía.

—Aquello está ahí fuera, Elend —susurró—. Dirige a los inquisidores, sabe lo que estamos haciendo. Por eso los koloss se dirigen hacia las mismas ciudades que nosotros. Tiene poder sobre el mundo: puede cambiar el texto escrito, crear malentendidos y confusión. Conoce nuestros planes.

Elend le puso una mano en el hombro:

—Pero hoy lo hemos derrotado… y nos ha enviado este oportuno ejército de koloss.

—¿Y a cuántos humanos perdimos tratando de capturar este ejército?

Elend no tuvo que responder.
Demasiados
. Su número menguaba. Las brumas (la Profundidad) se hacían más poderosas, robaban la vida de gente al azar, mataban las cosechas del resto. Las Dominaciones Exteriores eran tierras yermas: sólo los más cercanos a la capital, Luthadel, recibían suficiente luz del día para cultivar alimentos. E incluso esa zona de habitabilidad se estaba reduciendo.

Esperanza
, pensó Elend.
Ella necesita eso de mí, siempre lo ha necesitado.

Vin no lo contradijo, pero era evidente que no estaba convencida. De todas formas, dejó que él la abrazara, cerró los ojos y apoyó la cabeza en su pecho. Sobrevivían en el campo de batalla ante su enemigo caído, pero incluso Elend tuvo que admitir que eso no le parecía una victoria. No con el mundo desplomándose a su alrededor.

¡Esperanza!
, pensó de nuevo.
Ahora pertenezco a la Iglesia del Superviviente. Sólo tiene un mandamiento.

Sobrevivir.

—Dame uno de los koloss —dijo Vin por fin, soltándose del abrazo.

Elend liberó a una de las criaturas de tamaño medio, y dejó que Vin tomara control sobre ella. No comprendía del todo cómo lo hacían. En cuanto se hacía con el control de un koloss, podía ostentarlo de manera indefinida, estuviera dormido o despierto, quemara metales o no. Había muchas cosas que no comprendía de la alomancia. Sólo llevaba un año utilizando sus poderes, y había tenido que gobernar un imperio y dar de comer a su pueblo al mismo tiempo, por no mencionar las guerras. Le había quedado poco tiempo para practicar.

Naturalmente, Vin tuvo menos tiempo aún para practicar antes de matar al Lord Legislador
. Vin, sin embargo, era un caso especial. Usaba la alomancia con la facilidad con que otros respiraban; no era tanto una habilidad como una extensión de su ser. Puede que Elend fuera poderoso, como Vin solía decir, pero ella era la auténtica maestra.

Su koloss se acercó y recogió al inquisidor caído y el clavo. Entonces, Elend y Vin bajaron la colina, seguidos por el sirviente koloss, y se dirigieron al ejército humano. Las tropas de koloss les abrieron paso siguiendo una orden de Elend, que reprimió un escalofrío mientras los controlaba.

Fatren, el hombre sucio que gobernaba la ciudad, había pensado en establecer un hospital de campaña, aunque Elend no confiaba mucho en las habilidades de un grupo de cirujanos skaa.

—¿Por qué se detuvieron? —preguntó Fatren, de pie ante sus hombres mientras Vin y Elend se acercaban.

—Te prometí un segundo ejército, Lord Fatren —dijo Elend—. Pues aquí lo tienes.

—¿Los koloss?

Elend asintió.

—Pero si son el ejército que vino a destruirnos.

—Y ahora son nuestros —repuso Elend—. Tus hombres lo han hecho muy bien. Asegúrate de que comprendan que la victoria fue suya. Teníamos que forzar al inquisidor a dar la cara, y la única forma de conseguirlo era volviendo a su ejército contra sí mismo. Los koloss se asustan cuando ven que algo pequeño derrota a algo grande. Tus hombres lucharon con valentía: gracias a ellos, los koloss son nuestros.

Fatren se rascó la barbilla.

—¿Se asustaron de nosotros y por eso cambiaron de bando? —preguntó lentamente.

—Algo así —respondió Elend, contemplando a los soldados. Ordenó mentalmente a varios koloss que avanzaran—. Estas criaturas obedecerán las órdenes de los hombres de este grupo. Que lleven a vuestros heridos a la ciudad. Ahora son nuestros servidores, ¿entendido?

Fatren asintió.

—¡Vamos! —dijo Vin, la voz cargada de ansiedad mientras contemplaba la pequeña ciudad.

—Lord Fatren, ¿quieres venir con nosotros o quieres supervisar a tus hombres? —preguntó Elend.

Fatren entornó los ojos:

—¿Qué vais a hacer?

—Hay algo en tu ciudad que necesitamos.

Fatren vaciló:

—Entonces iré.

Dio unas cuantas órdenes a sus hombres mientras Vin esperaba impaciente. Elend le dirigió una sonrisa, luego Fatren se unió a ellos y los tres se dirigieron a las puertas.

—Lord Fatren —dijo Elend mientras caminaban—, a partir de ahora debes dirigirte a mí como «mi señor».

Fatren dejó de estudiar nerviosamente a los koloss que los rodeaban.

—¿Comprendes? —dijo Elend, mirándolo a los ojos.

—¡Humm…! Sí, mi señor.

Elend asintió, y Fatren se retrasó un poco tras Vin y él, como mostrando una deferencia inconsciente. No parecía rebelde; por ahora, probablemente se alegraba de estar vivo. Quizás acabaría por lamentar que Elend tomara el control de su ciudad, pero de momento poco podía hacer. El pueblo de Fatren se acostumbraría a la seguridad de formar parte de un imperio superior, y las historias del misterioso dominio que Elend tenía de los koloss (y, por tanto, la salvación de la ciudad) serían demasiado poderosas. Fatren nunca más volvería a gobernar.

Así de fácil gobierno
, pensó Elend.
Hace sólo dos años, cometí aún más errores que este hombre. Al menos, él consiguió mantener a su pueblo unido en época de crisis. Yo perdí mi trono, hasta que Vin lo reconquistó para mí.

—Me preocupas —dijo Vin—. ¿Tenías que empezar la batalla sin mí?

Elend volvió la cabeza. No había reproche en su voz. Sólo preocupación.

—No estaba seguro de cuándo ibas a llegar… o si lo harías —contestó—. La oportunidad era demasiado buena. Los koloss acababan de marchar durante un día entero. Probablemente matamos a quinientos antes de que decidieran empezar a atacar.

—¿Y el inquisidor? —preguntó Vin—. ¿De verdad creías que podrías enfrentarte a él tú solo?

—¿Y tú? —preguntó a su vez Elend—. Luchaste contra él unos buenos cinco minutos antes de que yo llegara para ayudarte.

Vin no recurrió al argumento de costumbre: que ella era con diferencia la nacida de la bruma más dotada. Simplemente, continuó caminando en silencio. Seguía preocupada por él, aunque ya no intentaba protegerlo de todo peligro. Tanto su preocupación como su disposición a dejarlo correr riesgos formaban parte de su amor hacia él. Y Elend apreciaba sinceramente ambas cosas.

Los dos trataban de estar juntos el mayor tiempo posible, pero eso no era siempre factible; como cuando Elend descubrió que un ejército de koloss marchaba hacia una ciudad indefendible mientras Vin estaba fuera dando órdenes a Penrod en Luthadel. Elend contaba con que ella regresara a su campamento a tiempo para averiguar adónde había ido, y luego viniera a ayudar, pero no había podido esperarla. No con miles de vidas en juego.

Miles de vidas… y más.

Por fin llegaron a las puertas. Una multitud de soldados que habían llegado tarde a la batalla o habían tenido demasiado miedo para atacar esperaban en lo alto de la muralla, mirando asombrados. Varios miles de koloss habían adelantado a los hombres de Elend y trataron de atacar la ciudad. Ahora permanecían inmóviles, siguiendo su silenciosa orden de aguardar fuera de la fortificación.

Los soldados abrieron las puertas, dejando pasar a Vin, Elend, Fatren y el servidor koloss de Vin. La mayoría miró a la criatura con recelo, como era lógico. Vin le ordenó que soltara al inquisidor muerto, y luego los siguiera mientras los tres recorrían la calle cubierta de ceniza. Ella tenía una filosofía: cuanta más gente viera a los koloss y se acostumbrara a las criaturas, mejor. Eso hacía que tuvieran menos miedo de las bestias, y facilitara combatirlas si hubiera que entrar en batalla con los koloss.

Pronto llegaron al edificio del Ministerio que Elend había inspeccionado al entrar en la ciudad. El koloss de Vin se adelantó y empezó a arrancar los tablones de las puertas.

—¿El edificio del Ministerio? —preguntó Fatren—. ¿De qué sirve? Ya lo hemos registrado.

Elend lo miró.

—Mi señor —dijo Fatren, demasiado tarde.

—El Ministerio del Acero estaba directamente relacionado con el Lord Legislador —dijo Elend—. Sus obligadores eran sus ojos en todo el imperio, y a través de ellos controlaba a la nobleza, vigilaba el comercio y se aseguraba de mantener la ortodoxia.

El koloss abrió la puerta de par en par. Al entrar, Elend quemó estaño, que amplió su visión para permitirle ver en la penumbra. Vin hizo obviamente lo mismo, así que tuvo pocos problemas para abrirse paso entre los tablones rotos y los muebles que cubrían el suelo. Al parecer, la gente de Fatren no sólo había «registrado» el lugar: lo había saqueado.

—Sí, conozco a los obligadores —dijo Fatren—. No hay ninguno aquí, mi señor. Se marcharon con los nobles.

—Los obligadores se encargaban de algunos proyectos muy importantes, Fatren —dijo Elend—. Cosas como intentar descubrir cómo usar nuevos metales alománticos, o buscar linajes de sangre terrisana que pudieran reproducirse bien. Uno de sus proyectos nos interesa especialmente.

—¡Aquí! —llamó Vin, junto a algo que había en el suelo. Una trampilla oculta.

Fatren se volvió para mirar hacia la luz, deseando quizás haber traído algunos soldados consigo. Junto a la trampilla, Vin encendió una linterna que había encontrado en alguna parte. En la oscuridad de un sótano, ni siquiera el estaño proporcionaba buena visión. Vin abrió la trampilla, y todos bajaron una escalera que conducía a una bodega.

Elend se acercó al centro del pequeño sótano, escrutando a Vin cuando ella se disponía a comprobar las paredes.

—Lo he encontrado —dijo Vin un segundo después, golpeando con el puño cierta porción de la pared de bloques de piedra. Elend se le acercó. En efecto, había una fina rendija en las piedras, apenas visible. Quemado el acero, Elend pudo ver dos leves líneas azules que apuntaban a placas de metal ocultas tras la piedra. Dos líneas más fuertes apuntaban tras él hacia una gran placa de metal insertada en la pared, fijada a la piedra con enormes tornillos.

—¿Preparado? —preguntó Vin.

Other books

Wrecked by E. R. Frank
Meeting the Step by Adams, Ash
Cash by Vanessa Devereaux
Runaways by V.C. Andrews
Someone Like You by Jennifer Gracen
His Jazz Affair by Fife, Nicky
Te Daré la Tierra by Chufo Llorens, Chufo Lloréns
The Contender by Robert Lipsyte
Honor Crowned by Michael G. Southwick