El hijo de Tarzán (14 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: El hijo de Tarzán
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Aullidos de rabia y desencanto estallaron en el grupo de monos machos que se encontraban detrás del caído rey, y con el salvaje corazón lleno de ansias asesinas salieron disparados hacia Korak y Akut. Pero el viejo simio era demasiado listo y prudente para aguantar a pie firme y plantar cara a tan desigual combate. Aconsejar a Korak que iniciase la retirada habría sido perder el tiempo, Akut lo sabía perfectamente. Derrochar un segundo entablando una discusión equivaldría a sellar la sentencia de muerte de ambos. No quedaba más que una leve esperanza de salvación, y Akut se aferró a ella. Cogió a Korak por la cintura, lo levantó en peso, dio media vuelta cargado con el chico y corrió hacia las ramas bajas que otro árbol tendía por encima de la arena de aquel palenque. La espantosa turba de simios le siguió, pisándole los talones, pero Akut, con todo lo viejo que era y pese a ir cargado con Korak, que no cesaba de debatirse y retorcerse, fue más rápido que sus perseguidores.

Saltó y se agarró a una rama baja, y con la agilidad de un mico ascendió hasta llegar con su amigo a una parte de la enramada que podía considerarse momentáneamente segura. Pero ni siquiera allí se detuvo, sino que continuó desplazándose a través de la noche, cruzando la selva con su carga. Los monos machos le siguieron durante cierto trecho, pero al cabo de un rato, como los más rápidos dejaban atrás a los más lentos y se veían separados unos de otros, optaron por abandonar la cacería, se congregaron de nuevo e, inmóviles, se dedicaron a colmar la jungla de gritos y rugidos, de ruidos que resonaron aterradoramente en la espesura. Al final, dieron media vuelta y regresaron hacia el anfiteatro, desandando el camino.

Cuando Akut tuvo la absoluta certeza de que ya no le perseguían, hizo un alto y soltó a Korak. El chico estaba furioso.

—¿Por qué me alejaste de allí? protestó. —¡Les habría dado una buena lección! ¡A todos! Ahora creerán que les tengo miedo.

—Lo que crean no puede hacerte ningún daño —repuso Akut—. Estás vivo. De no haberte cogido y alejado de allí, ahora estarías muerto. Y yo también. ¿No sabes que hasta el mismo Numa se aparta del camino de los grandes monos cuando son muchos y están enloquecidos?

Los grandes machos bailaban a la luz de la luna…

IX

Al día siguiente de la inhospitalaria recepción que le dispensaron los grandes monos, Korak deambulaba sin rumbo por la selva, dominado por una sensación de profunda infelicidad. Tenía el corazón rebosante de desencanto. En su pecho ardía el deseo de una venganza hasta entonces insatisfecha. Miraba con ojos llenos de odio a los habitantes de aquel mundo selvático, gruñía y enseñaba los dientes con expresión amenazadora a cuantos se ponían al alcance de sus sentidos. La impronta de la vida que llevó su padre en sus años infantiles aparecía estampada a fuego en el muchacho, e incluso los meses de trato con los animales de la jungla la habían intensificado. La facilidad para aprender e imitar propia de la juventud le permitió asimilar, gracias a ese trato asiduo, innumerables costumbres y peculiaridades características de las criaturas depredadoras de la selva.

Enseñaba los colmillos a la menor provocación y con la misma naturalidad con que lo hacía Sheeta, la pantera. Gruñía de modo tan impresionante y feroz como Akut. Cuando se tropezaba inopinadamente con alguna otra fiera, se encogía sobre sí mismo y su cuerpo adoptaba un arqueamiento que se parecía de un modo muy extraño al del lomo de un felino. Korak, «el matador», andaba buscando pelea. En el fondo de su corazón anhelaba volver a encontrarse frente al mono rey que había provocado su retirada del anfiteatro. Con tal objeto, se empeñaba en seguir vagando por las proximidades de aquel paraje, pero las exigencias de la constante búsqueda de alimento les obligaban a alejarse varios kilómetros durante el día.

Avanzaban despacio, a favor del viento y con todas las precauciones del mundo, ya que cualquier animal que estuviese por delante tendría ventaja sobre ellos, puesto que la brisa llevaría a su olfato el olor de Akut y Korak. Ambos se detuvieron repentina y simultáneamente. Ladearon la cabeza. Se mantuvieron inmóviles, como estatuas de piedra, aguzado el oído. Ni un solo músculo de su cuerpo vibró. Permanecieron así varios segundos; luego, Korak avanzó unos pasos y saltó ágilmente a la enramada de un árbol. Akut le fue a la zaga. Ninguno de los dos produjo el menor ruido que pudiesen apreciar oídos humanos situados a una docena de pasos.

Continuaron andando sigilosamente entre los árboles, aunque se detenían de vez en cuando a escuchar. Saltaba a la vista, por las repetidas miradas interrogadoras que se lanzaban mutuamente, que estaban perplejos. Por último, el muchacho avistó una empalizada a cosa de cien metros, al otro lado de la cual asomaban la parte superior de algunas tiendas de piel de cabra y unas cuantas chozas con tejado de paja. El labio superior de Korak se frunció al emitir un gruñido salvaje. ¡Negros! ¡Cómo los odiaba! Hizo una seña a Akut, indicándole que se quedase donde estaba, mientras él se adelantaba en plan de reconocimiento.

¡Pobre del desdichado indígena sobre el que cayese «el matador»! Desplazándose por las ramas bajas de los árboles, saltando ágilmente de un gigante de la selva a otro, cuando la distancia que los separaba no era grande, o surcando el aire aferrado a la liana que tuviese a mano, Korak fue acercándose a la aldea en silencio. Oyó una voz procedente de la parte interior de la empalizada y hacia allí se dirigió. La rama de un árbol enorme pasaba por encima de la cerca en el punto de donde llegaba la voz. Korak entró por allí. Empuñaba el venablo, dispuesto para entrar en acción. Sus oídos le informaron de la proximidad de un ser humano. Lo único que necesitaban sus ojos era poder lanzar un rápido vistazo que le permitiera localizar el blanco. Luego, raudo como una centella, el proyectil volaría hacia su objetivo. Con el venablo en la diestra se desplazó subrepticiamente entre el follaje, dirigida la vista hacia abajo en busca del propietario de la voz que ascendía desde el suelo hasta él.

Vio finalmente la espalda de un ser humano. La mano que empuñaba el venablo retrocedió en todo lo que le permitió el brazo, a fin de lograr el máximo impulso en el momento de lanzar el proyectil y que éste llevase la fuerza necesaria para atravesar de parte a parte el cuerpo de la desprevenida víctima. Y entonces «el matador» se detuvo. Se inclinó para ver mejor el blanco. ¿Lo hizo para afinar la puntería y conseguir un tiro certero o fue que las esbeltas líneas y las infantiles curvas del cuerpecito de la niña que estaba abajo contuvieron la riada de instinto asesino que corría por sus venas?

Bajó cautelosamente el venablo, con cuidado para que no produjese el más leve rumor al rozar con las hojas o las ramas. En silencio, se agazapó, adoptando una postura más cómoda, y contempló con ojos desorbitados por el asombro a la criatura a la que pretendía matar… Observó a aquella niña, una chiquilla de piel color avellana. La mueca desdeñosa desapareció de los labios de Korak. Su rostro sólo expresaba ahora una atención llena de interés: trataba de descubrir qué hacía la niña. De súbito, una sonrisa se extendió por los labios del muchacho, porque al cambiar la niña de postura había dejado al descubierto a Geeka, la de la cabeza de marfil y el cuerpo de piel de rata; Geeka, la de brazos de astilla y fealdad indescriptible. Meriem levantó la espantosa cara de la muñeca hasta la altura de la suya y empezó a mecer a la muñeca, al tiempo que le cantaba una nana árabe. Un rayo de ternura cruzó las pupilas d«el matador». Durante una hora larga, que se le pasó en un suspiro, Korak permaneció allí, con los ojos fijos en la chiquilla. Ni una sola vez pudo ver de lleno el rostro de Meriem. Porque durante la mayor parte de aquella hora sólo le fue posible contemplar una mata de ondulado pelo negro, la piel bronceada de un hombro que quedaba al descubierto en la parte donde el vestido se sujetaba bajo la axila y unos centímetros de la torneada rodilla que asomaban bajo la falda de dicho vestido mientras la niña estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas. Al mover la cabeza, inclinada hacia un lado, en tanto sermoneaba maternalmente a la pasiva Geeka, la niña dejó ver un redondeado carrillo y una barbilla pícara. En aquel momento agitaba el índice ante la cara de la muñeca, reprobadoramente, y una vez más apretó contra su corazón el único objeto sobre el que podía derramar toda la incalculable profusión de su afecto infantil.

Momentáneamente olvidado de su sanguinaria misión, Korak permitió que se suavizara la presión de sus dedos sobre el astil de su formidable arma. El venablo resbaló y a punto estuvo de escapársele de la mano y caer, incidencia que recordó al Matador quién era y qué hacía allí. En especial que su objetivo era desplazarse sigilosamente hasta el ser cuya voz había atraído su vengativa atención. Miró el venablo, su desgastada empuñadura y su aguzada punta metálica. Luego dejó que la mirada descendiese hacia la delicada figura sentada debajo, en el suelo. Con los ojos de la imaginación vio salir disparada la pesada arma. La vio clavarse en la carne suave, perforar y hundirse profundamente en el cuerpecito infantil. Vio caer aquella ridícula muñeca de entre las manos de su dueña y quedar tendida patéticamente junto al convulso cuerpo de la niña. «El matador» se estremeció y contempló con el ceño fruncido la madera y el hierro inanimados del venablo, como si fuera un ser vivo y consciente, dotado de un cerebro infame.

Korak se preguntó qué haría la niña si de pronto le viese caer del árbol y aterrizar junto a ella. Lo más probable sería que soltase un grito y echara a correr. En seguida acudirían los hombres de la aldea, empuñando sus venablos y armas de fuego. Le matarían, en caso de que no huyese con la suficiente rapidez. En la garganta del muchacho se formó un nudo. Anhelaba con toda el alma encontrar compañía de su propia especie, aunque él mismo no se daba cuenta cabal de ello. Le hubiera gustado deslizarse hasta la niña y hablar con ella, aunque por las palabras que le había oído pronunciar sabía que hablaba en un lenguaje desconocido para él. Podrían entenderse por señas. Eso sería mejor que nada. También le encantaría verle la cara. Lo poco que había vislumbrado de ella le permitió darse cuenta de que era bonita. Lo que más avivaba su deseo de conocer a aquella criatura residía en la naturaleza cariñosa que se apreciaba en la forma maternal en que trataba a la grotesca muñeca.

Al final ideó un plan. Llamaría la atención de la niña y, desde lejos, le sonreiría tranquilizadoramente. Retrocedió, adentrándose en la enramada del árbol. Su intención consistía en llamar su atención desde la parte exterior de la empalmada, lo que proporcionaría a la chiquilla la adecuada sensación de seguridad que, imaginaba él, podía proporcionarle la sólida barrera de la estacada.

No había hecho más que abandonar su posición en el árbol cuando despertó su interés un considerable estruendo que llegaba del lado opuesto de la aldea. Se desvió un poco para ver la puerta del otro extremo de la calle. Un nutrido grupo de hombres, mujeres y niños corría hacia allí. La puerta se abrió y al otro lado apareció la vanguardia de una caravana que se aproximaba al poblado. Una tropa abigarrada compuesta por esclavos negros y atezados árabes de los desiertos del norte; camelleros de malsonante vocabulario que entre tacos y maldiciones arreaban a los indóciles animales de carga; asnos sobrecargados que movían tristemente las orejas y soportaban con paciente estoicismo las brutalidades de sus amos; pequeños rebaños de cabras, ovejas y caballos. Irrumpieron en la aldea, tras un anciano alto, de aire hosco, que, sin dignarse devolver el saludo a quienes habían acudido a recibirle, se dirigió en línea recta a su tienda de pieles de cabra, montada en el centro del poblado. Al llegar a ella dirigió la palabra a una anciana arpía surcada de arrugas.

Desde su atalaya, Korak podía presenciarlo todo. Vio al anciano preguntar algo a la mujer negra y que ésta señalaba con el dedo en dirección al árbol a cuyo pie jugaba la niña: un rincón apartado de la aldea, que las tiendas de los árabes y las chozas de los indígenas impedían ver desde la calle principal. Korak pensó que, indudablemente, el anciano era el padre de la niña. Había estado ausente y en lo primero que pensó al volver a casa fue en su hija. ¡Cómo se alegraría ella de verle! Echaría a correr para precipitarse en sus brazos y el hombre la apretaría contra su pecho y la cubriría de besos. Korak suspiró. Pensó en sus padres, que estaban en Londres, ¡tan lejos!

Volvió a su anterior posición en la rama del árbol, casi perpendicular a la chiquilla. Aunque él no pudiera gozar de una dicha como aquella, al menos disfrutaría de la felicidad de otros. Puede que luego se presentara ante el anciano y que éste le permitiera visitar la aldea de vez en cuando, como amigo. Merecería la pena intentarlo. Aguardaría hasta que el anciano hubiese abrazado a su hija, y luego manifestaría su presencia con las apropiadas señas de paz.

El árabe se acercaba con paso quedo a la niña. En cuestión de segundos estaría junto a ella y entonces, ¡qué sorpresa y qué alegría iba a tener la chiquilla! Fulguraron con anticipada satisfacción las pupilas de Korak… Pero el anciano estaba ya junto a la niña. El rostro severo del árabe continuaba sin suavizarse. Ella no se había dado cuenta aún de la llegada del padre. Seguía parloteándole a la muda Geeka. El viejo carraspeó. La niña dio un sobresaltado respingo y volvió la cabeza para mirar por encima del hombro. Korak pudo ver de lleno su semblante. Era precioso en su dulce e inocente condición infantil, un Palmito perfilado por curvas suaves y adorables. Korak vio sus ojos: grandes y oscuros. Buscó en las pupilas la luz de la dicha jubilosa que surgiría en cuanto la niña viera a su padre, pero esa luz no llegó. Lo que sí apareció allí, en cambio, fue el terror, un terror absoluto, total, paralizante, que no sólo se reflejaba en las pupilas, sino también en la expresión de la boca, en la actitud acobardada, tensa, del cuerpo. Una sonrisa torva frunció los delgados y crueles labios del árabe. La niña retrocedió, tratando de alejarse, pero antes de que pudiera ponerse fuera del alcance del anciano éste le propinó un brutal puntapié y la criatura cayó de bruces sobre la hierba. El árabe la siguió con la intención de cogerla y seguir golpeándola, como tenía por costumbre.

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