Al percatarse de que Jack no estaba detrás de él, Akut retrocedió en su busca. Apenas había recorrido un corto trecho cuando se detuvo en seco, sorprendido, al ver la extraña figura que avanzaba hacia él a través de los árboles. Se parecía a su compañero, ¿era posible que fuese él? Empuñaba un largo venablo y llevaba colgado del hombro un escudo oblongo como los de los guerreros negros que le habían atacado momentos antes. Unas bandas de hierro y latón le circundaban brazos y tobillos, mientras que alrededor de su joven cintura se sujetaba un taparrabos de tela. También llevaba un cuchillo al cinto.
Al ver al mono, el muchacho apretó el paso para enseñarle los trofeos. Le mostró orgullosamente una por una las nuevas pertenencias recién conquistadas. Y le refirió jactanciosa y detalladamente su hazaña.
—Lo maté con las manos y los dientes —dijo—. Me hubiera gustado ser amigo suyo, pero ellos prefirieron ser mis enemigos. Y ahora que tengo un venablo le demostraré también a Numa lo que significa tenerme por enemigo. Sólo los hombres blancos y los grandes simios son ahora amigos nuestros, Akut. Así que buscaremos a los hombres blancos y nos apartaremos o mataremos a todos los demás. Eso es lo que me ha enseñado la selva.
Dieron un rodeo alrededor del poblado hostil y reanudaron el camino hacia la costa. El muchacho se ufanaba de sus nuevas armas y adornos. Se entrenaba constantemente con el venablo, arrojándolo hora tras hora contra cualquier objeto que se encontrase delante de ellos mientras continuaba su pausado trayecto. Acabó por adquirir esa habilidad que sólo puede conseguirse tan rápidamente cuando los músculos son jóvenes. Y, entretanto, su adiestramiento proseguía bajo la orientación de Akut. No había ya señal o rastro de la selva que no fuese como un libro abierto para la aguda y perspicaz mirada del muchacho, y hasta esos detalles imprecisos que se escapan por completo a los sentidos del hombre civilizado e incluso resultan apreciables sólo en parte para sus primos los antropoides eran como amigos con los que el joven Jack estaba ya familiarizadísimo. Podía distinguir por el olor a las innumerables especies de herbívoros y también podía determinar, por la intensidad de los efluvios que flotaban en el aire, si un animal se acercaba o se alejaba. Ya no le hacía falta que los ojos le informasen si había dos o cuatro leones a cien metros o a ochocientos… siempre y cuando el viento soplase desde la dirección en que estaban los felinos.
Buena parte de esos conocimientos los adquirió gracias a Akut, pero también aprendió muchos más a través de su propio instinto: una especie de intuición extraña heredada de su padre. Había llegado a amar la vida de la jungla. La constante lucha de los sentidos y del ingenio contra los innumerables enemigos mortales que acechaban día y noche en los senderos, tanto a los precavidos como a los incautos, era un desafío para el espíritu aventurero que late impetuoso en el corazón de todo descendiente de Adán por cuyas venas circula sangre roja. Sin embargo, aunque adoraba aquella existencia, no permitía que el egoísmo pesara más que el sentido del deber que le había llevado a darse cuenta de que bajo el descabellado impulso aventurero que le había conducido a África yacía una trasgresión de la moral. El cariño hacia sus padres era muy fuerte en su interior, demasiado fuerte para permitirle gozar de una dicha sin mácula a costa de los días de pesadumbre que ocasionaba a sus progenitores. Y eso mantenía firme su determinación de llegar a un puerto costero desde el que pudiera comunicarse con ellos y recibir los fondos precisos para volver a Londres. Estaba seguro de que, una vez en casa, podría convencer a sus padres para que le permitiesen pasar alguna que otra temporada en aquellas propiedades africanas que, según había podido colegir gracias a ciertos comentarios pronunciados descuidadamente, poseía lord Greystoke. Siempre sería un consuelo, siempre sería mejor que pasarse la vida sometido a las trabas y los opresores convencionalismos de la civilización.
De modo que se sentía contento y satisfecho mientras avanzaban en dirección a la costa, ya que, al tiempo que disfrutaba de los placeres de la libertad de la selva, la conciencia no podía remorderle ni tanto así, puesto que estaba haciendo cuanto le era posible hacer para regresar junto a sus padres. Contaba también la ilusión que le producía la inminencia de encontrar de nuevo al hombre blanco —seres de su misma raza—, dado que el deseo de gozar de la compañía de otras criaturas aparte del viejo simio era un anhelo que experimentaba con frecuencia. Aún le dolía el ataque de que había sido objeto por parte de los negros. Había intentado acercarse a ellos con el corazón cargado de amistosa jovialidad y la infantil certeza de que recibiría una acogida hospitalaria, así que la manera en que se lanzaron contra él constituyó un duro golpe para sus juveniles ideales. Ya no consideraba hermano al hombre negro, sino que más bien era para él otro de los muchos enemigos sedientos de sangre que poblaban la implacable selva, un animal de presa que caminaba sobre dos piernas en vez de cuatro.
Pero si los negros eran sus enemigos, en el mundo había otros seres que no lo eran; seres que le recibirían con los brazos abiertos, que lo aceptarían como amigo y hermano, y entre los que encontraría amparo frente a todos los enemigos. Sí, siempre quedaba el refugio de los hombres blancos. En algún lugar de la costa e incluso en las profundidades de la misma jungla habría hombres blancos. Le brindarían una bienvenida amistosa. Sería una visita a la que acogerían con los brazos abiertos. También estaban los grandes monos, los amigos de su padre y de Akut ¡Lo que se alegrarían de recibir al hijo de Tarzán de los Monos! Confiaba en tropezarse con ellos antes de encontrar un puesto comercial en la costa. Deseaba poder contarle a su padre que había conocido a sus antiguas amistades de la selva virgen, que estuvo cazando con ellas, que compartió su existencia salvaje y sus feroces y primitivas ceremonias, los extraños ritos que Akut había intentado explicarle. Le habría encantado hasta la euforia participar en una de aquellas jubilosas reuniones. A menudo ensayaba el largo parlamento que pronunciaría ante los monos, en el que, antes de despedirse de ellos, les hablaría de la vida del antiguo rey que los gobernó.
En otras ocasiones se regodeaba pensando en su encuentro con los blancos. Disfrutaría con la consternación que sin duda iban a reflejar sus rostros al ver al muchacho blanco desnudo, engalanado con los atavíos de guerra de los negros y que recorría la selva acompañado únicamente por un gigantesco simio.
Fueron transcurriendo así las jornadas y, con las caminatas, la caza y el desplazamiento de árbol en árbol, el muchacho fue adquiriendo agilidad y sus músculos fueron desarrollándose hasta el punto de que el flemático Akut se maravillaba de las hazañas de su discípulo. Y el chico, al darse cuenta de su propia fortaleza física, empezó a confiar demasiado en ella y a volverse negligente. Marchaba por la jungla con la cabeza erguida orgullosamente, desafiando el peligro. Mientras Akut trepaba al árbol más próximo en cuanto olfateaba la presencia de Numa, Jack se reía en las mismas fauces del rey de los animales y pasaba audazmente junto a él. La suerte fue su aliada durante mucho tiempo. Los leones con los que se cruzó quizás acababan de saciar su apetito o acaso la misma temeridad de aquella extraña criatura que invadía sus dominios los sorprendía de tal forma que de sus perplejos cerebros desaparecía toda idea de atacar, mientras permanecían paralizados, con los ojos desmesuradamente abiertos, fijos en aquel individuo que se acercaba, se cruzaba con ellos y luego se alejaba. Fuera cual fuese la causa, lo cierto era que el chico pasó a escasa distancia de algunos leones enormes, sin provocar en ellos más que algún que otro gruñido de advertencia.
Pero no todos los leones han de tener necesariamente el mismo carácter, temperamento o genio. Como ocurre en las familias humanas, también existen grandes diferencias entre un individuo y otro. El que diez leones se comporten de forma similar en condiciones similares no permite suponer que el undécimo león vaya a actuar de igual modo…, lo más probable es que no lo haga así. El león es un animal con un sistema nervioso altamente desarrollado. Piensa y, por ende, razona. Al disponer de cerebro y de sistema nervioso cuenta también con temperamento, el cual reacciona de forma diversa según las causas externas que lo afecten. Un día, Jack se topó con el undécimo león. El muchacho atravesaba una pequeña planicie salpicada de pequeños grupos de arbustos. Akut se encontraba a unos metros del muchacho, a su izquierda, cuando descubrió la presencia de Numa.
—¡Corre, Akut! —avisó Jack, entre risas—. Numa está escondido en esos matorrales que hay a mi derecha. ¡Súbete a los árboles, Akut! ¡Yo, el hijo de Tarzán, te protegeré!
Y el mozo, sin dejar de reír, siguió adelante, sin desviarse de un camino que le haría pasar muy cerca del puñado de arbustos entre los que Numa estaba oculto.
El simio le gritó que se apartara de allí, pero, a guisa de respuesta, Jack trazó un floreo con el venablo y ejecutó una improvisada danza de guerra para demostrar el desprecio que sentía por el rey de los animales. Se fue acercando al mortífero carnicero hasta que, con un repentino rugido de cólera, el león se levantó, a menos de diez pasos del joven. Era un animal enorme, aquel señor de la selva y el desierto. La enmarañada melena derramaba su espesura sobre las paletillas del felino. Colmillos crueles armaban sus enormes fauces. Sus pupilas verde amarillas despedían fulgurantes centellas de odio y desafío.
Con su lastimosamente inadecuado venablo en la mano, el muchacho comprendió en seguida que aquel león era distinto a los que había encontrado hasta entonces; pero había ido demasiado lejos y no podía retirarse. El árbol más próximo se encontraba a varios metros, a su izquierda… El león habría caído sobre él antes de que hubiera podido cubrir la mitad de la distancia, y nadie que viese la actitud que había adoptado el felino podía tener la menor duda de que la fiera se disponía a atacar. Más allá del león, a pocos pasos, había un árbol de espino. Era el refugio más cercano, pero Numa se interponía entre el árbol y la presa.
El tacto del largo venablo que empuñaba y la vista de aquel árbol inspiraron una idea al muchacho, una idea absurda, un descabellado y ridículo asomo de esperanza. Pero no disponía de tiempo para sopesar probabilidades; sólo existía una posibilidad y era aquel árbol espinoso. Si el león lanzaba su ataque, sería demasiado tarde… El chico debía adelantarse, atacar primero. Y ante la sorpresa de Akut y el no menos pasmado asombro de Numa, el mozo se precipitó rápidamente hacia la fiera. El león permaneció un segundo inmovilizado por el estupor y en el transcurso de ese segundo Jack Clayton puso en práctica, a la desesperada, una treta que ya había practicado con éxito en el colegio.
A la carrera, se dirigió en línea recta hacia el león, con el venablo sostenido en posición horizontal, la punta ligeramente inclinada hacia el suelo. Akut chilló, atónito y aterrado. Numa aguantó a pie firme, muy abiertos sus ojos redondos, a la espera del ataque, listo para levantarse sobre los cuartos traseros y recibir como se merecía aquella temeraria criatura: con imponentes zarpazos capaces de quebrar la testuz de un búfalo.
Justo delante del león, Jack clavó en el suelo la punta del venablo, dio un salto formidable e, impulsándose con aquella improvisada pértiga, pasó por encima del león y, antes de que éste sospechase siquiera la jugarreta que acababan de hacerle, el mozo había caído en los desgarradores brazos del árbol de espino y estaba a salvo, aunque lacerado.
El salto con pértiga era algo que Akut no había visto en la vida. Ahora empezó a dar brincos de alegría en la seguridad de la enramada, al tiempo que dirigía su amplio repertorio de burlas e insultos al frustrado Numa, mientras Jack buscaba una postura que hiciese menos dolorosos los pinchazos de los espinos que se le habían clavado en el cuerpo. Había salvado la vida, pero a costa de un considerable sufrimiento. Empezó a temer que el león no se marchara nunca de allí y transcurrió una hora antes de que el enfurecido animal decidiera abandonar su guardia y alejarse majestuosamente a través de la llanura. Cuando estuvo a una distancia que Jack consideró segura para su integridad, el chico procedió a desprenderse del árbol de espino. Consiguió bajar, pero no sin producir nuevas heridas en sus ya bastante torturadas carnes.
Pasaron muchos días antes de que desaparecieran del cuerpo de Jack las señales externas de aquella lección; pero las huellas que estampó en su cerebro se mantuvieron allí a lo largo de toda su vida. Nunca más volvió a tentar al destino tan inútilmente.
En el curso de su existencia corrió grandes peligros, pero sólo cuando consideró que el objetivo que podía conseguir, un fin muy deseado, justificaba el que se expusiera a ellos. Y, a partir de aquella vez, nunca dejó de practicar el salto con pértiga.
El muchacho y el mono permanecieron estancados en aquel paraje, mientras Jack se recuperaba de las dolorosas heridas que le infligieron las afiladas púas del árbol. El gran antropoide lamía las heridas de su compañero humano; aparte de eso, a Jack no se le aplicó ningún tratamiento, pero las llagas se curaron y cerraron con rapidez, ya que la carne sana se renueva rápidamente por sí misma.
Cuando Jack se sintió recuperado por completo, reanudaron su marcha hacia la costa y, una vez más, la imaginación del muchacho empezó a regocijarse por anticipado con la placentera alegría que le esperaba.
Y llegó por fin el momento soñado. Pasaban por una enmarañada floresta cuando los agudos ojos de Jack descubrieron, a través del follaje de las ramas bajas, unas huellas bien señaladas, un rastro que sacudió su corazón: pisadas de hombre, de hombre blanco, sin lugar a dudas, porque entre las improntas de unos pies descalzos aparecía el bien señalado contorno de unas botas de fabricación europea. Aquel rastro indicaba el paso de una partida bastante numerosa y sus ángulos rectos señalaban hacia el norte: el camino de la costa que llevaban el mozo y el antropoide.
Desde luego, aquellos hombres blancos debían de conocer la situación de la colonia costera más cercana. Incluso era posible que en aquel momento se dirigieran a ella. De cualquier modo, merecería la pena alcanzarlos, aunque sólo fuese por el placer de ver otra vez personas de su propia raza. Jack hervía de excitación, vibraba de deseo de salir en pos de aquellos hombres. A Akut no le entusiasmó la idea y vacilaba. No quería saber nada de los hombres. Para él, Jack era un simio, porque era hijo del rey de los monos. Intentó disuadir al chico, con el argumento de que no tardarían en dar con una tribu de su propia especie de la que algún día, cuando fuese mayor, Jack sería rey como lo había sido su padre. Pero Jack era obstinado. Insistió en que deseaba ver de nuevo hombres blancos. Quería enviar un mensaje a sus padres. Akut le escuchó y, mientras lo hacía, su intuición animal le sugirió la verdad: el muchacho planeaba regresar junto a los de su propia raza.