La cabalgadura de la muchacha relinchó aterrada, reculó y salió disparada en pos de su compañera. El león corrió en su persecución. Sólo Meriem se mantenía serena… Meriem y el salvaje medio desnudo que, a horcajadas sobre el cuello de su colosal montura, sonrió ante el emocionante espectáculo que para su deleite el azar había puesto frente a sus ojos.
Para Korak, aquello no era más que el lance de dos tarmanganis desconocidos a los que perseguía un Numa con el estómago vacío. Numa tenía derecho a su presa, pero uno de los tarmanganis era hembra. Y Korak experimentó la intuitiva y apremiante necesidad de acudir en su socorro. ¿Por qué? No podía adivinarlo. Ahora todos los tarmanganis eran sus enemigos. Llevaba demasiado tiempo viviendo como un animal salvaje para que en su ánimo se impusieran los estímulos humanitarios inherentes a su personalidad… Sin embargo, los sintió, aunque sólo fuera por la muchacha.
Espoleó a Tantor para que avanzara. Levantó el venablo y lo arrojó al blanco móvil que ofrecía el cuerpo del león. La montura de la muchacha había llegado a los árboles de la otra parte del calvero. Allí sería presa fácil para el felino, más ágil y rápido de movimientos que el caballo. Pero el enfurecido Numa prefería a la joven que iba sobre el lomo del animal. Saltó hacia ella.
A Korak se le escapó una exclamación de aprobador asombro al ver que, en el mismo instante en que el león caía sobre la grupa del caballo, la muchacha había abandonado la silla para agarrarse a una rama, bascular el cuerpo y ascender a través del follaje del árbol debajo del cual había llegado.
El venablo de Korak alcanzó a Numa en la paletilla y le obligó soltar la precaria presa que sus uñas acababan de hacer en la grupa del caballo, lanzado en frenética huida. Librado del peso de Meriem y del león, el caballo galopó hacia la salvación. Numa se revolvió y agitó las patas en inútil intento de arrancarse el venablo clavado en su brazuelo. Luego reanudó la caza.
Korak guió a Tantor de nuevo hacia el aislamiento que brindaba la espesura de la jungla. No le habían visto y no quería que le viesen.
Hanson casi había llegado a la arboleda cuando oyó los terroríficos rugidos del león y comprendió que el felino ya había desencadenado su ataque. Unos segundos después, el honorable Morison irrumpió en su campo visual: el inglés corría como un loco para ponerse a salvo cuanto antes. Tumbado hacia adelante, se aferraba al cuello de la montura, que rodeaba con los brazos, al tiempo que hundía las espuelas en los costados del animal. Instantes después apareció el otro caballo… sin jinete.
Hanson gimió al suponer lo que había ocurrido en la selva, fuera de su vista. Soltó una maldición y picó espuelas, alentado con la esperanza de poder aún alejar al león de su presa: llevaba el rifle dispuesto en la mano… El león apareció entonces, detrás del caballo de Meriem. Hanson no lograba entenderlo. Sabía que de haber echado la zarpa a la muchacha, Numa no hubiera seguido persiguiendo a los demás.
Hanson detuvo su montura, apuntó rápidamente y disparó. El león se vio detenido en seco, volvió la cabeza como para mordisquearse el costado y cayó rodando, sin vida. Hanson se adentró en la foresta y llamó en voz alta a la muchacha.
—Estoy aquí —la respuesta le llegó casi al instante, desde la enramada de un árbol situado frente a él—. ¿Le acertó?
—Sí —repuso Hanson—. ¿Dónde está usted? Se ha librado por los pelos. Eso la enseñará a mantenerse fuera de la selva durante la noche.
Volvieron juntos a la llanura, donde encontraron al honorable Morison, que regresaba hacia ellos a paso lento. Explicó que se le había desbocado el caballo y que le había costado Dios y ayuda dominarlo. Hanson sonrió, porque había visto el entusiasmo con que el inglés clavaba las espuelas en los ijares del animal, loco por alejarse a toda costa del peligro. Pero Hanson se abstuvo de decir nada. Invitó a Meriem a subir a la grupa de su montura y los tres cabalgaron en silencio rumbo a la casa de Bwana.
…había abandonado la silla para agarrarse a una rama…
…había abandonado la silla para agarrarse a una rama…
Mientras ellos se alejaban, Korak salió de la selva y recuperó el venablo hundido en el brazuelo de Numa. La sonrisa continuaba en los labios del tarmangani. Había disfrutado enormemente del espectáculo. Sin embargo, una cosa le intrigaba: la agilidad con que la muchacha abandonó el lomo de su montura y saltó a la seguridad que le ofrecía la enramada por encima de su cabeza. Era más propia de una mangani…, más propia de su perdida Meriem. Suspiró. ¡Su perdida Meriem! ¡Su pequeña y difunta Meriem! Se preguntó si aquella desconocida se parecería a Meriem en alguna otra cosa. De pronto le dominó un abrumador deseo de contemplar de cerca a aquella muchacha. Observó a las tres figuras que se alejaban por la planicie. ¿Cuál sería su punto de destino? Le asaltó el deseo de seguirlos, pero continuó mirándolos hasta que se perdieron en la distancia. Ver a aquella joven civilizada y al elegante inglés vestido de caqui había despertado en Korak recuerdos que llevaban mucho tiempo dormidos en su memoria.
Una vez soñó con regresar al mundo de aquellas personas; pero con la muerte de Meriem, toda esperanza y ambición parecían haberle abandonado. A lo único que aspiraba ya era a pasar el resto de su vida en solitario, lo más alejado del hombre que le fuera posible. Tras exhalar un suspiro, dio media vuelta y, despacio, se adentró nuevamente en la jungla.
Nervioso por naturaleza, a Tantor no le había tranquilizado, ni mucho menos, la proximidad de los tres blancos desconocidos, y al retumbar la detonación del rifle de Hanson, el paquidermo giró en redondo, por su cuenta, y se alejó con su andar bamboleante y pesado. Cuando Korak se volvió y lo buscó con la mirada, el elefante no aparecía por ninguna parte. A Korak, sin embargo, no le inquietaba lo más mínimo la ausencia del animal. Tantor tenía la costumbre de marcharse sin más, inesperadamente. A veces transcurría un mes completo sin que volviera a ver otro ejemplar, porque Korak en muy raras ocasiones se tomaba la molestia de seguir al gran paquidermo, cosa que tampoco hizo en aquella ocasión. Lo que sí hizo, en cambio, fue buscar un lugar cómodo, en la rama de un árbol gigantesco. Se tumbó allí y al cabo de un momento dormía profundamente.
En la casa de Bwana, éste recibió en el porche a los aventureros nocturnos. En un momento de insomnio había oído el disparo de Hanson, a lo lejos, en la llanura, y se preguntó qué podría significar. Se le ocurrió en aquel momento que el hombre al que consideraba huésped suyo tal vez hubiera sufrido un accidente al regresar al campamento, así que se levantó y fue a los aposentos del capataz, donde se enteró de que Hanson estuvo allí a primera hora de la noche, pero que se había marchado varias horas antes. Cuando regresaba del alojamiento del capataz, Bwana observó que el portón del corral estaba abierto y al echar un vis azo más a fondo comprobó que faltaba el caballo de Meriem, así como una de las cabalgaduras que Baynes solía usar con más frecuencia. Bwana dio inmediatamente por supuesto que el disparo lo había hecho el honorable Morison y había vuelto a despertar a su capataz con la intención de salir a investigar lo que pudiera haber ocurrido cuando divisó a los tres jinetes que regresaban a través de la llanura.
Las explicaciones que ofreció el inglés encontraron una acogida más bien gélida por parte del anfitrión. Meriem guardaba silencio. Se dio cuenta de que Bwana estaba enfadado con ella. Era la primera vez que sucedía tal cosa y la muchacha se sintió consternada.
—Ve a tu cuarto, Meriem —dijo Bwana—. Si me hace usted el favor de pasar a mi estudio, Baynes, me gustaría hablar con usted un momento.
Se adelantó hacia Hanson mientras Meriem y Baynes se aprestaban a cumplir lo que les había dicho. Incluso en las ocasiones en que hacía gala de los modales más amables había algo en Bwana que reclamaba inmediata obediencia.
—¿Cómo es que estaba usted con ellos, Hanson? —preguntó.
—Después de despedirme de Jarvis —explicó el traficante—, cuando salí de sus aposentos me senté un rato en el jardín. Es una costumbre que tengo, como probablemente sabe su señora. Esta noche me quedé dormido detrás de un arbusto. Me despertó esa parejita con sus arrumacos. No pude distinguir sus palabras, pero al cabo de un momento Baynes fue a buscar dos caballos y se marcharon. Cuando no es asunto mío, no acostumbro a entrometerme, pero comprendí que no eran horas de andar zangoloteando por ahí, al menos no era prudente para la muchacha… No estaba bien y tampoco era seguro. De modo que los seguí y, desde luego, obré santamente. Baynes huía del león a todo correr, tras dejar abandonada a la muchacha, para que se las compusiera como pudiese… Por fortuna, un tiro de suerte alcanzó a la fiera y la dejó seca.
Hanson hizo una pausa. Ambos hombres guardaron silencio durante unos momentos. El traficante carraspeó, incómodo, como si tuviera algo que debía decir, pero que le repugnaba hacerlo.
—¿De qué se trata, Hanson? —preguntó Bwana—. Va usted a decirme algo, ¿no?
—Bueno, verá —aventuró Hanson—, es algo más o menos así… Por las noches he rondado por aquí buenos ratos y he visto a esa pareja junta muchas veces… Y, perdóneme, pero no creo que las intenciones del señor Baynes respecto a la muchacha sean muy de fiar. He oído lo suficiente como para creer que está tratando de convencerla para que se escape con él…
En su intención de plantear el asunto de la forma más conveniente para sus propios objetivos, Hanson se había acercado a la verdad mucho más de lo que pensaba. Temía que Baynes se entrometiera en sus planes y había ideado un modo de utilizar al joven inglés y al mismo tiempo desembarazarse de él.
—Se me ha ocurrido —continuó el traficante— que como quiera que estoy a punto de emprender la marcha podría usted sugerir al señor Baynes que viniese conmigo. Por hacerle a usted un favor, no me importaría llevármelo hacia el norte, hacia las rutas de las caravanas.
Bwana permaneció unos instantes sumido en profundas reflexiones. Al final, alzó la cabeza.
—Naturalmente, Hanson, el señor Baynes es mi huésped —articuló, con un centelleo torvo en las pupilas—. En realidad, con las pruebas de que disponemos, no puedo acusarle de proyectar huir con Meriem y, puesto que es invitado mío, sería incorrecto por mi parte cometer la descortesía de pedirle que se marche. Sin embargo, me parece que ha dicho usted que el señor Baynes ha hablado de regresar a casa y estoy seguro de que nada le complacería más que acompañarle a usted hacia el norte… ¿Dice que emprende la marcha mañana? Creo que el señor Baynes irá con usted. Déjese caer por aquí a primera hora de la mañana, si me hace el favor… Ahora, buenas noches, y gracias por haber cuidado de Meriem.
Hanson disimuló la sonrisa al volverse para ir en busca de su montura. Bwana se trasladó del porche al estudio, donde el honorable Morison Baynes paseaba inquieto de un extremo a otro de la estancia, evidentemente incómodo.
—Baynes —Bwana fue directamente al grano—, Hanson parte mañana hacia el norte. Le tiene a usted en gran estima y me ha rogado que le informe de que le alegraría infinito que usted le acompañara. Buenas noches, Baynes.
A instancias de Bwana, a la mañana siguiente Meriem permaneció en su cuarto hasta que el honorable Morison Baynes hubo partido. Hanson fue a buscarle muy temprano. En realidad, había pasado el resto de la noche en compañía de Jarvis, el capataz, con el fin de ponerse en camino cuanto antes.
El intercambio de despedidas entre el honorable Morison Baynes y su anfitrión fue de lo más frío y formalista, y cuando Bwana vio alejarse a su invitado dejó escapar un suspiro de alivio. Era una obligación desagradable y el hombre se alegraba de que hubiese concluido, aunque no se arrepentía de lo que acababa de hacer. No se le había pasado por alto el encaprichamiento de Baynes por Meriem y conocedor del orgullo de clase del joven inglés, ni por un momento se le pasó por la cabeza la idea de que el muchacho estuviese dispuesto a ofrecer su apellido a una muchacha árabe sin títulos. Y es que, por muy claro que fuese el Color de la piel de Meriem, toda la sangre que circulaba por sus venas era árabe. De eso, Bwana estaba completamente seguro.
No volvió a mencionar el asunto a Meriem, y en eso se equivocó, porque, aunque la joven tenía plena conciencia de su deuda de gratitud para con Bwana y Querida, también era orgullosa y sensible, por lo que la acción de Bwana al alejar a Baynes sin concederle a ella la oportunidad de explicarse o defenderse la hería y mortificaba. Además, aquella actitud de Bwana también contribuyó en gran medida a que a los ojos de la muchacha Baynes adquiriese una especie de aureola de mártir y a que en el corazón de Meriem cobrase vida un sentimiento de lealtad hacia él.