A lo lejos, Kovudoo reunía a los desperdigados miembros de su tribu y contaba sus bajas y el número de heridos. El pánico anonadaba a sus vencidas huestes. Nada podía convencerlos para permanecer en aquella región. Ni siquiera estaban dispuestos a pasar por la aldea para recoger sus cosas. Insistieron en continuar la huida y poner la mayor cantidad posible de kilómetros entre ellos y la tierra del demonio que con tanta saña los había atacado. Y ocurrió así que Korak expulsó de sus hogares a las únicas personas que podían ayudarle a encontrar a Meriem y cortó el único lazo existente entre él y lo que pudiera estar sucediendo en el
aduar
del bondadoso
bwana
que protegió y se hizo cargo de la dulce compañera de Korak en la selva.
Triste y rabioso, Korak se despidió a la mañana siguiente de sus aliados los babuinos. Los simios querían que los acompañara, pero Korak no estaba de humor para formar parte de ninguna clase de sociedad. La vida de la jungla le había convertido en un ser cada vez más taciturno. Su aflicción se había intensificado hasta transformarse en un abatimiento tan profundo que no podía soportar la asociación con aquellos malévolos babuinos.
Cabizbajo y meditabundo emprendió su solitario camino hacia las interioridades de la jungla. Anduvo por el suelo en los lugares donde sabía que el hambriento Numa estaría rondando. Se desplazó por los mismos árboles que solían albergar a Sheeta, la pantera. Cortejó a la muerte de mil formas y modos. En su cerebro bullían infinidad de recuerdos de Meriem y de los años felices que pasaron juntos. Comprendió en toda su amplitud y profundidad lo que la muchacha había significado para él. Le obsesionaba la imagen de su dulce rostro, el moreno y juncal cuerpecito, la sonrisa luminosa con que siempre le recibía a su regreso de las expediciones de caza…
La inactividad no tardó en amenazar con volverle loco. Debía seguir adelante. Debía llenar sus jornadas de acción y emociones que le facilitaran el olvido… y que la llegada de la noche le encontrase tan exhausto que cayera redondo en una bendita inconsciencia de un sueño que se prolongara hasta la aparición del nuevo día.
De haberle pasado por la cabeza la posibilidad de que Meriem continuara viva, al menos habría tenido un asomo de esperanza. Se hubiera dedicado en cuerpo y alma, todos los días, a buscar a la muchacha. Pero creía implícitamente que estaba muerta.
Durante un año largo llevó aquella vida solitaria y vagabunda. De vez en cuando se unía a Akut y su tribu y se pasaba un par de días cazando con ellos. En otras ocasiones se llegaba a la región de las colinas y convivía unas jornadas con los babuinos, que aceptaban ya su presencia con toda naturalidad. Sin embargo, con quien más alternaba era con Tantor, el elefante, el gris y gigantesco buque de guerra de la jungla, el superacorazado de su mundo salvaje.
La apacible tranquilidad de los monstruosos machos, la maternal solicitud de las hembras, la torpe alegría juguetona de los cachorros sosegaba, interesaba y divertía a Korak. El sistema de vida de aquellas bestias colosales apartaba momentáneamente el dolor de la mente de Korak. Llegó a profesarles un cariño superior incluso al que le inspiraban los grandes simios. Había un ejemplar gigantesco —el señor del rebaño— por el que sentía un afecto especial y extraordinario. Era una bestia salvaje que se precipitaba ferozmente contra cualquier extraño, a la menor provocación, y a veces incluso sin que mediase provocación alguna. Con Korak, sin embargo, aquella montaña de destrucción se mostraba dócil y afectuosa como un perrito faldero. Acudía cuando Korak le llamaba. Un simple ademán del muchacho bastaba para que el elefante le enroscase la trompa alrededor del cuerpo, lo levantara en peso y se lo pusiera sobre el amplio cuello. Y allí tendido cuan largo era, Korak clavaba cariñosamente la punta de los dedos de los pies en la gruesa piel del proboscidio o le espantaba las moscas que zumbaban en torno a las delicadas y enormes orejas con una rama frondosa que con tal fin arrancaba el propio Tantor de un árbol cercano.
Y mientras tanto, Meriem se encontraba apenas a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia.
…se precipitaron sobre los empavorecidos negros…
En su nuevo hogar, a Meriem los días se le pasaban volando. Al principio la consumía el deseo de partir cuanto antes y adentrarse por la selva en busca de su Korak. Bwana, como la niña se empeñó en llamar a su protector, había logrado convencerla para que desistiera de intentar, de momento, tal empresa. A tal fin se apresuró a enviar un mensajero, encabezando una partida de servidores negros, a la aldea de Kovudoo, con instrucciones de interrogar al viejo cacique y averiguar cómo llegó a su poder la muchacha, así como cuantos datos pudiera sonsacarle. Bwana recomendó a su enviado, con especial insistencia, que arrancara a Kovudoo todo lo que le fuera posible respecto al extraño individuo al que la chica llamaba Korak y que procediera a la búsqueda de éste, en el caso de encontrar pistas o indicios que demostraran la existencia de tal persona. Bwana estaba más que convencido de que Korak era una criatura producto de la desequilibrada imaginación de Meriem. Creyó que los terrores y calamidades que había soportado durante su cautiverio entre los negros y la espantosa experiencia sufrida con los dos suecos perturbaron su razón. Pero a medida que fueron transcurriendo los días y fue conociendo mejor a la muchacha y observando su comportamiento en las circunstancias corrientes del tranquilo hogar africano, el hombre no tuvo más remedio que reconocer, para sí, que la aparentemente fantástica historia de Meriem le sumía en la perplejidad, porque Meriem no presentaba ningún otro síntoma indicador de que no se encontraba en posesión plena de unas facultades mentales de lo más normales.
La esposa del hombre blanco, a la que Meriem había bautizado con el nombre de «Querida», porque ese fue el título que empleó Bwana la primera vez que Meriem le oyó llamar a su mujer, no sólo se tomó un profundo interés por aquella pobre niña de la selva, abandonada y desamparada, sino que empezó también a sentir un gran afecto por ella, ya que con su temperamento alegre y sus encantos naturales la muchacha se hacía querer. Y Meriem, influida como no podía ser menos por las cualidades de aquella señora culta y amable, pagaba con la misma moneda de consideración y cariño.
Fueron transcurriendo los días, mientras Meriem aguardaba el regreso del mensajero y la partida enviada a la región de Kovudoo. Días cortos, que se pasaban sin sentir, porque las horas estaban rebosantes de lecciones que la solitaria dama impartía a la analfabeta joven de la selva. Empezó por enseñarle a hablar inglés, sin forzarla demasiado. Luego desvió la instrucción hacia otras disciplinas: costura y conducta social. Ni por un momento sospechó Meriem que aquello que hacía no fuese jugar. Las clases no le resultaban arduas, puesto que la muchacha estaba deseando aprender. Luego estaban los bonitos vestidos que había que cortar y coser para sustituir a la piel de leopardo y en esa tarea se manifestó Meriem tan seducida y entusiasta como cualquiera de las señoritas civilizadas que conocía la dama.
Pasó un mes antes de que volviera el mensajero, un mes que transformó a la pequeña tarmangani salvaje y semidesnuda en una jovencita que vestía con tan buen gusto y tanta elegancia por lo menos como cualquier presumida damisela del mundo exterior. Meriem había progresado con rapidez en las complejidades del idioma inglés, porque Bwana y Querida se negaron firmemente a hablarle en árabe, una vez que adoptaron la determinación de que Meriem aprendiese inglés, lo que ocurrió un par de días después de que la albergaran en su casa.
Las noticias que llevó el emisario de Bwana sumieron a Meriem en un período de desánimo, porque los enviados encontraron abandonada la aldea de Kovudoo y, por más que exploraron los alrededores, no descubrieron un solo indígena por ninguna parte. Permanecieron acampados cierto tiempo junto al poblado, mientras registraban sistemáticamente las cercanías a la búsqueda del rastro del Korak de Meriem, pero ese intento también se cerró con un fracaso total. No vieron ni rastro de monos ni del muchacho que vivía como un mono. Meriem volvió a insistir en marchar en busca de Korak, pero Bwana consiguió otra vez convencerla para que esperase. Le aseguró que iría el mismo, en cuanto dispusiera de un poco de tiempo, y, al final, Meriem se plegó a los deseos del hombre. Pero los meses fueron transcurriendo sin que pasara hora en la que Meriem no dejase de manifestar su pesadumbre por la ausencia de Korak.
La pena de la muchacha afligía a Querida, que se esforzaba al máximo para consolar y animar a Meriem. Le afirmaba que, si Korak vivía, tarde o temprano iba a dar con ella, aunque la mujer nunca dejó de creer que Korak sólo existía en los sueños de la chiquilla. Imaginaba entretenimientos para distraer a Meriem Y apartarla de sus pesares y estableció una bien estudiada campaña destinada a imbuir en el ánimo y la mente de Meriem el deseo de imponerse en la vida y las costumbres de la civilización. Ello no resultaba difícil, como no tardó en comprender, ya que en seguida se hizo evidente que bajo el tosco salvajismo de la muchacha había un sólido lecho rocoso de refinamiento innato: una finura y una predilección por lo exquisito que pronto la situaron a la altura de su maestra.
Querida estaba encantada. Carecía de hijos y se sentía sola, de modo que volcó sobre aquella criatura desconocida todo el amor maternal que hubiera dedicado a una hija suya, de haberla tenido. El resultado fue que, al concluir el primer año, nadie habría supuesto que Meriem llevó alguna vez una existencia al margen de la cultura y el lujo.
Contaba ya dieciséis años, aunque cualquiera le hubiese calculado fácilmente diecinueve, y era una auténtica preciosidad, con su cabellera negra, su piel bronceada y toda la lozana pureza de la salud y la inocencia. No obstante, seguía alimentando su secreta pesadumbre, aunque no aludía para nada a ella en sus conversaciones con Querida. Apenas transcurría una hora en que no recordase a Korak y experimentara el agudo anhelo de volver a verlo.
Meriem ya se expresaba en inglés con gran soltura, y lo leía y escribía correctamente. Un día, en plan de broma, Querida se dirigió a ella en francés y, ante la sorpresa de la mujer, Meriem le contestó en el mismo idioma. Lo articulaba despacio, desde luego, y con cierto titubeo. Era un francés excelente, aunque pronunciado como podría pronunciarlo una niña. A partir de entonces, todos los días conversaban un poco en francés y Querida se maravillaba a menudo de que la chica mejorase en aquel idioma de una manera tan pasmosa que casi parecía cosa de magia. Al principio fruncía sus finas y arqueadas cejas como si se esforzase en recordar algo que permanecía en su mente poco menos que olvidado, algo que parecían sugerirle aquellas nuevas palabras, pero luego, con gran asombro por su parte y por parte de la profesora, que había pronunciado otros términos franceses en aquellas lecciones, Meriem las expresaba adecuadamente y con una pronunciación que la señora inglesa sabía que era mucho más perfecta que la que empleaba ella. Pero Meriem no podía escribir ni leer con la misma corrección y fluidez con que hablaba y como Querida creía prioritario el conocimiento correcto del inglés, el diálogo en francés se aplazaba hasta el día siguiente.
—Sin duda en otro tiempo oíste hablar francés a tu padre, en el
aduar
—apuntó Querida, como explicación más lógica y razonable.
Meriem denegó con la cabeza.
—Pudiera ser —dijo—, pero no recuerdo haber visto nunca a mi padre acompañado de ningún francés. Los odiaba a muerte y no quería tener ningún trato con ellos. Estoy completamente segura de que jamás oí antes estas palabras y, no obstante, me resultan familiares. No lo entiendo.
—Ni yo —confesó Querida.
Fue por entonces cuando se presentó un emisario con una carta que, al leer su contenido, llenó a Meriem de excitación. ¡Iban a recibir visitas! Cierto número de damas y caballeros ingleses habían aceptado la invitación de Querida y pasarían un mes con ellos, dedicados a la caza y a explorar los alrededores. Meriem se quedó sobre ascuas. ¿Qué aspecto tendrían aquellos forasteros? ¿Serían tan amables con ella como Bwana y Querida o serían como los otros blancos que había conocido, crueles y desalmados? Querida le dijo que eran muy buenas personas y que le parecerían simpáticos, considerados y honorables.
Querida comprobó, atónita, que el anuncio de la visita de aquellos invitados no producía en Meriem ningún acceso de timidez.
Cuando le aseguraron que no iban a morderla, la joven pareció aguardar con cierta placentera curiosidad la llegada de los forasteros. En realidad, no se manifestaba de forma muy distinta a como lo habría hecho cualquier muchacha occidental a la que hubiesen comunicado la inminente llegada de unos visitantes.
La imagen de Korak seguía apareciendo con frecuencia en sus pensamientos, pero cada vez era menos definida en su recuerdo la sensación de pérdida. Una tristeza serena impregnaba el ánimo de Meriem al pensar en él; pero el punzante dolor de su pérdida cuando era joven ya no constituía una espina que la llevase a la desesperación. Continuaba guardándole fidelidad. Aún confiaba en que algún día iba a encontrarla y no dudaba de que, si Korak seguía con vida, la continuaría buscando. Esta última idea era lo que le causaba mayor turbación. Korak podía estar muerto. Apenas parecía posible que un ser tan bien preparado para hacer frente a todas las emergencias de la selva pudiera sucumbir tan joven. Sin embargo, la última vez que lo vio le rodeaba una horda de guerreros armados y de haber vuelto a la aldea, como ella sabía que iba a volver, seguramente le matarían. Ni siquiera Korak podía, él solo, sin ayuda de nadie, acabar con toda una tribu.