Meriem se pasó toda la noche con el oído atento a la menor señal de Korak. A su alrededor, la vida de la selva bullía en la oscuridad. Los sensibles oídos de la muchacha captaban sonidos que las demás personas del campamento eran incapaces de percibir, sonidos que Meriem interpretaba como nosotros podemos interpretar las palabras de un amigo. Pero ni una sola nota reveló la presencia de Korak. Sin embargo, sabía que iba a presentarse. Salvo la muerte, nada impediría a Korak volver a buscarla. Pero ¿por qué tardaba tanto?
Cuando llegó la mañana, sin que en el curso de la noche hubiera llegado el auxilio que esperaba de Korak, la fe y la lealtad de Meriem siguieron inamovibles en su espíritu, aunque empezaron a asaltarle dudas acerca de si su compañero estaba o no sano y salvo. Le parecía increíble que le pudiera ocurrir algo serio al maravilloso Korak, que a diario salia indemne de todos los terrores que acechaban en la jungla. Sin embargo, amaneció, desayunaron, levantaron el campamento y el miserable
safari
de los suecos emprendió la marcha hacia el norte, sin que surgiese el menor indicio de rescate, cuya manifestación esperaba la muchacha que se produjese de un momento a otro.
Caminaron a lo largo de todo el día, y de todo el día siguiente, y del otro, sin que Korak se dejase ver, ni siquiera por los ojos de la paciente y expectante jovencita, que avanzaba con paso firme, en silencio, junto a los implacables individuos que la mantenían cautiva.
Malbihn continuaba ceñudo, hosco e irritado. Cuando Jenssen le decía algo, siempre en tono de reconciliación amistosa, contestaba con cortantes monosílabos. A Meriem no le dirigía la palabra, pero la joven le sorprendió varias veces observándola con los párpados entornados… y expresión voraz. Aquella mirada le producía escalofríos. Meriem apretaba a Geeka contra su pecho y lamentaba que, cuando los hombres de Kovudoo la capturaron, le quitaran el cuchillo.
Hasta la cuarta jornada de marcha no empezó Meriem a abandonar definitivamente toda esperanza. A Korak le había sucedido algo. Lo adivinaba. Su amigo ya no aparecería y aquellos hombres se la llevarían lejos. Y era muy posible que la mataran. Jamás volvería a ver a Korak.
Aquel cuarto día, los suecos descansaron, porque su ritmo de marcha había sido muy rápido y los hombres estaban agotados. Malbihn y Jenssen salieron de caza, partiendo en distintas direcciones. Apenas había transcurrido una hora desde que marcharon, cuando la puerta de lona de la tienda de Meriem se levantó para dar paso a Malbihn. El semblante del sueco tenía una expresión bestial.
…ordenó a los dos indígenas que la condujesen afuera.
Con unos ojos como platos clavados en él, como una empavorecida criatura cogida en la trampa de la mirada hipnótica de una gran serpiente, la muchacha vio acercarse al hombre. Tenía las manos libres, porque los suecos la habían aherrojado con una argolla de hierro cerrada en tomo a su cuello, asegurada con un candado y unida, mediante una vieja cadena, a una estaca clavada firme y profundamente en el suelo.
Centímetro a centímetro, lentamente, Meriem fue retrocediendo hacia el fondo de la tienda. Malbihn la siguió, con los brazos extendidos, las manos medio cerradas, curvados los dedos como garras dispuestas a cogerla. Sus labios estaban entreabiertos, su respiración acelerada, jadeante…
La muchacha recordó que Jenssen le había dicho que, en un caso así, le llamara; pero Jenssen se había ido a cazar a la selva. Malbihn había elegido bien el momento. A pesar de todo, Meriem chilló, a pleno pulmón, estridentemente, una, dos, tres veces, antes de que Malbihn cruzara la tienda de un salto y sofocara con sus brutales dedos los gritos de alarma de la chica. Meriem se resistió y luchó como lo haría cualquier animal de la jungla: a dentelladas y arañazos. El hombre comprobó que aquella presa no era fácil. Aquel cuerpo esbelto y juvenil albergaba bajo las redondeadas curvas y la fina y suave piel los músculos de una leona en la primavera de la vida. Pero Malbihn no era ningún alfeñique. De carácter brutal y aspecto no menos bárbaro, su fortaleza física no desentonaba. Su estatura y su robustez eran gigantescas. Poco a poco consiguió tumbar a Meriem de espaldas en el suelo y correspondía a cada mordisco y arañazo de la joven con una bestial bofetada en el rostro. Meriem devolvía los golpes, pero se iba sintiendo cada vez más débil, a medida que los dedos apretaban su sofocante tenaza en el cuello de la muchacha.
En la jungla, Jenssen había abatido dos gamos. La caza no le había alejado mucho del campamento, cosa que tampoco estaba dispuesto a permitirse. Recelaba de Malbihn. El mero hecho de que su compañero no hubiese querido acompañarle, prefiriendo marcharse solo y en otra dirección, no le habría parecido en circunstancias normales que tuviera algún significado siniestro. Pero Jenssen conocía muy bien a Malbihn, de forma que, una vez cobrada la carne necesaria, regresó de inmediato al campamento. Los muchachos del safari se encargarían de transportar las piezas.
Había cubierto la mitad de la distancia de regreso cuando sus oídos captaron las débiles notas de un grito que parecían llegar del campamento. Se detuvo a escuchar. Aquel chillido se repitió dos veces. Después, silencio. Jenssen soltó una maldición entre dientes y echó a correr. Se preguntó si no llegaría demasiado tarde. ¡Qué imbécil era Malbihn al poner en peligro tan tontamente toda una fortuna!
Mucho más lejos del campamento de lo que se encontraba Jenssen, y en dirección opuesta, otra persona oyó los gritos de Meriem. Se trataba de un desconocido que ni siquiera tenía noticias de que por aquella comarca anduviesen otros hombres blancos, aparte de él. Era un cazador al que acompañaban un puñado de guerreros negros de piel lustrosa. También aguzó el oído durante unos segundos. No le cupo la menor duda de que los gritos eran de una mujer que estaba en apuros, así que también salió a la carrera, en dirección al punto de donde procedía aquella voz asustada. Sin embargo, al estar más lejos que Jenssen, fue el sueco quien llegó primero a la tienda. El cuadro que tuvo ante sus ojos no despertó en su endurecido corazón compasión alguna, pero sí cólera contra aquel canalla que tenía por compañero. Meriem seguía resistiendo la agresión de Malbihn, que continuaba golpeándola. Jenssen irrumpió en la tienda, al tiempo que echaba sapos y culebras por la boca. Al verse interrumpido, Malbihn soltó a la muchacha y se revolvió para hacer frente al furioso ataque de Jenssen. Tiró de revólver. Anticipándose, como un rayo, al movimiento de la mano de su compañero; Jenssen también sacó su arma y ambos hombres dispararon a la vez. Jenssen avanzaba ya sobre Malbihn, pero el fogonazo de la detonación le frenó en seco. Se le escurrió el revólver de entre los dedos, incapaces de sostenerlo. Se tambaleó como si estuviese borracho durante unos momentos. Fría, pausadamente, a quemarropa, Malbihn metió dos balazos más en el cuerpo de su compañero. Incluso dominada por la excitación y el terror, Meriem se maravilló de la tenacidad con que aquel hombre trataba de aferrarse a la vida. A Jenssen se le cerraron los párpados, la cabeza se le desplomó sobre el pecho, las manos colgaban inertes. Y, a pesar de todo, continuaba en pie, aunque vacilando. Hasta que su cuerpo recibió el tercer proyectil no se desplomó Jenssen de bruces contra el suelo. Malbihn se le acercó y le propinó un feroz puntapié, acompañado de una maldición. Después se dirigió nuevamente a Meriem. La levantó del suelo, en el preciso momento en que las hojas de lona que formaban la puerta de la tienda se alzaron silenciosamente y en el hueco de la entrada apareció un hombre blanco, alto y erguido. Ni Meriem ni Malbihn vieron al recién llegado. El sueco le daba la espalda y su cuerpo impedía que los ojos de Meriem viesen al desconocido.
Éste atravesó la tienda, pasando por encima del cadáver de Jenssen. La primera noticia que tuvo Malbihn de que la violación que ansiaba cometer no iba a poder realizarla sin nuevas interrupciones fue cuando una pesada mano se apoyó en su hombro. El sueco giró sobre sus talones para encontrarse de cara con un perfecto desconocido: un hombre alto, de barba negra y ojos grises, que vestía de caqui y cubría su cabeza con un salacot. Malbihn trató de empuñar el revólver otra vez, pero otra mano fue más rápida que la suya y vio salir despedida el arma a un lado de la tienda… fuera de su alcance.
—¿Qué significa esto? —el forastero dirigió la pregunta a Meriem en un idioma que la muchacha no entendía.
La joven sacudió la cabeza y le habló en árabe. Automáticamente, el hombre formuló su pregunta en ese idioma.
—Estos hombres me han llevado lejos de Korak —explicó la chica—. Éste quería hacerme daño. El otro, al que acaba de matar, intentó impedirlo. Ambos son malvados, pero éste es el peor. Si mi Korak estuviese aquí, lo mataría. Supongo que usted es como ellos, así que no lo matará.
El desconocido sonrió.
—¿Merece la muerte? —dijo—. Bueno, eso es indudable. En otra época le habría matado, pero ahora no. Sin embargo, me encargaré de que no vuelva a molestarte más.
Tenía sujeto a Malbihn de forma que el sueco no podía zafarse, aunque lo intentaba con feroz empeño. Lo retenía con la misma facilidad con que el sueco hubiera sujetado a un niño, si bien Malbihn era un individuo corpulento, recio y fuerte. Llevado por la rabia, el sueco prorrumpió en una sarta de tacos malsonantes. Aplicó un puñetazo al desconocido y lo único que consiguió fue que le retorciera e inmovilizara el brazo. Entonces llamó a gritos a sus servidores, ordenándoles que acudiesen a matar al intruso. En respuesta a sus voces, una docena de negros desconocidos entraron en la tienda. También ellos eran gigantescos, de brazos poderosos, no como los escuchimizados miembros del equipo al servicio de los suecos.
—Basta ya de tonterías —dijo el desconocido a Malbihn—. Mereces la muerte, pero yo no soy la ley. Sé quién eres. Ya hemos tenido noticias vuestras. Tu amiguito y tú tenéis una fama criminal. No os queremos en nuestro país. Esta vez te dejaré libre, pero si vuelvo a verte por aquí, me tomaré la justicia por mi mano. ¿Entendido?
La boca de Malbihn estalló en una tempestad de palabrotas e insultos, rematada por una invectiva que dejaba en muy mal lugar a la persona que lo retenía. Aquella injuria nada académica le valió un formidable rodillazo, que le puso los dientes a rechinar. Los que han recibido una sacudida de esa clase saben que es uno de los peores castigos físicos que se pueden infligir a un macho adulto. Malbihn pudo dar fe de ello.
Y ahora, ¡largo! —dijo el desconocido—. La próxima vez que me veas, recuerda quién soy.
Dejó caer un nombre en el oído del sueco, un nombre que dejó al canalla más alicaído y derrotado que cualquier somanta. Luego le arreó un empujón que 1e hizo atravesar, dando traspiés, la puerta de la tienda y acabar de cara contra la hierba exterior.
—Y ahora —el desconocido se dirigió a Meriem—, ¿quién tiene la llave de esa argolla que llevas al cuello?
La joven señaló el cuerpo de Jenssen.
—Él la llevaba siempre encima —dijo.
El desconocido registró las ropas del cadáver hasta dar con la llave. Un momento después, Meriem estaba libre.
—¿Me dejarás volver con mi Korak? —preguntó.
—Cuidaré de que vuelvas con tu pueblo —repuso el hombre—. ¿Quiénes son y dónde está tu aldea?
El hombre había contemplado con extrañeza la insólita vestimenta que llevaba Meriem. A juzgar por su lenguaje, resultaba evidente que la joven era árabe, pero nunca había visto a ninguna vestida de aquella manera.
—¿Dónde está tu pueblo? ¿Quién es Korak? —volvió a preguntar el hombre.
—¡Korak! Korak es un mono. No tengo a nadie más. Korak y yo vivimos en la selva solos desde que «A'kt» se fue a una tribu de monos para ser su rey. —Meriem siempre pronunciaba así el nombre de Akut, porque fue como le sonó en el primer encuentro con Korak y el antropoide—. Korak podía haber sido rey si hubiera querido, pero no quiso.
En los ojos del desconocido apareció una expresión interrogadora. Miró a la muchacha con atento interés.
—Así que Korak es un mono, ¿eh? Entonces, por favor, ¿tú qué eres?
—Yo soy Meriem. Y también soy una mona.
—¡Hum!
Ese fue el único comentario verbal con que el desconocido acogió la singular declaración de Meriem, pero el brillo que apareció en las pupilas del hombre permitió interpretar parcialmente lo que pensaba. Se acercó a la chica e hizo intención de ponerle la mano en la frente. Meriem dio un brusco paso atrás y emitió un gruñido salvaje. En los labios del desconocido apareció una sonrisa.
—No tienes por qué temerme elijo. —No voy a hacerte ningún daño. Sólo quería comprobar si tienes fiebre…, si te encuentras completamente bien. Si estás bien, saldremos inmediatamente en busca de Korak.
La muchacha le miró directamente al fondo de sus ojos grises. Debió de ver en ellos una garantía absoluta de la honorabilidad del hombre, porque permitió que le apoyara la palma de la mano en la frente y que le tomase el pulso. Al parecer, Meriem no tenía fiebre.
—¿Cuánto tiempo hace que eres una mona? —preguntó el hombre.
—Desde que era pequeña, hace muchos, muchos años, y Korak llegó y me arrebató del poder de mi padre, que estaba pegándome. Desde entonces he vivido en los árboles, con Korak y Akut.
—¿En qué lugar de la jungla vive Korak?
Meriem trazó en el aire un movimiento circular que abarcaba, generosamente, medio continente africano.