Los visitantes se presentaron por fin. Tres hombres y dos mujeres, esposas de los dos caballeros de más edad. El miembro más joven de la partida era el honorable Morison Baynes, muchacho poseedor de una fortuna considerable que, al haber agotado todas las posibilidades de placer que podían brindarle las capitales de Europa, aprovechó encantado la oportunidad que se le presentó de visitar otro continente susceptible de proporcionarle emoción y aventura.
Aquel joven consideraba todo lo que no fuese europeo como algo punto menos que imposible pero, con todo, no renunció al disfrute de la novedad que representaba ver lugares para él fuera de lo normal y conocer a la mayor cantidad posible de indígenas, por inefable que ello le hubiera podido parecer en su patria. Sus modales eran educados, suaves y corteses, tal vez se mostrase un poco más formalista de lo conveniente respecto a los que consideraba de arcilla inferior que hacia los pocos que, según su criterio, tenían el mismo nivel intelectual que él.
La naturaleza le había favorecido con un físico espléndido y un rostro agraciado, así como con el suficiente buen juicio como para darse cuenta de que, si bien saboreaba con todo deleite la idea de su superioridad sobre el común de los mortales que formaban la masa, era muy poco probable que el común de los mortales que formaban la masa se entusiasmara con la misma causa. Al comprender eso mantenía fácilmente la reputación de hombre demócrata y agradable. Y, desde luego, agradable lo era en grado sumo. De vez en cuando dejaba entrever cierta sombra de egolatría, pero ésta nunca se concretaba lo suficiente como para resultar cargante a las personas con las que trataba. Así, en resumen, era el honorable Morison Baynes, hijo de la fastuosa civilización europea. Lo que ya resultaría más difícil era determinar cómo sería el honorable Morison Baynes del África central.
Al principio, Meriem se mostró apocada e introvertida en presencia de los forasteros. Sus benefactores habían acordado abstenerse de aludir a su extraño pasado y así pasó como pupila suya, de modo que no hubo mención alguna a sus antecedentes ni se formularon preguntas sobre él. A los huéspedes les pareció una joven dulce y modesta, alegre, vivaracha y poseedora de unas reservas inagotables de interesantes y curiosos conocimientos de la jungla.
Durante el año que llevaba con Bwana y Querida había montado mucho a caballo. Conocía los juncales ocultos del río favoritos de los búfalos. También conocía una docena de recónditos parajes donde los leones tenían sus cubiles y todas las pozas y abrevaderos existentes en aquella árida región, a lo largo de treinta kilómetros del río. Con una precisión asombrosa, por no decir inexplicable, era capaz de seguir el rastro de cualquier clase de animal, grande o pequeño, hasta su madriguera. Pero lo que realmente dejaba a todos boquiabiertos de maravilla era la forma inmediata en que detectaba la presencia de carnívoros, cosa que los demás, por más que forzaran al máximo los cinco sentidos, eran incapaces de oír o de ver.
Al honorable Morison Baynes, Meriem le resultó una compañera insuperablemente encantadora y, sobre todo, preciosa. Le robó el corazón desde el primer momento. Particularmente porque ni por asomo se le había ocurrido la posibilidad de encontrar una persona tan deliciosa en la hacienda africana de sus amigos londinenses.
Pasaban muchos ratos juntos, porque eran los dos únicos solteros de aquel grupo. Como no estaba acostumbrada a la compañía de personas como Baynes, Meriem se sentía absolutamente fascinada por el joven. Lo que contaba acerca de las grandes y alegres ciudades que el cosmopolita Baynes conocía bien llenaba a Meriem de encandilada maravilla. Si el honorable Morison siempre destacaba ventajosamente, como brillante protagonista de los relatos, ello era simple resultado lógico de la presencia del hombre en el lugar donde se desarrollaban los hechos… Allí donde Morison estuviera, su papel tenía que ser el de protagonista. Al menos, así se lo parecía a Meriem.
La permanencia casi constante junto a ella del joven inglés hizo que la imagen de Korak fuera perdiendo concreción. Y si hasta entonces había sido algo siempre presente, Meriem empezó a darse cuenta de que Korak ya no era más que un recuerdo. Continuaba guardando fidelidad a ese recuerdo, ¿pero qué peso tiene un recuerdo comparado con la presencia de una realidad fascinante?
Desde la llegada de los huéspedes, Meriem nunca había acompañado a los hombres en las cacerías. Matar por pura diversión nunca le había seducido lo más mínimo. Disfrutaba siguiendo el rastro de las piezas, pero no le producía placer alguno el hecho de matar…, pese a haber sido, y a seguir siendo en cierta medida, una pequeña salvaje. Cuando Bwana salía con el rifle en busca de carne, ella solía acompañarle entusiasmada; pero con la llegada de los invitados londinenses la caza había degenerado en simples matanzas. No se permitían carnicerías, pero el objetivo de las expediciones de caza era conseguir cabezas y pieles y no carne. De forma que Meriem se quedaba en casa y pasaba los días acompañando a Querida en el sombreado porche y cabalgando a lomos de su potro por las praderas o por la linde del bosque. Allí solía dejar la montura suelta mientras ella trepaba a los árboles y se complacía reviviendo el placer de un regreso momentáneo a la vida libre y salvaje de su infancia.
Recuperaba entonces las imágenes de Korak y cuando se cansaba de saltar y balancearse por las copas de los árboles, se tendía cómodamente encima de una rama gruesa y soñaba. Y a veces, como le ocurría aquella mañana, las facciones de Korak se disolvían poco a poco para verse sustituidas por las de otro, y la figura de un tarmnngani medio desnudo, de piel morena, se transformaba en la de un inglés vestido de caqui, a lomos de un potro de caza.
Mientras estaba allí, entregada al ensueño, llegó a sus oídos, debilitado por la lejanía, el balido de un cabrito asustado. Meriem se puso instantáneamente alerta. Cualquiera de nosotros, aun en el caso de que hubiéramos podido oír aquella lastimera y distante llamada no habríamos sabido interpretarla. Para Meriem, sin embargo, significaba el terror que atribula al rumiante cuando un carnívoro le acecha de cerca y la huida es imposible.
Para Korak representaba una diversión y un placer arrebatar a Numa una presa, siempre que le era posible, y a Meriem también le encantaba la emoción de escamotear de las mismas fauces del rey de los animales el sabroso bocado al que se disponía a hincar el diente. Ahora, al oír el balido de cabrito, todos esos estremecimientos de placer recorrieron el ánimo de Meriem. La idea de volver a jugar al escondite con la muerte llenó nuevamente de emoción a Meriem.
Se quitó rápidamente la falda de montar y la arrojó a un lado: era un estorbo de lo más incómodo para desplazarse por los árboles. Las botas y las medias siguieron el mismo camino de la falda, porque la planta del pie humano no resbala sobre la corteza, húmeda o seca, como ocurre con la suela de las botas. Le hubiera gustado quitarse también los pantalones de equitación, pero las maternales exhortaciones de Querida habían convencido a Meriem de que no era distinguido ni educado andar desnuda por el mundo.
Llevaba a la cintura un cuchillo de monte. El rifle aún estaba en la funda colgada de la silla del caballo. No había cogido el revólver.
El cabrito seguía balando cuando Meriem se lanzó rauda en dirección al punto donde se encontraba. La muchacha sabía que era un abrevadero bien conocido como punto de cita de leones. Últimamente no se habían observado rastros de carnívoros por las cercanías de aquel abrevadero, pero Meriem tenía la certeza casi absoluta de que los gritos lastimeros del pequeño rumiante se debían a la presencia de un león o de una pantera.
Pronto tendría confirmación de ello, porque se acercaba velozmente al aterrorizado animal. Mientras avanzaba a toda velocidad se extrañó de que los sonidos continuaran llegando del mismo lugar. ¿Por qué no huía el cabrito? Pero en seguida vio al animalito y lo comprendió. Estaba atado a una estaca hundida en el suelo junto al abrevadero.
Meriem se detuvo en la enramada de un árbol próximo y sus ojos rápidos y penetrantes escrutaron el calvero. ¿Dónde estaba el depredador? Bwana y su personal no cazaban de aquella forma. ¿Quién podía haber dejado ligado allí al pobre animal como cebo para Numa? Bwana no permitía tales actos en su región y su palabra era ley entre los cazadores en un radio de muchos kilómetros a la redonda.
Meriem supuso que sin duda sería cosa de algunos salvajes trashumantes, pero ¿dónde estaban? Ni siquiera sus agudos ojos consiguieron descubrirlos. ¿Y dónde estaba Numa? ¿Por qué no había saltado ya sobre aquel delicioso e indefenso manjar? Los lastimeros balidos del cabrito daban fe de la proximidad del león. ¡Ah, ahora lo veía! Estaba echado entre unos matorrales, a unos metros de distancia, a la derecha de la muchacha. El viento soplaba en dirección al pobre animal, que percibía aquellos aterradores efluvios. Un olor que no llegaba hasta Meriem.
Dar un rodeo hasta la parte opuesta del claro, donde los árboles se acercaban más al cabrito; colocarse de un salto junto al animal y cortar la cuerda que lo sujetaba… Todo sería cuestión de un momento. Ese momento podía ser el elegido por Numa para lanzarse a la carga, en cuyo caso ella apenas tendría tiempo para alcanzar de nuevo el refugio seguro de los árboles. Pese a todo, Meriem creyó que lo conseguiría. Había salido bien librada muchas veces de contingencias por el estilo.
La duda que la impulsó a hacer una pausa momentánea radicaba más en el temor a los cazadores invisibles que el miedo a
Numa. Si
se trataba de negros desconocidos, los venablos que tenían dispuestos para Numa lo mismo podrían lanzarlos contra cualquiera que pretendiese soltar el cebo que contra la pieza a la que incitaban a meterse en la trampa. El cabrito repitió su gemebundo balido y las fibras sensibles del corazón de Meriem volvieron a conmoverse. Dejó a un lado la discreción y empezó a rodear el claro. Sólo intentó ocultar su presencia a Numa. Llegó por fin a los árboles del lado opuesto. Hizo un alto para echar un vistazo al felino, en el preciso instante en que la gigantesca bestia se levantaba despacio en toda su envergadura. Un sordo rugido anunció que estaba presto para lanzarse sobre la presa.
Meriem empuñó el cuchillo, saltó al suelo y en dos zancadas se plantó junto al cabrito. Numa la vio. Se fustigó los rojizos costados con el látigo de su cola. Dejó oír un rugido escalofriante, pero se inmovilizó, incapaz de moverse, sin duda a causa de la sorpresa que le produjo la extraña aparición que había surgido inesperadamente de la selva.
Otros ojos estaban también clavados en Meriem, ojos cuya sorpresa no era menor que la que reflejaban las pupilas verde amarillas del carnívoro. Cuando la joven saltó al calvero y corrió hacia el cabrito, en la
boma
de espinos donde permanecía escondido se incorporó a medias un hombre blanco. Vio a Numa titubear. Se echó el rifle a la cara y apuntó al pecho de la fiera. Meriem llegó junto al cabrito. Centelleó en el aire la hoja del cuchillo y el animalito quedó libre. Tras un balido de despedida, el animal salió disparado y se perdió en la espesura. La muchacha emprendió la retirada hacia la salvación del árbol del que tan repentina e inopinadamente habían aparecido, a la vista del león, el cabrito y el hombre blanco.
Al volverse, la joven quedó de cara al cazador. El hombre puso unos ojos como platos al ver las facciones de Meriem. Dio un respingo, y se quedó un segundo boquiabierto por la sorpresa, pero el león reclamó su atención: la defraudada y colérica fiera se lanzaba al ataque. El inmóvil rifle continuaba apuntándole al pecho. El hombre pudo haber hecho fuego y frenado el asalto de Numa inmediatamente, pero, por alguna razón, ver el rostro de la chica le había hecho vacilar. ¿Cómo era posible que no manifestara ningún interés en salvarla? ¿O es que tal vez prefería continuar invisible para ella? Debió de tratarse de esto último porque el dedo se mantuvo sobre el gatillo, sin ejercer la leve presión que hubiera obligado al gigantesco león a interrumpir su ataque, al menos de momento.
Como un águila atenta contemplaba el hombre blanco la carrera de la chica hacia la salvación del árbol. Desde el instante en que el león se precipitó hacia Meriem apenas habían transcurrido un par de segundos cargados de tensa emoción. Ni un solo instante abandonó el punto de mira del rifle el pecho de la fiera, mientras la dirección de la carrera de ésta la llevaba hacia el hombre, aunque un poco a la izquierda. Luego, casi en el último momento, cuando ya parecía imposible que Meriem escapase, el dedo se curvó sobre el gatillo y pareció a punto de apretarlo, pero casi simultáneamente, la joven dio un salto y se agarró a una rama. El león también saltó, pero la ágil Meriem ejecutó un movimiento pendular, hacia arriba, que la puso fuera del alcance del león; se salvó por un segundo y un centímetro.
El hombre dejó escapar un suspiro de alivio, al tiempo que bajaba el rifle. Vio que la joven dedicaba una mueca de mofa al rugiente, furibundo y burlado devorador de carne que tenía debajo y luego, entre carcajadas, se alejó rápidamente por el bosque. El león permaneció una hora por el abrevadero y sus aledaños. El cazador tuvo cien ocasiones de acabar con él. ¿Por qué no lo hacía? ¿Temía acaso que el disparo llamase la atención de la muchacha y la indujese a volver?
Por último, sin dejar de rugir airadamente, el león se adentró en la jungla con paso majestuoso. El cazador salió serpenteando de su
boma
y al cabo de media hora llegaba al pequeño campamento que tenía montado al abrigo de la espesura del bosque. Un puñado de servidores negros le dieron la bienvenida con alicaída indiferencia. Cuando entró en su tienda era un hombre corpulento, un enorme gigante de barba rubia. Cuando salió, media hora después, iba completamente afeitado.
Los negros se le quedaron mirando, estupefactos.
—¿Seríais capaces de conocerme? —preguntó.
—Ni la hiena que te alumbró te conocería,
bwana
—replicó uno.
El blanco disparó un puñetazo al rostro del negro, pero su larga experiencia en esquivar directos similares salvó al insolente.