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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El hijo de Tarzán (32 page)

BOOK: El hijo de Tarzán
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Ella había cambiado. En ella acababa de ver la flor dulce y adorable del refinamiento de la civilización. Korak se estremeció al recordar el destino que había proyectado para Meriem: compañera de un hombre mono, su compañera, en la salvaje selva virgen. Por aquel entonces no vio nada malo en ello porque la amaba y el futuro que habían planeado era el futuro de la vida en la selva que habían elegido como hogar. Pero ahora, tras haber visto a Meriem vestida con ropa civilizada, comprendía lo espantoso que fue su plan y agradeció a Dios aquella oportunidad y a los negros de Kovudoo que hubiesen desbaratado esos planes.

Sin embargo, seguía queriéndola y los celos abrasaban su alma al recordarla en los brazos de aquel lechuguino inglés. ¿Qué intenciones tenía aquel individuo? ¿Estaba realmente enamorado de ella? ¿Acaso era posible que alguien no la amara? Y Meriem le correspondía, de eso Korak tenía pruebas fehacientes. De no quererle, no habría aceptado sus besos. ¡Su Meriem quería a otro! Durante largo rato dejó que la horrible verdad profundizara en su consciencia, y sobre ella empezó a razonar su conducta futura. Deseaba con toda el alma seguir a aquel hombre y acabar con su vida, pero en seguida brotó en su entendimiento el escrúpulo de una idea: ella le quiere. ¿Cómo iba a matar al ser a quien Meriem amaba? Sacudió la cabeza tristemente. Luego le asaltó la decisión de seguir a Meriem y hablar con ella. Medio se disponía a hacerlo cuando se dio cuenta de su desnudez y se sintió avergonzado. Él, hijo de un par inglés, había destrozado su vida, se había degradado hasta situarse al nivel de una fiera y hasta el punto de que su vergüenza le impedía presentarse ante la mujer que amaba y poner a sus pies el cariño que sentía por ella. Le avergonzaba acercarse a la doncellita árabe que había sido su compañera de juegos en la jungla, porque, ¿qué podía ofrecerle?

Las circunstancias le habían impedido durante años regresar junto a sus padres y, al cabo de esos años, el adarme de orgullo que le quedaba eliminó de su mente el último vestigio de intención de volver. Impulsado por su aventurero espíritu juvenil unió su suerte a la de los simios de la selva. La muerte de aquel timador en el hotel de la costa llenó de terror su infantil cerebro y le empujó a adentrarse en las profundidades de la jungla. El rechazo que sufrió repetidamente por parte de los hombres, blancos y negros, causó su demoledor efecto en una mente que aún se encontraba en estado de formación y que se dejaba influir fácilmente.

Casi había llegado a convencerse de que la mano del hombre estaba en contra suya cuando en su vida apareció Meriem, la única compañía humana que necesitaba y anhelaba… Cuando se la arrebataron, su dolor fue tan intenso que la idea de volver a relacionarse con los seres humanos le resultó cada vez más insufrible. Por último y definitivamente, creyó, la suerte estaba echada. Por voluntad propia se había convertido en una fiera, había vivido como una fiera y como una fiera moriría.

Y ahora que era demasiado tarde, lo lamentaba. Porque ahora Meriem aún vivía y aparecía ante él en una fase de civilización y evolución social que la situaba completamente fuera de su vida. La misma muerte no la habría llevado más lejos de él. En su mundo nuevo, Meriem amaba a un hombre de su propia clase. Y Korak sabía que era lo correcto. Meriem no era para él…, no era para el salvaje mono desnudo. No, no era para él, pero él seguía siendo de ella. Si él no podía conseguir a Meriem y la felicidad que ella entrañaba, al menos haría cuanto estuviese en su mano para lograr que ella fuera feliz. Seguiría al joven inglés. Como primera providencia, se aseguraría de que no tenía intención de causar daño alguno a Meriem y luego, aunque los celos le destrozaban el corazón, velaría por el hombre al que Meriem amaba, por el bien de la muchacha. ¡Pero que Dios se apiadara de aquel hombre si intentaba hacerle algún daño!

Se incorporó despacio. Se irguió en toda su estatura y estiró su enorme humanidad. Los músculos de sus brazos resaltaron sinuosamente bajo la atezada piel mientras unía los puños de ambas manos detrás de la cabeza. Captó su atención un movimiento que se produjo en el suelo. Un antílope entraba en el calvero. Automáticamente, Korak se dio cuenta de que tenía el estómago vacío… volvía a ser una fiera. Durante unos momentos, el amor le había elevado a las alturas sublimes del honor y la renunciación.

El antílope cruzaba el claro. Korak se deslizó al suelo por el otro lado del árbol. Lo hizo con tal ligereza que ni los sensibles oídos del antílope percibieron su presencia. Desenroscó la cuerda de hierba, era la última pieza integrada en su arsenal, pero Korak sabía utilizarla con eficacia y provecho. A menudo, el cuchillo y la cuerda eran las únicas armas con las que viajaba: armas ligeras y fáciles de usar. El venablo, así como el arco y las flechas eran bastante embarazosas y normalmente guardaba una o todas en un escondite secreto.

Ahora tenía en la mano derecha una simple vuelta de la larga cuerda, mientras cogía el resto con la izquierda. El antílope estaba a pocos pasos de él. Silenciosamente, Korak saltó de su escondrijo y liberó la cuerda de los matorrales en los que se había enredado. El antílope dio un brinco casi instantáneamente, pero de manera simultánea, la cuerda enrollada, con el nudo corredizo, surcó el aire por encima del animal. Con certera precisión, el lazo cayó alrededor del cuello del antílope. Un rápido movimiento de muñeca por parte del lanzador y el lazo se apretó. «El matador» afirmó los pies en el suelo, sostenida la cuerda al nivel de la cintura, y mientras el antílope tensaba ésta en su frenético salto para recuperar la libertad, Korak se la pasó por encima del lomo.

Luego, en vez de llegarse al animal caído, como pudiera haber hecho un vaquero de las praderas del Oeste, Korak tiró de su presa y se la fue acercando a rastras. Cuando la tuvo a su alcance, saltó encima de ella, igual que hubiera hecho Sheeta, la pantera, y clavó los dientes en el cuello del rumiante, al tiempo que la punta del cuchillo de caza se hundía en el corazón de la presa. Korak enrolló de nuevo la cuerda, cortó unas cuantas y gruesas tiras de la pieza y regresó con ellas a la enramada, donde comió en paz. Posteriormente se dirigió a un abrevadero próximo y, por último, se echó a dormir.

En su cerebro, naturalmente, aleteaba la sugerencia del otro encuentro entre Meriem y el joven inglés, una ulterior entrevista que las palabras de la muchacha, al alejarse, sugirieron claramente:

—¡Esta noche!

No había seguido a Meriem porque la dirección por la que había llegado y por la que también se fue le indicó que, dondequiera que residiese, ese lugar se encontraría al otro lado de la llanura y como no deseaba que la muchacha le descubriese no se atrevió a aventurarse por terreno descubierto yendo en pos de ella. Para él sería lo mismo mantener contacto con el hombre, y eso era precisamente lo que trataba de hacer.

Para un hombre corriente, las probabilidades de localizar al honorable Morison en la jungla, tras haberle dejado tomar tan considerable delantera, serían remotísimas, pero en el caso de Korak no ocurría así. Daba por supuesto que el hombre blanco regresaría a su campamento, pero incluso aunque no fuera así, al Matador le habría resultado sencillísimo encontrar el rastro de un hombre a caballo al que acompañaba otro que iba a pie. Aunque pasaran varias jornadas, las huellas aún estarían lo bastante frescas y visibles para conducir indefectiblemente a Korak al punto donde concluían. Y el rastro de unas cuantas horas aparecía tan claro ante sus ojos como si quienes lo habían dejado estuviesen aún a la vista.

De modo que apenas habían transcurrido unos minutos desde el momento en que el honorable Morison Baynes entró en el campamento y recibió el saludo de Hanson, cuando Korak se deslizaba silenciosamente a través de las ramas de un árbol próximo. Allí descansó hasta bien entrada la tarde, sin que el inglés manifestara la más leve intención de abandonar el campamento. Korak se limitó a observar tal circunstancia. Aparte del joven inglés, le tenía sin cuidado lo que pudiese hacer cualquier otro miembro de aquel equipo.

Cayó la oscuridad de la noche y el joven continuaba allí. Después de cenar, procedió a fumar cigarrillo tras cigarrillo. Luego empezó a pasear inquieto por delante de su tienda. Mantuvo ocupado a su servidor alimentando la fogata. Tosió un león y el hombre entró en la tienda para salir al cabo de un momento, armado con un rifle de repetición. Volvió a ordenar al negro, en tono de reproche, que echara más leña a la lumbre. Korak observó que estaba nervioso y asustado y una mueca de burla despectiva curvó los labios del «matador».

¿Aquel individuo era el que le había suplantado en el corazón de Meriem? ¿Era aquel sujeto, que temblaba al oír toser a Numa? Un hombre así, ¿cómo podía proteger a Meriem de los incontables peligros de la jungla? Ah, claro, no tenía que hacerlo. Iban a vivir protegidos en la seguridad de la civilización europea, donde, a cambio de una soldada, profesionales de uniforme se encargarían de defenderlos. ¿Qué necesidad tenía un europeo de estar preparado para proteger a su compañera? De nuevo la despectiva mueca burlona frunció los labios de Korak.

Hanson y uno de sus servidores se habían dirigido ya al calvero. Casi había oscurecido del todo cuando llegaron. Hanson dejó allí al indígena y continuó hasta el borde de la planicie. Llevaba de las riendas el caballo del servidor. Aguardó allí. Eran las nueve de la noche cuando vio acercarse una solitaria figura, que llegaba al galope desde la dirección de la casa. Al cabo de un momento, Meriem detuvo su caballo ante él. Al reconocer a Hanson retrocedió, sobresaltada.

—El caballo del señor Baynes lo tiró de la silla, le cayó encima y el hombre se ha torcido un tobillo —se apresuró a explicar Hanson—. No le fue posible venir, así que me encargó que acudiese a recibirla y que la llevara al campamento.

La oscuridad impidió a Meriem ver la jubilosa expresión triunfal que decoraba el rostro del traficante.

—Será mejor que nos demos prisa —continuó Hanson—, porque tendremos que salir de inmediato e ir a buen ritmo si no queremos que nos alcancen.

—¿Está malherido? —preguntó Meriem.

—Sólo tiene un esguince sin importancia —respondió Hanson—. Puede montar a caballo, pero hemos pensado que sería mejor que esta noche descansara acostado, ya que tendrá que cabalgar lo suyo durante las próximas semanas.

—Sí —convino Meriem.

Hanson hizo volver grupas a su montura y Meriem le siguió. Cabalgaron hacia el norte, en paralelo al borde de la jungla, a lo largo de kilómetro y medio. Luego se desviaron hacia el oeste. Meriem prestó poca atención al rumbo que seguían. Desconocía con exactitud dónde estaba el campamento de Hanson y tampoco se le ocurrió que no estuvieran dirigiéndose a él. Se mantuvieron en marcha toda la noche, siempre hacia el oeste. Al amanecer, Hanson permitió un breve alto para desayunar: antes de salir del campamento había llenado bien las alforjas de provisiones de boca. Reanudaron la apresurada marcha y no se detuvieron por segunda vez hasta que, poco después del mediodía, cuando el calor apretaba, Hanson frenó su montura e indicó a la muchacha que se apease.

—Dormiremos aquí un poco y dejaremos que pasten los caballos —dijo.

—No tenía idea de que el campamento estuviese tan lejos —comentó Meriem.

—Ordené que se pusieran en marcha con la llegada de la aurora —explicó el traficante— para que pudieran cogernos una buen delantera. Sabía que usted y yo podíamos alcanzar fácilmente a un safari que va muy cargado. Puede que no los cojamos hasta mañana.

Pero aunque cabalgaron parte de la noche y durante todo el día siguiente, por delante de ellos no apareció rastro alguno del safari. Conocedora a fondo de la selva, Meriem supo que nadie había pasado por delante de ellos en muchas jornadas. De vez en cuando veía algún rastro antiguo, muy antiguo, de muchos hombres. Durante la mayor parte del trayecto avanzaban por la bien señalada ruta de los elefantes o a través de arboledas que parecían de parque. Era un camino ideal para avanzar con rapidez.

Por último, Meriem empezó a recelar. Poco a poco, la actitud del hombre que iba a su lado había empezado a cambiar. A veces le sorprendía devorándola con los ojos. Y empezó a intensificarse en el ánimo de Meriem la primera impresión de que había conocido antes a aquel hombre. En alguna parte, en algún momento había tratado con él. Evidentemente, llevaba varios días sin afeitarse. El principio de una barba rubia empezaba a cubrirle el cuello, el mentón y las mejillas y la certeza de que no le era desconocido continuó cobrando más fuerza paulatinamente en la muchacha.

Pero Meriem no se rebeló hasta la segunda jornada. Detuvo su caballo y manifestó en voz alta sus dudas. Hanson le aseguró que el campamento se encontraba unos pocos kilómetros más adelante.

—Deberíamos haberlos alcanzado ayer —dijo—. Seguramente habrán avanzado mucho más deprisa de lo que había creído posible.

—Por aquí no ha pasado nadie —dijo Meriem—. El rastro que estamos siguiendo tiene ya varias semanas.

Hanson se echó a reír.

—¡Ah!, es eso, ¿verdad? —exclamó—. ¿Por qué no lo dijo antes? Podía habérselo explicado fácilmente. No vamos por la misma ruta, pero hoy encontraremos su pista, incluso aunque no los alcancemos.

Entonces, por fin, Meriem supo que le estaba mintiendo. Qué idiota debía de ser aquel individuo si pensaba que alguien iba a dejarse engañar por una explicación tan ridícula. ¿Quién era tan estúpido como para creer que podían alcanzar a otra partida, y desde luego aquel hombre acababa de afirmar que esperaba alcanzarla aquel mismo día, cuando la ruta de esa partida no iba a encontrarse aún con la suya en bastantes kilómetros?

Sin embargo, la joven guardó para sí sus conclusiones y adoptó la determinación de escapar a la primera oportunidad que se le presentara de sacarle a su secuestrador —ya lo consideraba así— suficiente ventaja como para contar con que no lograría alcanzarla. Espiaba al hombre continuamente, siempre que podía hacerlo sin que él se percatase. Seguía atormentándole la imposibilidad de recordar dónde había visto antes aquellas facciones que tan familiares empezaban ya a resultarle. ¿Dónde conoció a aquel individuo? ¿En qué condiciones se encontraron con anterioridad al día en que lo vio en la finca de Bwana? Repasó en su imaginación la lista de los pocos hombres blancos que había llegado a conocer. Algunos de ellos eran visitantes de su padre en el
aduar
de la jungla. Muy pocos, ciertamente, pero algunos. ¡Ah, ya lo tenía! ¡Lo había visto allí! Casi lo había identificado cuando, en una fracción de segundo, se le volvió a escapar.

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