El hijo de Tarzán (36 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: El hijo de Tarzán
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Morison Baynes se presentaba allí para exigirle cuentas y cobrar venganza. Resultaba increíble y, no obstante, no había otra explicación. Malbihn se encogió de hombros. Bueno, a lo largo de su prolongada y canallesca trayectoria, otros habían buscado a Malbihn con idéntico o análogo propósito. Acarició el rifle y esperó.

La canoa se encontraba ya lo bastante cerca de la orilla como para que fuese posible hablar con los que iban en ella.

—¿Qué es lo que queréis? —chilló Malbihn, al tiempo que levantaba el arma con gesto amenazador.

El honorable Baynes se puso en pie.

—¡A ti, maldito seas! —voceó Morison Baynes.

Tiró de revólver y disparó casi a la vez que el sueco.

Tras sonar las dos detonaciones simultáneas, Malbihn soltó el rifle, se llevó frenéticamente las manos al pecho, vaciló y cayó de rodillas, para finalmente desplomarse de bruces. Baynes se envaró. Su cabeza salió despedida hacia atrás espasmódicamente. Permaneció así un segundo y luego fue desmoronándose despacio sobre el fondo de la canoa.

El negro que empuñaba el remo no sabía qué hacer. Si Malbihn había muerto realmente, él podía seguir hasta la otra orilla y reunirse con sus compañeros sin temor alguno. Pero si el sueco sólo estaba herido, lo mejor que él podía hacer era regresar a la ribera de la que partió. En consecuencia, el indígena titubeaba, mientras retenía la embarcación en mitad de la corriente. Había llegado a experimentar un considerable respeto hacia su nuevo amo y la muerte de Baynes no le dejaba indiferente. Al contemplar la figura caída en la proa vio que se movía. Con débiles movimientos, el inglés intentó darse la vuelta. Aún vivía. El negro se acercó a él y lo incorporó hasta sentarlo. De pie delante de él, con el remo en la mano, el negro preguntaba a Baynes dónde le había alcanzado la bala cuando resonó otra detonación en la orilla y el indígena cayó por encima de la borda, aún con el remo entre los dedos…, atravesada la frente por un balazo.

Baynes se volvió mediante un gran esfuerzo y miró hacia la orilla para ver que, cuerpo a tierra apoyado en los codos, Malbihn le apuntaba con el rifle. El inglés se dejó caer en el fondo de la canoa mientras el proyectil pasaba silbando por encima de su cabeza. Malherido, Malbihn necesitaba más tiempo para afinar la puntería y sus disparos ya no eran tan certeros como antes. Con enorme esfuerzo y gran dificultad, Baynes se tendió boca abajo, empuñó el revólver con la mano derecha y se fue incorporando poco a poco hasta asomarse por encima de la borda.

Malbihn le vio al instante e hizo fuego, pero Baynes ni pestañeó ni se agachó. Con todo el esmero del mundo, apuntó al blanco que estaba en la orilla y del que la corriente le iba alejando. Se curvó el dedo alrededor del gatillo, se produjo un fogonazo, resonó la detonación y la gigantesca humanidad de Malbihn sufrió una sacudida al recibir el impacto de otra bala.

Pero aún no estaba muerto. Apuntó e hizo fuego otra vez; el proyectil arrancó astillas a la madera del borde superior de la canoa, muy cerca del rostro de Baynes. Éste volvió a hacer fuego, mientras la embarcación se alejaba cada vez más, corriente abajo, y Malbihn respondía desde la ribera sobre la que yacía en medio de un charco de su propia sangre. Y así, con obstinada tenacidad, los dos heridos siguieron empeñados en aquel duelo increíble, que se prolongó hasta que el culebreante río africano llevó al honorable Morison Baynes fuera de la vista al otro lado de la curva que formaba un espolón arbolado.

Meriem estaba a punto de llegar a la orilla…

XXIII

Meriem había cubierto la mitad de la longitud de la calle de la aldea cuando una veintena de mestizos y negros con blanca vestimenta surgieron del oscuro interior de las chozas y se precipitaron sobre ella. La muchacha dio media vuelta para emprender la huida, pero fuertes manos la sujetaron y cuando volvió la cabeza para suplicar clemencia sus ojos tropezaron con el torvo semblante de un anciano alto que la fulminaba con la mirada a través de los pliegues de su albornoz.

Al verlo, Meriem retrocedió sorprendida, sobresaltada y aterrada. ¡Era el jeque!

Instantáneamente, los antiguos miedos y angustias de su niñez revivieron en su espíritu. Permaneció temblorosa ante aquel espantoso anciano, como un asesino frente al juez que va a condenarlo a muerte. Comprendió que el jeque la había reconocido. Los años y el cambio de su forma de vestir no habían alterado su aspecto lo suficiente como para que una persona que tanto tiempo la había tenido consigo durante la infancia no pudiera reconocer ahora sus facciones.

—De modo que has vuelto con tu pueblo, ¿eh? —ironizó el jeque—. Regresas para implorar alimento y protección, ¿eh?

—Déjame marchar —gritó la joven—. No te pido nada, salvo que me dejes volver junto al Gran Bwana.

—¿El Gran Bwana? —casi chilló el jeque, y a continuación pronunció una sarta de obscenas invectivas en árabe contra el hombre blanco al que todos los delincuentes de la selva temían y odiaban—. Te gustaría volver con el Gran Bwana, ¿verdad? Así que es con él con quien has estado desde que te me escapaste, ¿no? ¿Y quién es el que cruza ahora el río en tu busca…? ¿El Gran Bwana?

—No, es el sueco al que expulsaste una vez de tu territorio cuando su compañero y él conspiraron con Nbeeda para secuestrarme —respondió Meriem.

Llamearon las pupilas del jeque. Ordenó a sus hombres que se llegaran a la orilla del río, se emboscaran entre los arbustos y exterminaran a Malbihn y su partida. Pero Malbihn ya había desembarcado y, tras arrastrarse por la orla de vegetación que se interponía entre el río y la aldea, en aquel momento observaba con ojos desorbitados e incrédulos la escena que se desarrollaba en mitad de la calle del abandonado villorrio. Reconoció al jeque en el mismo instante en que su mirada cayó sobre él. En el mundo había dos hombres a los que Malbihn temía más que al mismísimo Satanás. Uno era el Gran Bwana, el otro era el jeque. Apenas lanzó su rápido vistazo a la figura esquelética y familiar del árabe cuando ya había dado media vuelta para deslizarse hasta la canoa, acompañado de los miembros de su cuadrilla. De modo y manera que, cuando el jeque llegó a la orilla del río, la partida se encontraba ya en mitad de la corriente. A la descarga cerrada de los hombres del jeque respondieron los de las canoas con su fuego graneado. El árabe dio en seguida por concluido el tiroteo, convocó a sus efectivos, ordenó que ataran bien a Meriem y emprendió la marcha hacia el sur.

Uno de los proyectiles disparados por las fuerzas de Malbihn había alcanzado al negro que quedó en la calle de la aldea para custodiar a Meriem. Sus compañeros lo dejaron allí, tras despojarle previa y concienzudamente de sus atavíos y pertenencias. Era el cadáver que Baynes encontró al llegar a la aldea.

El jeque y sus huestes seguían desplazándose en dirección sur, en paralelo al río, cuando uno de los indígenas, al rezagarse un poco porque se había entretenido recogiendo agua, vio a Meriem que remaba desesperadamente desde la otra orilla. El hombre llamó la atención del jeque sobre aquella escena tan inusitada: una mujer blanca sola en medio del África central. El anciano árabe ordenó a sus huestes que se ocultaran en la aldea abandonada y capturasen a aquella mujer cuando echase pie a tierra. La idea de pedir rescate siempre estaba presente en el cerebro del árabe. Más de una vez se había deslizado entre sus dedos rutilante oro de análogo origen. Era un dinero que se ganaba fácilmente y el jeque no andaba muy sobrado de fondos desde que el Gran Bwana había restringido de tal modo los límites de su antiguo dominio que el delincuente árabe ni siquiera se atrevía ya a robar marfil a los indígenas radicados a trescientos kilómetros del
aduar
del Gran Bwana. Y cuando por fin la mujer se metió en la trampa que le había tendido y reconoció en ella a la chica que había maltratado durante tantos años, la satisfacción del jeque fue inconmensurable. No perdió tiempo en restablecer las viejas relaciones padre-hija que existieron entre ellos en el pasado. A la primera oportunidad cruzó la cara de la muchacha con una bestial bofetada. La obligó a ir a pie, cuando podía haber indicado a uno de sus hombres que desmontara o que la llevase en la grupa de la cabalgadura. Parecía disfrutar enormemente ideando nuevas formas para torturarla o humillarla y, entre todos los esbirros del jeque, la pobre Meriem no encontró uno solo que se compadeciera de ella o que se atreviese a defenderla, incluso aunque hubiera deseado hacerlo.

Al cabo de dos días de marcha llegaron al familiar escenario de su infancia y la primera persona que vieron los ojos de Meriem, nada más traspasar los portones de la sólida empalizada, fue la horrible Mabunu, la espantosa y desdentada niñera de otro tiempo. Era como si los años transcurridos desde entonces no hubiesen sido más que un sueño. La muchacha habría llegado a creerlo así de no ser por sus ropas y por lo que había crecido en estatura. Todo estaba allí tal como lo dejara, las caras nuevas que habían sustituido a algunas de las antiguas eran igual de bárbaras y envilecidas. Se habían unido al jeque unos cuantos árabes jóvenes. Aparte de eso, todo seguía igual, todo menos una cosa: Geeka no estaba allí, y Meriem la echó de menos como si la muñeca de cabeza tallada en marfil fuese un ser de carne y hueso, una amiga íntima y muy querida. Echó de menos a aquella astrosa confidente, en cuyos sordos oídos volcaba Meriem sus muchas desgracias y sus contadas alegrías. Geeka, la de las extremidades de palo y el cuerpo de piel de rata. Geeka, la lastimosa. Geeka, la querida Geeka.

Los habitantes de la aldea que habían acompañado al jeque en aquella expedición dedicaron un buen rato a examinar a aquella muchacha blanca que vestía de una manera tan extraña. Algunos de ellos habían conocido a Meriem de niña. Mabunu fingió alegrarse mucho de su regreso y enseñó las encías en una mueca horrible con la que trataba de demostrar su regocijo. Pero, al recordar las crueldades a que la sometió aquella bruja espeluznante, un escalofrío recorrió el cuerpo y el alma de Meriem.

Entre los árabes que habían entrado a formar parte de la comunidad durante la ausencia de la muchacha se encontraba un individuo alto, de unos veinte años, apuesto y bien parecido, aunque de aire siniestro, el cual contempló a la muchacha con patente admiración, hasta que el jeque se percató de ello y le ordenó que se alejara de allí. Abdul Kamak se retiró con el ceño fruncido.

Por último, satisfecha su curiosidad, todos dejaron sola y tranquila a Meriem. Como en el pasado, se le permitió circular libremente por la aldea, ya que la empalizada era muy alta y los portones estaban fuertemente vigilados día y noche. Pero también como en el pasado, a Meriem no le seducía lo más mínimo el trato con los árabes crueles o con los degenerados negros que constituían la tropa del jeque. Así que, como en los viejos tiempos, Meriem se dirigió a la recóndita esquina del recinto donde de niña había jugado al ama de casa, con su amada Geeka, bajo el gran árbol cuyas ramas se extendían por encima de la estacada. Pero el árbol había desaparecido y Meriem supuso el motivo. De aquel árbol descendió Korak el día que golpeó al jeque y la rescató a ella de la existencia de desdichas y torturas que había estado sufriendo durante tanto tiempo que no podía recordar ni suponer que hubiese podido vivir otra.

Dentro del recinto de la estacada, sin embargo, crecían ahora unos cuantos arbustos, a cuya sombra se sentó Meriem a reflexionar. Una chispa de felicidad caldeó su corazón al rememorar aquel primer encuentro con Korak y luego los largos años durante los cuales la cuidó y protegió con la solicitud y la castidad de un hermano mayor. Hacía meses que Korak no ocupaba sus pensamientos como los llenaba en aquellos instantes. Ahora le parecía más próximo y más querido que nunca y se extrañó de que su corazón se hubiese alejado tanto de la lealtad a la memoria del muchacho. Y entonces surgió en su mente la imagen del honorable Morison, el exquisito, y Meriem se turbó. ¿Amaba realmente a aquel inglés sin tacha? Pensó en las maravillas de Londres, de las que tanto le había hablado con encendidas palabras de elogio. Intentó imaginarse a sí misma, honrada y admirada en el centro de la más radiante sociedad de la gran capital. Las escenas que imaginaba eran las que el honorable Morison había pintado para ella. Eran escenas atractivas, pero a través de ellas continuaba infiltrándose la figura bronceada y semidesnuda del imponente Adonis de la selva.

Meriem se oprimió el pecho con las manos, al tiempo que exhalaba un suspiro, y sus dedos tropezaron con el canto de la fotografía que escondió allí segundos antes de escapar de la tienda de Malbihn. Sacó el retrato y empezó a examinarlo con más atención que la vez anterior. Tenía la certeza de que la cara de aquella niña era la suya. Observó todos y cada uno de los detalles de la fotografía. Medio escondido bajo el encaje de aquel precioso vestido había un medallón colgado de una cadena. Meriem enarcó las cejas. ¡Qué seductores semirecuerdos despertaba! ¿Podía ser aquella flor de una espléndida civilización la árabe Meriem, hija del jeque? Era imposible. Pero ¿y el medallón? Meriem lo conocía. No le era posible refutar el convencimiento anidado en su memoria. Había visto antes aquel medallón. Había sido suyo. ¿Qué extraño misterio yacía enterrado en su pasado?

Seguía sentada allí, con los ojos clavados en el retrato, cuando de pronto se dio cuenta de que no estaba sola, de que alguien se había acercado silenciosamente y se encontraba a su espalda. Con aire culpable, se apresuró a guardar de nuevo el retrato bajo la cintura. Una mano se posó en su hombro. Estaba segura de que era el jeque y aguardó con el alma en vilo el golpe que indefectible iba a abatirse sobre ella.

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