Antes la amaba, ahora la adoraba. Ahora sabía que nunca iba a poseerla, aunque podía verla. La podía ver a distancia. Tal vez pudiera ponerse a su servicio, pero Meriem no debía saber jamás que él la había encontrado o que Korak seguía vivo.
Se preguntó si Meriem pensaría en él alguna vez, si los días felices que habían pasado juntos surgían alguna vez en su memoria. Le pareció increíble que fuera así y, sin embargo, también le resultaba igualmente increíble que aquella bonita joven fuese el mismo duendecillo despeinado y medio desnudo que triscaba ágilmente por las ramas de los árboles mientras corrían y jugaban en aquellas jornadas felices del pasado. No era posible que, con aquella nueva apariencia, su memoria conservara el recuerdo del pasado.
Con sus tristes pensamientos invadiéndole el cerebro, Korak recorrió la linde del bosque, al borde de la llanura, mientras esperaba que su Meriem llegase… Pero Meriem no llegó.
Llegó otra persona: un hombre alto, de anchos hombros, vestido de caqui, que marchaba a la cabeza de un pequeño ejército de guerreros de ébano. Líneas duras, sombrías y severas parecían estampadas en el semblante de aquel hombre y las arrugas que se advertían en torno a su boca y debajo de los ojos indicaban que sufría un profundo pesar… Aquellas arrugas profundas acentuaban la expresión de cólera de sus facciones.
Korak vio pasar al hombre por debajo del gigantesco árbol que le cobijaba, en la orilla de aquel claro nefasto. Lo vio pasar, mientras él permanecía rígido, congelado por el dolor. Le vio escrutar el suelo con ojos agudos, y él continuó allí sentado, vidriosas las pupilas a causa de la intensidad de su propia mirada. Vio que hacía una seña a los hombres que le acompañaban y lo estuvo observando hasta que se perdió de vista en dirección norte. Pero Korak continuó inmóvil, como una imagen tallada, sangrante el corazón de pura desdicha. Una hora más tarde, Korak se alejó despacio a través de la selva, hacia el oeste. Caminaba alicaído y apático, gacha la cabeza y hundidos los hombros, como un anciano al que el peso de un dolor inmenso le obligara a ir encorvado.
Mientras, en pos de su guía indígena, Baynes avanzaba laboriosamente a través de la maleza, inclinado sobre el lomo de su montura, de la que a menudo tenía que apearse, cuando las ramas de los árboles estaban tan bajas que le impedían seguir a caballo. El negro le conducía por el camino más corto, que no era una ruta hecha para jinetes y, tras la primera jornada de marcha, el inglés no tuvo más remedio que desmontar y seguir a pie a su ágil guía.
Durante las largas horas de caminata, el honorable Morison dispuso de tiempo de sobra para reflexionar y cuando imaginaba el probable destino de Meriem en poder del sueco, la cólera que le inspiraba aquel individuo adquiría proporciones bíblicas. Pero luego tomó cuerpo en su cerebro el hecho indubitable de que sus propios planes rufianescos fueron los que llevaron a la muchacha a aquella situación y que incluso aunque hubiera escapado del poder de Hanson, la suerte que le aguardaba con él, Morison Baynes, no hubiera sido más halagüeña.
Comprendió también que Meriem era incalculablemente más preciada para él de lo que pudo imaginarse. Por primera vez la comparó con otras muchachas a las que conocía —mujeres de alta cuna y categoría social— y casi con gran sorpresa se dio cuenta de que la joven árabe salia bastante bien librada. Y entonces el odio a Hanson lo proyectó también sobre su propia persona… se odió con toda el alma por su perfidia al actuar de aquella manera tan espantosamente despreciable.
Y así, en el crisol de la vergüenza al rojo vivo de la verdad desnuda, la pasión que el hombre sentía por la muchacha a la que había considerado socialmente inferior se transformó en auténtico amor. Y mientras avanzaba dando traspiés, en su interior se encendía junto al nuevo amor recién nacido otra gran pasión: la pasión de un odio inconmensurable que le impulsaba a la venganza.
Criado en el lujo y la buena vida, el honorable Morison Baynes nunca se vio sometido a las calamidades, durezas y torturas que le acompañaban ahora, pero, a pesar de su ropa destrozada por los espinos, de su piel desgarrada y sanguinolenta, instaba al negro a acelerar la marcha, aunque él mismo se venía abajo, exhausto, cada docena de pasos que daba.
El ánimo de venganza era lo que le mantenía en marcha; eso y la idea de que con aquel sufrimiento expiaba en parte el enorme daño que había causado a la muchacha que amaba, porque Morison había perdido toda esperanza de salvar a Meriem del cruel destino en cuya trampa él mismo la había metido.
«¡Demasiado tarde! ¡Demasiado tarde!», esa era la triste cantinela que servía de acompañamiento a sus meditaciones, mientras caminaba. «¡Demasiado tarde! Demasiado tarde para salvarla; pero no demasiado tarde para la venganza!». Eso le mantenía en marcha.
Sólo cuando la oscuridad impedía ver el camino permitía hacer un alto. Durante la tarde había amenazado al fatigado indígena una docena de veces con matarlo en el acto si se empeñaba en descansar. El hombre estaba aterrorizado. No conseguía entender el cambio tan radical y repentino que había experimentado aquel hombre blanco que la noche anterior mostraba un pánico cerval a las negruras de la noche. De habérsele presentado la ocasión, el negro hubiera abandonado a aquel amo terrible, pero Baynes adivinó lo que pensaba el servidor y no le concedió la oportunidad de poner en práctica sus intenciones. Durante el día no apartó de él los ojos y por la noche durmió en continuo contacto con su cuerpo, en la tosca
boma
de espinos que habían preparado como ligera protección contra las fieras carnívoras que merodeasen por allí.
El hecho de que el honorable Morison pudiese dormir en plena selva virgen era suficiente demostración del considerable cambio que había experimentado en las últimas veinticuatro horas, del mismo modo que el hecho de que se echara a descansar junto a un negro cuyo olor corporal no era precisamente el de esencia de rosas manifestaba en el espíritu del noble inglés unas posibilidades de sentido democrático inimaginables poco antes.
Se despertó por la mañana entumecido y asaeteado por los dolores de las agujetas, pero no menos decidido a reanudar la persecución de Hanson lo antes posible. Poco después de haber levantado el campamento y emprender la marcha sin desayunarse, abatió de certero disparo un gamo que calmaba su sed en un abrevadero. A regañadientes, se permitió el lujo de hacer un alto para asar la carne y tomar un bocado. Acto seguido, reanudaron la marcha por la espesura, entre árboles, lianas, arbustos y matorrales.
Entretanto, mientras avanzaba despacio en dirección oeste, Korak tropezó con Tantor, el elefante, que pastaba en las sombreadas profundidades de la jungla. «El matador», al que la soledad y el dolor le estaban afectando en exceso, se alegró de encontrar la compañía de su monumental amigo. La ondulante trompa del paquidermo se enroscó afectuosamente en torno a la cintura de Korak, que se vio remontado hasta el formidable lomo del animal, donde tantas largas tardes había pasado entregado a sus ensoñaciones.
A gran distancia de allí, por el norte, el Gran Bwana y sus guerreros negros seguían tenazmente el rastro del safari fugitivo, que los alejaba cada vez más de la muchacha a la que intentaban salvar, mientras detrás, en la casita de campo, la mujer que quería a Meriem tanto como si fuera su propia hija aguardaba consumida por la angustia y la impaciencia el regreso de la partida de rescate y de la propia muchacha. Porque la dama tenía la absoluta certeza de que su invencible dueño y señor iba a regresar llevando consigo a Meriem.
…tropezó con las huellas de dos caballos…
Mientras forcejeaba con Malbihn, cuya presa brutal le mantenía inmovilizadas las manos contra los costados, Meriem sintió que empezaba a abandonarla toda esperanza. No gritó pidiendo auxilio, porque sabía que nadie iba a acudir en su ayuda y también porque su existencia anterior en la selva le había enseñado que en aquel mundo salvaje donde transcurrió su infancia pedir socorro era inútil.
Pero durante la brega por liberarse, una de sus manos tropezó con la culata del revólver que Malbihn llevaba en la funda de la cadera. El sueco la empujaba lentamente hacia las mantas y, despacio, los dedos de la muchacha se cerraron en torno al arma y la sacaron de la funda.
En el momento en que Malbihn se encontraba al borde de la revuelta pila de mantas, Meriem dejó súbitamente de resistirse y, en vez de intentar apartarse del hombre lanzó todo su peso contra él y, como consecuencia, el sueco se vio impulsado hacia atrás, se le enredaron los pies en las mantas y cayó de espaldas. Instintivamente, sus manos soltaron a Meriem para agitarse en el aire y tratar de mantener el equilibrio, lo que aprovechó Meriem para levantar el revólver, apuntarle al pecho y apretar el gatillo.
Pero el percutor cayó sobre un cartucho vacío y Malbihn volvió a ponerse en pie como una centella y se precipitó sobre la chica. Meriem le hizo un regate y salió corriendo hacia la puerta de la tienda, pero en el preciso momento en que se disponía a franquear el umbral, la mano de Malbihn cayó sobre su hombro y tiró de ella hacia dentro. Meriem giró sobre sus talones y, con la furia de una leona herida, levantó el revólver por encima de la cabeza, agarrado por el cañón, y lo abatió violentamente contra el rostro de Malbihn.
El sueco soltó una maldición impregnada de rabia y dolor, soltó a Meriem y se desplomó inconsciente sobre el suelo. Sin molestarse en mirarle siquiera, la joven dio media vuelta y huyó al exterior. Varios negros la vieron y trataron de interceptarla, pero la amenaza de aquel revólver descargado los mantuvo a distancia. De forma que Meriem salió de la
boma
que rodeaba el campamento y desapareció en la selva, por el sur.
Se fue derecha a un árbol y trepó por la enramada, fiel al instinto arborícola de la pequeña
mangan
que había sido en otro tiempo. Allí se desembarazó de la falda y de las botas de montar; se quitó también las medias porque sabía que para el largo trayecto de la fuga aquellas prendas serían un estorbo. Conservó los pantalones y la chaqueta, que la protegerían del frío y de las espinas, sin entorpecer demasiado sus movimientos. Pero la falda y el calzado no tenía ninguna utilidad en las ramas de los árboles.
No se había alejado mucho del campamento cuando empezó a comprender que, sin ningún medio de defensa y sin armas para procurarse comida, sus posibilidades de sobrevivir eran nulas. ¿Por qué no se le ocurriría quitar a Malbihn la canana que llevaba al cinto, antes de abandonar la tienda? De disponer de unos cuantos cartuchos para el revólver habría contado con la esperanza de abatir alguna pieza de caza menor y hubiera podido protegerse de cualquier enemigo, excepto los más feroces, que se interpusiera en su camino de vuelta al ansiado hogar de Bwana y Querida.
Al mismo tiempo que esa idea surgía en su cerebro, llegó con ella la firme determinación de volver y conseguir municiones. Se daba cuenta de que corría el enorme riesgo de que la capturasen de nuevo, pero sin disponer de medios de defensa y sin contar con un arma útil que le permitiera cazar, no podría albergar la menor esperanza de llegar sana y salva a un sitio seguro. Así que dio media vuelta y se dirigió otra vez al campamento del que acababa de huir.
Pensaba que Malbihn habría muerto, tan terrible fue el culatazo que le asestó en pleno rostro, y confiaba en que se le ofreciera la oportunidad, cuando hubiese cerrado la noche, de entrar en el campamento y llegarse a la tienda, donde se apoderaría de la canana. Pero apenas había localizado un buen escondite entre el follaje de un árbol enorme situado en el borde de la
boma
desde donde podía vigilar sin temor a que la descubrieran, cuando vio al sueco salir de la tienda. Se secaba la sangre de la cara, al tiempo que profería una retahíla de retumbantes maldiciones y preguntas a sus aterrados servidores.
En cuestión de minutos el campamento en peso se había lanzado a la búsqueda de la muchacha y cuando Meriem tuvo la certeza de que allí no quedaba nadie, descendió del árbol y atravesó velozmente el claro, rumbo a la tienda de Malbihn. Un rápido registro visual del interior no le reveló la existencia de municiones, pero en un rincón de la tienda encontró una caja en la que al parecer guardaba el sueco todas sus pertenencias personales y que había ordenado a su jefe de equipo que trasladase a aquel campamento occidental.
Meriem consideró que aquel receptáculo podía contener municiones. Desató en un santiamén las cuerdas que sujetaban la lona en que estaba envuelta la caja y al cabo de un momento levantaba la tapadera y procedía a hurgar en la heterogénea colección de extraños artículos que contenía la caja. Había allí cartas, documentos y recortes de viejos periódicos y, entre otras cosas, el retrato de una niña que llevaba pegado al dorso un recorte de cierto periódico de París, un recorte que Meriem no pudo leer, de amarillento y borroso que estaba a causa del paso del tiempo y de lo mucho que lo habían sobado. Pero la fotografía de la niña, que también estaba reproducida en el recorte de periódico, tenía algo que llamó la atención de Meriem. ¿Dónde había visto antes aquel retrato? Y entonces, de pronto, como una revelación, comprendió que era la imagen de su propia persona, muchos, muchos años atrás.
¿Dónde habían tomado aquella fotografía? ¿Cómo había llegado a las manos de aquel individuo? ¿Por qué la reprodujo el periódico? ¿Qué historia refería aquella tipografía borrosa?