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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El hijo de Tarzán (33 page)

BOOK: El hijo de Tarzán
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A media tarde salieron bruscamente de la selva a la orilla de un ancho y apacible río. Más allá, en la otra ribera, Meriem vio un campamento rodeado por una alta
boma
de espinos.

—¡Por fin hemos llegado! —anunció Hanson.

Desenfundó el revólver y disparó al aire. Al instante, el campamento del otro lado del río entró en acción. Cierto número de indígenas corrieron hacia la orilla. Hanson los saludó a voz en cuello. Pero no había ni rastro del honorable Morison Baynes.

Obedeciendo las instrucciones de su jefe, los negros botaron una canoa y cruzaron el río remando. Hanson acomodó a Meriem en la pequeña embarcación y subió él también. Dejó al cargo de los caballos a un par de negros a los cuales volvería a recoger la canoa, mientras los caballos cruzarían a nado la corriente, hasta la orilla donde estaba el campamento.

Una vez en éste, Meriem preguntó dónde estaba Baynes. Al ver el campamento, que había llegado a considerar más o menos como un mito, los temores de Meriem se habían disipado algo. Hanson señaló la solitaria tienda que se alzaba en medio del recinto.

—Allí —dijo.

Echó a andar hacia la tienda, delante de la muchacha. En la puerta, levantó la lona e indicó a Meriem que entrase. La joven lo hizo y lanzó una mirada circular. La tienda estaba vacía. Se volvió hacia Hanson. Una amplia sonrisa animaba el rostro del traficante.

—¿Dónde está el señor Baynes? —preguntó Meriem.

—Aquí, no —respondió Hanson—. Al menos, yo no lo veo. Pero yo sí que estoy, y soy infinitamente mejor de lo que él jamás pudo ser. Ya no lo necesitas para nada… Me tienes a mí.

Soltó una grosera risotada y alargó las manos hacia Meriem.

La joven forcejeó para soltarse. Hanson rodeó los brazos y el cuerpo de Meriem, apretó con fuerza y empujó a la muchacha hacia el montón de mantas que había en el fondo de la tienda. El rostro del hombre estaba muy cerca del de Meriem. Entrecerrados los párpados, los ojos eran dos estrechas ranuras de calor, pasión y deseo. Mientras contemplaba de lleno aquella cara y pugnaba por zafarse, en la memoria de Meriem se encendió de pronto el recuerdo de una escena similar, de la que había sido protagonista, y reconoció al atacante. Aquel hombre era el sueco Malbihn, que ya había intentado violarla una vez, que mató a su compañero cuando acudió a salvarla y de cuyo poder la había salvado Bwana. Su semblante rasurado la había inducido a engaño, pero ahora, al haberle crecido un poco la barba y al encontrarse en una situación y en unas condiciones análogas, reconocerle fue instantáneo y seguro.

Pero ahora Bwana no estaba allí para salvarla.

Korak se estiró encima de una alta rama…

XXI

El servidor negro al que Malbihn dejó esperándole en el claro, con instrucciones de que permaneciese allí hasta que él regresara, llevaba una hora sentado al pie de un árbol cuando le sobresaltó súbitamente el gruñido de un león que sonó a su espalda. Con una celeridad hija del pánico que le inspiraba la muerte, el muchacho trepó por las ramas del árbol. Instantes después, el rey de las fieras entraba en el claro y se iba derecho al cadáver de un antílope que el negro no había visto.

El felino estuvo saciando su apetito hasta la llegada del nuevo día, mientras el negro, aferrado a una rama, se pasó la noche sin pegar ojo y sin dejar de preguntarse qué habría sido de su amo y de los dos caballos. Llevaba un año al servicio de Malbihn y estaba bastante familiarizado con el carácter del sueco. Tal experiencia le llevó a la conclusión de que el blanco le había abandonado allí adrede. Lo mismo que todos los demás indígenas que formaban el equipo de Malbihn, aquel muchacho odiaba de todo corazón a su amo: el miedo era el único lazo que lo mantenía unido al hombre blanco. La incómoda situación en que se veía no hizo más que añadir combustible a la hoguera de su odio.

Cuando el sol empezó a elevarse en el cielo, el león se retiró a la selva y el negro bajó del árbol y emprendió la larga caminata de regreso al campamento. En su cerebro primitivo bullían numerosos y diabólicos planes de venganza que luego, cuando llegase el momento de la prueba y se viese frente a un miembro de la raza dominante, no pondría en práctica por falta de valor.

Kilómetro y medio más allá del claro tropezó con las huellas de dos caballos que cruzaban el camino en ángulo recto. Una expresión astuta fulguró en las pupilas del indígena, que prorrumpió en estentóreas risotadas, al tiempo que se palmeaba los muslos.

Los negros son chismosos infatigables, lo que, naturalmente, no es más que un modo indirecto de sugerir que son humanos. Los servidores de Malbihn no constituían la excepción de la regla y como muchos de ellos habían formado parte de los diversos equipos del sueco en el curso de los últimos diez años, eran muy pocos lo que ignoraban de la vida y milagros del sueco en las soledades africanas de su amo. Conocían muchos detalles por experiencia directa o porque se lo habían contado sus compañeros.

De modo que, al estar enterado de buen número de sus pasadas hazañas, así como de la mayor parte de los planes de Malbihn y Baynes, bien por haberlos oído personalmente o a través de otros servidores y sabedor también, gracias a los cotilleos propagados por el asistente del sueco, de que la mitad de la partida de éste se encontraba en un campamento montado junto al gran río que discurría muy lejos de allí, por el oeste, al indígena negro no le resultó demasiado arduo sumar dos y dos y llegar a la conclusión de que daban cuatro. El cuatro representaba el firme convencimiento de que su amo había engañado al otro hombre blanco y le había escamoteado la mujer, a la que sin duda llevó al campamento occidental, mientras el blanco burlado quedaba con las manos vacías y presto a sufrir la correspondiente captura y castigo por parte del Gran Bwana, al que todos temían. El indígena volvió a dejar al descubierto su blanca dentadura para estallar en otra serie de alegres y ruidosas carcajadas. Después reemprendió la marcha hacia el norte, a un trotecillo largo y uniforme que le permitía cubrir kilómetros con prodigiosa rapidez.

En el campamento del sueco, el honorable Morison había pasado la noche prácticamente en blanco, reconcomido por la aprensión, las dudas, el nerviosismo y los temores. Concilió el sueño al amanecer, totalmente agotado. Le despertó el capataz del equipo, poco después de la salida del sol, para recordarle que debían ponerse inmediatamente en marcha hacia el norte. Baynes trató de retrasar la partida. Deseaba esperar la llegada de Hanson y Meriem. El jefe del equipo de servidores indígenas le apremió, indicándole que perder el tiempo allí equivalía a incrementar los peligros. El negro conocía los planes de su amo lo bastante bien como para entender que Malbihn había hecho algo que despertaría la cólera del Gran Bwana y que todos lo iban a pasar fatal si los cogían dentro de los limites del territorio del Gran Bwana. Ante tal sugerencia, Baynes se alarmó.

¿Y si el Gran Bwana, como le llamaba aquel capataz indígena, había sorprendido a Hanson en el acto de cometer su infame tarea? ¿No habría sospechado la verdad y estaría ya en marcha decidido a alcanzarle y castigarle a él? Baynes había oído suficientes detalles acerca del método sumarísimo que ejercía su anfitrión para tratar y castigar a los delincuentes, grandes y pequeños, que transgredían las leyes o las costumbres de aquel pequeño universo salvaje que se extendía más allá de las murallas exteriores de lo que los hombres se complacen en denominar fronteras. En aquel mundo salvaje donde no existía la ley, el Gran Bwana personificaba la ley y la imponía sobre sí y sobre cuanto habitaba a su alrededor. Corría el rumor de que una vez había aplicado la pena de muerte a un hombre blanco que maltrató a una muchacha indígena.

Baynes se estremeció al recordar aquel rumor y se preguntó qué castigo impondría su anfitrión al hombre que había intentado secuestrarle a su joven pupila de raza blanca, La idea le impulsó a ponerse en pie como el rayo.

—Sí —dijo, nervioso—, tenemos que marchamos de aquí inmediatamente. ¿Conoces la ruta hacia el norte?

El jefe del equipo la conocía y no perdió un segundo en poner el safari en marcha.

Era mediodía cuando un negro exhausto y cubierto de sudor alcanzó a la pequeña columna. Le saludaron los gritos de bienvenida de sus compañeros, a los que en seguida hizo partícipes de lo que sabía y de lo que suponía acerca de las acciones de su amo, de modo que todo el safari se enteró del asunto antes de que a Baynes, el cual marchaba en la parte delantera de la columna, se le informara de los hechos y de las suposiciones del indígena al que Malbihn había dejado abandonado en el calvero la noche anterior.

Cuando el honorable Morison hubo oído todo lo que el negro tenía que decir y comprendió que el traficante le había utilizado como medio para apoderarse de Meriem, la ira le encendió la sangre y el miedo descargó una oleada de temores por la suerte de la muchacha.

El que otro hubiera ideado y puesto en práctica un acto que él mismo había planeado no paliaba en absoluto la terrible ofensa que le infligía el sueco. Al principio no pensó que él, Baynes, había pretendido someter a Meriem a la misma vejación a la que Hanson trataba de someterla ahora. La indignación del caballero inglés era la del hombre que se ha visto derrotado con sus propias armas y despojado de una presa que creía tener ya en sus manos.

—¿Sabes a dónde ha ido tu amo? —preguntó al negro que Malbihn dejó abandonado en el calvero.

—Sí,
bwana
—respondió el indígena—. Se ha ido al otro campamento que está a orillas del gran Afi que corre muy lejos, por donde se pone el sol.

—¿Me puedes conducir hasta él? —preguntó Baynes.

El indígena asintió con la cabeza. Veía en tal ayuda un modo de vengarse del odiado
bwana
y al mismo tiempo de escapar a las iras del Gran Bwana que, estaba seguro, perseguiría enconadamente al safari del norte.

—¿Podemos llegar a ese campamento tú y yo solos? —quiso saber el honorable Morison.

—Sí,
bwana
—afirmó el indígena.

Baynes se volvió hacia el jefe del equipo indígena. Ahora conocía los planes de Hanson. Tenía claro el motivo por el cual deseó trasladarse hacia el norte, alejarse el máximo posible hacia el límite septentrional del territorio del Gran Bwana… Eso le proporcionaría mucho más tiempo para huir rumbo a la costa occidental, mientras el Gran Bwana perseguía al otro contingente. Bueno, él, Morison Baynes, aprovecharía en beneficio propio los planes del traidor que se la había jugado. También él debía mantenerse fuera del alcance de las garras de su anfitrión.

—Puedes llevar los hombres hacia el norte con la mayor rapidez que sea posible —dijo al capataz—. Yo retrocederé e intentaré despistar al Gran Bwana, induciéndole a desviarse hacia el oeste.

El negro asintió con un gruñido. No le hacía ninguna gracia estar con aquel extraño hombre blanco al que le asustaba la noche y menos gracia le hacía aún quedar a merced de los feroces guerreros del Gran Bwana, que mantenían con sus propios negros una sangrienta y antigua desavenencia. Pero, por encima de todo, le alegraba disponer de una excusa legítima para abandonar al aborrecido amo sueco. Conocía un camino hacia el norte, que conducía a su propia región, cuya existencia ignoraban los blancos: un atajo que cruzaba una árida planicie con algún que otro pozo de agua en el que ni por lo más remoto habían soñado los cazadores y exploradores blancos que se acercaban al borde de aquella zona reseca. Incluso podía eludir al Gran Bwana, en el caso de que le siguiera. Animado por tal idea, reagrupó lo que quedaba del safari de Malbihn, lo organizó de la mejor manera que pudo y emprendió la marcha rumbo al norte. Y el servidor negro se encargó de conducir al honorable Morison Baynes hacia el suroeste, a través de la jungla.

Korak había esperado en la proximidad del campamento. Dedicó su atención al honorable Morison, al que estuvo vigilando hasta que el safari emprendió la marcha hacia el norte. Luego, convencido de que el joven inglés iba en dirección equivocada, si lo que quería era encontrarse con Meriem, abandonó la vigilancia y se dirigió despacio al lugar donde había visto en brazos de otro hombre a la muchacha que él adoraba.

Su felicidad había sido tan inmensa al ver que Meriem estaba viva que, en aquellos instantes, los celos no entraron en su ánimo o en su mente. Tales pensamientos llegaron después, pensamientos oscuros, sanguinarios que hubieran sembrado de escalofríos el organismo del honorable Morison Baynes de sospechar siquiera lo que daba vueltas y vueltas en la cabeza de aquella criatura salvaje que se deslizaba furtivamente por las ramas de aquel gigante del bosque al pie del cual el joven inglés esperaba el regreso de Hanson y de la muchacha que le acompañaría.

Mientras pasaban las horas, Korak empezó a meditar y a parangonarse con aquel elegante caballero inglés… Y llegó a la conclusión debida. ¿Qué podía él ofrecer que pudiera compararse con lo que podía ofrecer el otro hombre? ¿Cuál era la «vajilla» que podía aportar él frente al patrimonio que conservaba la familia del otro? ¿Cómo podía presentarse, desnudo y desgreñado, ante aquella preciosidad de criatura que otrora fue su compañera de juegos en la selva y proponerle lo que había pasado por su imaginación cuando comprendió por primera vez que estaba enamorado de ella? Se estremeció ante la idea del daño irreparable que su amor hubiera causado a aquella chiquilla inocente a no ser porque el azar la arrancó de su lado antes de que fuera demasiado tarde. Indudablemente, Meriem conocía el horror que anidaba en la mente de Korak. Indudablemente, ella le odiaba y le aborrecía, corno se odiaba y se aborrecía él a sí mismo. La había perdido. Cuando la creía muerta no estaba tan perdida como ahora, cuando la había visto viva… Cuando la había visto disfrutando de una vida de elegancia y refinamiento que la había transfigurado y santificado.

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