El hijo de Tarzán (8 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: El hijo de Tarzán
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—Achmet ben Houdin, hijo de mi hermana, podría fugarse esta noche —silabeó—. ¿No?

El capitán Armand Jacot se puso como la grana hasta la raíz de su pelo cortado casi al cero. Luego se tornó blanco y, apretados los puños, avanzó medio paso en dirección al árabe. De pronto, cambió de idea y se contuvo, fuera cual fuese el impulso que le dominaba.

—¡Sargento! —llamó.

El subalterno se acercó corriendo y, con el taconazo de rigor, saludó a su superior.

—Acompaña a este perro negro hasta verlo reunido con su gente —ordenó—. Encárgate de que se marchen en seguida. Y ordena a la tropa que esta noche dispare a matar sobre cualquier hombre que se acerque lo bastante como para ponerse a tiro del campamento.

El jeque Amor ben Katur se irguió en toda su estatura. Entornó sus diabólicos ojillos. Levantó la bolsa de monedas de oro hasta la altura de los ojos del oficial francés.

—Por la vida de Achmet ben Houdin, hijo de mi hermana, vas a pagar mucho más que lo que vale esto —amenazó—. Y aún mucho más por lo que me has llamado y cien veces más en sufrimiento y dolor…

—¡Largo de aquí —rugió el capitán Armand Jacot—, antes de que te eche a patadas!

Todo esto había sucedido unos tres años antes del inicio de este relato. Lo referente a Achmet ben Houdin y sus cómplices es asunto de los tribunales, está registrado en los archivos judiciales y podéis comprobarlo si os interesa. Recibió la muerte que merecía y la aceptó con el estoicismo propio de los árabes.

Al cabo de un mes de la ejecución, la pequeña Jeanne Jacot, de siete años de edad, hija del capitán Jacot, desapareció misteriosamente. Ni la fortuna de sus padres, ni todos los poderosos recursos de la gran república pudieron arrancar el secreto del paradero de la niña al desierto inescrutable que la absorbió junto con su secuestrador.

Se ofreció una recompensa de tan cuantiosas proporciones que muchos aventureros se dejaron tentar y emprendieron la caza. No era un caso propio de un detective de la moderna civilización, lo que no fue óbice para que varios investigadores se sumaran a la búsqueda… Los huesos de más de uno están ahora blanqueándose en las silenciosas arenas del Sahara, bajo el sol de África.

Dos suecos, Carl Jenssen y Sven Malbihn, después de pasarse tres años siguiendo pistas falsas, decidieron abandonar aquella aventura, cuando se encontraban al sur del Sahara, para dedicar sus esfuerzos a la más rentable empresa de robar marfil. No tardaron en hacerse célebres en una extensa región, por su crueldad implacable y por su insaciable voracidad: nunca se cansaban de apoderarse del marfil. Los indígenas los temían y los odiaban. Las autoridades de los gobiernos europeos en cuyas posesiones actuaban hacía tiempo que los buscaban, pero en su lento deambular hacia el norte, los dos suecos habían aprendido infinidad de cosas y conocían como la palma de la mano la tierra de nadie que se extendía al sur del Sahara, y que les brindaba la inmunidad de unas vías de escape que sus perseguidores ignoraban y que impedían la captura de la pareja de delincuentes. Las incursiones de éstos eran súbitas y centelleantes. Se apoderaban del marfil y se retiraban a las soledades del norte antes de que los vigilantes del territorio que saqueaban se percatasen de su presencia. No sólo mataban elefantes con despiadada efectividad, sino que también robaban el marfil de los indígenas. Componían sus huestes depredadoras más de un centenar de árabes renegados y esclavos negros, una banda de asesinos sin conciencia. No os olvidéis de Carl Jenssen y Sven Malbihn, gigantones suecos de barba amarilla, porque os los encontraréis más adelante.

Protegida por una sólida empalizada, la pequeña aldea parecía agazaparse, semioculta, en el corazón de la jungla, a orillas de un riachuelo inexplorado, tributario de un amplio río que desemboca en el Atlántico, no muy lejos de la línea del ecuador. Veinte chozas con techumbre a base de hojas de palma y aspecto de colmenas albergaban a la población negra, mientras que en el centro del claro media docena de tiendas de piel de cabra constituían el refugio de la veintena de árabes que, durante sus incursiones de rapiña o comercio, almacenaban los cargamentos que sus buques del desierto transportaban dos veces al año en su ruta hacia el norte, rumbo al mercado de Tombuctú.

Delante de una de las tiendas de los árabes jugaba una niña de unos diez años, de morena cabellera, ojos negros, tez de tonalidad avellana y porte en el que hasta el último centímetro rezumaba la gracia elegante de las hijas del desierto. Sus deditos se afanaban en la tarea de confeccionar una falda de hierba para la desaliñada muñeca que cosa de un par de años antes le había regalado un esclavo negro. La cabeza de la muñeca estaba tallada toscamente en marfil, mientras que el cuerpo era una piel de rata rellena de hierbas. Las piernas y los brazos estaban hechos con palitos de madera agujereados en un extremo para coserlos al torso de piel de rata. La muñeca era espantosamente fea, horrible y sucia como ella sola, pero a Meriem le parecía la cosa más bonita y adorable del mundo, lo cual no tenía nada de extraño puesto que era el único objeto sobre el que podía proyectar su confianza y su cariño.

Todos los seres con los que Meriem tenía contacto eran, casi sin excepción, indiferentes o crueles con ella. Ahí teníamos, sin ir más lejos, a la vieja bruja negra de la aldea a cuyo cargo estaba, Mabunu, desdentada, puerca y con un mal genio endiablado. No perdía ocasión de abofetear a la chiquilla e incluso de infligirle torturas menores, como pellizcarla o, como había hecho un par de veces, quemarle la tierna carne con carbones encendidos. Y luego estaba el jeque, su padre, al que la niña temía aún más que a Mabunu. A menudo la regañaba sin motivo, para rematar la reprimenda con bestiales palizas que dejaban el cuerpo de la criatura sembrado de cardenales y contusiones.

Pero cuando estaba sola Meriem era feliz, jugaba con Geeka, adornaba el pelo de la muñeca con flores silvestres o trenzaba cuerdas de hierba. Siempre estaba entretenida y siempre estaba cantando… cuando la dejaban en paz. Por mucho que se ensañaran con ella, ninguna crueldad parecía suficiente para extinguir su innata felicidad y la dulzura de su corazón. Sólo cuando el jeque se encontraba cerca, la niña se mantenía callada y abatida. El suyo era un miedo que a veces casi llegaba al terror histérico. También la asustaba la selva tenebrosa, la jungla inhumana que rodeaba el poblado, con sus monos parloteantes y sus aves chillonas durante el día y las fieras que rugían, gruñían y gemían por la noche. Sí, la selva la asustaba; pero temía al jeque hasta tal punto que por la infantil cabeza de Meriem había pasado muchas veces la idea de huir y adentrarse para siempre en aquella terrible espesura. Tal vez fuese preferible a seguir soportando el pánico cerval que le inspiraba su padre.

El jeque apareció de pronto, mientras la niña estaba sentada ante la tienda de piel de cabra de su padre, dedicada a confeccionar una falda de hierbas para Geeka. Al acercarse el jeque, la expresión de contento desapareció automáticamente del rostro de Meriem. Se encogió sobre sí misma y se apartó para quitarse del paso del anciano árabe de rostro curtido; pero no lo hizo con suficiente rapidez. El brutal puntapié del jeque la arrojó de bruces contra el suelo, donde se quedó inmóvil, temblorosa, pero sin derramar una sola lágrima. Luego, el hombre le dirigió una maldición al pasar y entró en la tienda. La bruja negra se estremeció de satisfacción, al tiempo que soltaba una carcajada y ponía al descubierto el único y amarillento colmillo que le quedaba aferrado a las encías.

Cuando tuvo la certeza de que el jeque ya había desaparecido, la niña se arrastró hasta la parte de la tienda donde daba la sombra, y allí permaneció muy quieta, mientras apretaba a Geeka contra su pecho y los sollozos agitaban su cuerpo a largos intervalos. No se atrevía a llorar de forma sonora porque eso atraería de nuevo sobre su cabeza las iras del jeque. La angustia de su corazón no era sólo la angustia de un dolor físico, sino una angustia infinitamente más patética: la de la falta del cariño que necesitaba su infantil corazón anhelante de ternura.

La pequeña Meriem apenas podía recordar otra existencia que la sufrida bajo la feroz crueldad del jeque y de Mabunu. En lo más recóndito de su memoria anidaba el difuminado y oscuro recuerdo de una madre cariñosa, pero Meriem ni siquiera estaba segura de que aquella confusa imagen no fuera un sueño de su propio deseo de unas caricias que nunca había recibido y que ella siempre prodigaba a su querida muñeca. Nunca hubo una niña tan mimada, tan malcriada como Geeka. Su madrecita, lejos de tratarla con el mismo rigor que volcaban sobre ella su padre y la bruja a cuyo cuidado estaba, siempre hacía gala de una indulgencia extraordinaria. Geeka recibía miles de besos diarios. A decir verdad, era un juego que la muñeca acogía de forma displicente, pero la madre no la castigaba nunca, por díscola que fuese la muñeca. En vez de castigarla, lo que hacía era acariciarla, influida su actitud amorosa por la patética ansia de cariño que la niña experimentaba.

Ahora, mientras oprimía a Geeka contra sí, los sollozos de Meriem fueron disminuyendo hasta que pudo controlar la voz y derramar el rosario de sus desdichas sobre la oreja de marfil de su única confidente.

—Geeka quiere a Meriem —susurró—. ¿Por qué el jeque, mi padre, no hace lo mismo y me quiere a mí? ¿Tan mala soy? Intento ser buena, pero no sé por qué me pega, así que no puedo decir qué es lo que hice para que se enfade. Me ha pegado una patada y me ha hecho mucho daño, ya lo viste, Geeka; pero yo sólo estaba sentada aquí, delante de la tienda, haciéndote una falda. Eso debe de ser malo, porque si no no me habría dado esa patada, ¿no te parece, Geeka? ¡Ah, querida! No sé, no sé qué hacer. Quisiera, Geeka, estar muerta. Los cazadores trajeron ayer el cuerpo del
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. El
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estaba completamente muerto. Ya no volverá a acechar sigilosamente a su presa. Su enorme cabeza y sus patas sobre las que cae la melena ya no aterrorizarán más a los animales que comen hierba y que acuden por la noche al vado a calmar la sed. Su rugido espantoso ya no hará temblar el suelo. El
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está muerto. Apalearon su cuerpo terriblemente cuando lo trajeron a la aldea; pero al
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no le importó. Ya no sentía los golpes, porque estaba muerto. Cuando yo esté muerta, Geeka, tampoco sentiré los golpes de Mabunu ni los puntapiés del jeque, mi padre… Entonces seré feliz. ¡Ah, Geeka, cómo quisiera haberme muerto ya!

Si Geeka consideraba la conveniencia de reconvenir a la niña, esa posible intención se vio abortada en seco por el escándalo de una discusión que había surgido al otro lado de las puertas de la aldea. Meriem aguzó el oído. La curiosidad propia de la infancia le inducía a salir corriendo hacia la entrada del poblado para enterarse de la causa de aquellas voces que se dirigían los hombres. Otros habitantes de la aldea se aproximaban ya en tropel hacia el punto donde sonaban los gritos. Pero Meriem no se atrevió a imitarlos. Tal vez el jeque estuviese allí y, en caso de que la viera, se apresuraría a aprovechar la ocasión de golpearla, de modo que Meriem continuó inmóvil, toda oídos.

Al acercarse el ruido comprendió que la multitud avanzaba calle arriba, en dirección a la tienda del jeque. Cautelosamente, la niña asomó la cabecita por la esquina de la tienda. No pudo resistir la tentación, porque la monotonía de la existencia en la aldea resultaba aburridísima y Meriem se perecía por cualquier distracción que alterase tanta uniformidad. Vio a dos desconocidos: dos hombres blancos. En aquel momento iban solos, pero al aproximarse, los comentarios de los indígenas que los rodeaban informaron a la niña de que habían dejado acampada fuera de la aldea una comitiva bastante numerosa. Iban a mantener una conferencia con el jeque.

El viejo árabe los recibió a la entrada de su tienda. Entornó los ojos perversamente mientras evaluaba a los recién llegados. Éstos se detuvieron ante él y se produjo un intercambio de saludos protocolario. Dijeron que el motivo de su visita era adquirir marfil. El jeque rezongó. No tenía marfil. Meriem se quedó boquiabierta. Sabía que en una choza próxima los colmillos de elefante se amontonaban hasta casi alcanzar el techo. Estiró el cuello un poco más para ver mejor a los dos desconocidos. ¡Qué blanca era su piel! ¡Qué amarillas eran sus pobladas y larguísimas barbas!

De súbito, uno de ellos volvió la vista en dirección a la niña. Meriem intentó retirarse, ya que le asustaban todos los hombres, pero aquél la vio. La niña notó que en el rostro del hombre había aparecido una expresión de sorpresa. El jeque también la advirtió y supuso cuál era el motivo.

—No tengo marfil —repitió—. No deseo comerciar. Váyanse. Ahora mismo.

Salió de la tienda y poco faltó para que empujase a los extranjeros hacia la puerta del poblado. En vista de que vacilaban, nada dispuestos a acatar la orden, el jeque los amenazó. Hubiera sido suicida desobedecer, así que los dos hombres dieron media vuelta, salieron de la aldea y regresaron de inmediato a su campamento.

El jeque se volvió hacia la tienda, pero en vez de entrar en ella la rodeó por la parte en que la pequeña Meriem estaba tendida en el suelo, asustadísima, junto a la pared de piel de cabra. El jeque se inclinó y la cogió por un brazo. Con un tirón brutal la puso en pie y a base de violentos empujones la obligó a entrar en la tienda. Una vez dentro, volvió a agarrarla y la golpeó con despiadada saña.

—¡Quédate aquí dentro! —farfulló—. ¡Nunca más dejes que los extranjeros vean tu cara! ¡La próxima vez que aparezcas delante de extranjeros, te mato!

Dio tan tremenda bofetada a la chiquilla que Meriem salió despedida y fue a caer en un rincón del fondo de la tienda, donde quedó tendida, mientras ahogaba los gemidos. El jeque, entretanto, recorría la tienda de un extremo a otro, al tiempo que rezongaba para sí. En cuclillas, junto a la entrada de la tienda, Mabunu murmuraba y reía entre dientes.

En el campamento de los desconocidos, uno de ellos hablaba apresuradamente con el otro.

—No te quepa la menor duda, Malbihn —decía—. Ni la más ligera sombra de duda. Pero lo que no entiendo, lo que me desconcierta es por qué ese miserable no ha reclamado la recompensa.

—Para un árabe hay cosas mucho más importantes que el dinero, Jenssen —explicó el otro—. La venganza es una de ellas…

—De todas formas hacerse con un poco del poder que proporciona el oro tampoco le hace daño a nadie —replicó Jenssen.

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