El hijo de Tarzán (4 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: El hijo de Tarzán
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En consecuencia, cuando llegó el momento de que el simio saliera de entre bastidores para corresponder a los aplausos del público, el domador indicó al animal el muchacho que casualmente era el único ocupante del palco. El enorme antropoide dio un salto formidable en el escenario y se plantó frente al chico, pero el domador se equivocó de medio a medio si esperaba provocar la hilaridad general con una ridícula demostración de pánico por parte del muchacho. Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Jack, al tiempo que apoyaba la mano en el velludo brazo de su visitante. El mono cogió al chico por ambos hombros y contempló su rostro larga e intensamente, mientras el chico le acariciaba la cabeza y le hablaba en voz baja.

Nunca había dedicado Ayax tanto tiempo al examen de una persona. Parecía perplejo y bastante excitado, en tanto farfullaba y murmuraba incomprensibles sílabas al muchacho, al que empezó a acariciar como su domador no le había visto hacerlo con nadie. El mono entró en el palco y se acurrucó junto a Jack. El público se lo estaba pasando en grande, pero aún se sintió más encantado cuando, transcurrido el entreacto, el domador intentó convencer a Ayax de que debía abandonar el palco. El mono ni se movía. El empresario empezó a impacientarse porque el espectáculo se retrasaba y apremió al domador para que acelerase las cosas. Pero cuando el adiestrador del simio entró en el palco, dispuesto a llevarse de allí al reacio Ayax, se encontró con que el mono le recibía enseñándole los dientes y emitiendo amenazadores gruñidos.

El respetable deliraba de alegría. Aclamaron al simio. Ovacionaron al muchacho. Abuchearon al domador y al empresario, que sin darse cuenta se había dejado ver en escena en su intento de echar una mano al domador.

Por último, reducido a un estado de profunda desesperación y con la certeza de que, si no ponía fin de inmediato a aquella muestra de rebeldía por parte de su valiosa pertenencia, cabía la posibilidad de que no pudiese volver a utilizar al animal en el futuro, el domador decidió tomar medidas drásticas. Era cuestión de dominar en seguida a Ayax y demostrarle de una vez por todas que no podía comportarse como le viniera en gana, de modo que el hombre se apresuró a ir a su camerino en busca de un convincente látigo. Con él en la mano, regresó al palco, pero cuando se aprestaba a enarbolarlo contra Ayax, se encontró con que tenía dos enfurecidos adversarios en vez de uno, porque el muchacho se puso en pie de un salto, agarró una silla y se colocó junto a su recién encontrado amigo, hizo causa común con él y se aprestó a defenderle. En el agraciado rostro de Jack ya no había asomo alguno de sonrisa. La expresión de sus grises pupilas detuvo en seco al domador. Además, junto al muchacho se erguía el gigantesco antropoide, que no dejaba de gruñir, listo para la lucha.

De no ser por la oportuna interrupción que se produjo entonces, lo que hubiera podido ocurrir sólo puede suponerse, si bien la actitud de los dos enemigos que tenía delante indicaba que el domador habría encajado una buena tunda. Eso en el mejor de los casos.

Con el semblante lívido, el criado entró precipitadamente en la biblioteca de lord Greystoke, para anunciar que la puerta del dormitorio de Jack estaba cerrada con llave y que pese a haber llamado repetidamente con los nudillos e incluso de haber gritado el nombre del muchacho no obtuvo más respuesta que un extraño repique y un rumor como del roce de alguien que se arrastrara por el suelo.

John Clayton subió de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera que llevaba al piso de arriba. Su esposa, así como el criado, corrieron detrás de él. Pronunció en voz alta el nombre de su hijo y, al no recibir contestación, lanzó contra la puerta toda la fortaleza de su enorme peso, respaldada por sus poderosos músculos, que no habían perdido un ápice de su vigor. Entre chasquidos de goznes que saltaban y madera que se astillaba, la pesada puerta cayó hacia el interior del cuarto.

Allí estaba el cuerpo del inconsciente señor Moore, sobre el cual cayó la hoja de madera con sordo crujido. Tarzán atravesó el hueco y segundos después la claridad de una docena de bombillas inundó la estancia de luz.

Tardaron varios minutos en descubrir el cuerpo del preceptor, ya que la puerta le cubría por completo. Por último, lo sacaron de debajo de la hoja de madera, le quitaron la mordaza, le cortaron las ligaduras y, tras aplicarle una generosa rociada de agua fría, consiguieron que recuperase el conocimiento.

—¿Dónde está Jack? —fue la primera pregunta de John Clayton. Luego, el recuerdo de Rokoff y el temor de que hubieran secuestrado al muchacho por segunda vez le indujo a preguntar—: ¿Quién hizo esto?

Lentamente, el señor Moore se levantó sobre sus vacilantes piernas. Su perdida mirada vagó por la estancia. Poco a poco fue recuperando la memoria y los desperdigados detalles de su reciente y angustiosa aventura afluyeron a su cerebro.

—Le presento mi dimisión, señor, irrevocable y con efecto inmediato —fueron sus primeras palabras—. Lo que necesita usted para su hijo no es un preceptor…, sino un domador de animales salvajes.

—Pero ¿dónde está? —exclamó lady Greystoke.

—Se ha ido a ver a
Ayax
.

A lord Greystoke le costó una barbaridad contener la sonrisa y, tras comprobar que el señor Moore estaba más asustado que herido, el aristócrata pidió su coche y partió hacia cierto conocido teatro de variedades.

El público se lo estaba pasando en grande…

III

Mientras el domador, enarbolado el látigo, titubeaba en la puerta del palco donde el muchacho y el simio le hacían frente, un caballero alto, de anchos hombros, lo apartó a un lado, pasó junto a él y entró en el palco. Los ojos de Jack se desviaron hacia el recién llegado y las mejillas del chico se sonrojaron levemente.

—¡Papá! —exclamó.

El mono echó un vistazo al lord inglés y al instante se precipitó hacia él mientras prorrumpía en un parloteo excitadísimo. Con los ojos desorbitados por el asombro, John Clayton pareció haberse convertido de pronto en estatua de piedra.

—¡Akut! —reconoció.

La mirada del desconcertado Jack fue del mono a lord Greystoke y luego otra vez de éste al simio. El domador se quedó con la boca abierta mientras escuchaba lo que siguió, porque de los labios del caballero inglés brotaron los sonidos guturales propios del lenguaje de los simios, a los que correspondía de idéntica manera el gigantesco antropoide que se había aferrado a él.

Y desde el punto que ocupaba entre bastidores, un anciano encorvado, de rostro espantosamente desfigurado, contemplaba atónito la escena que tenía lugar en el palco. Las facciones del viejo, marcadas por la viruela, se agitaban espasmódicamente y su expresión cambiaba de manera continua, en un despliegue de emociones cuya escala fue del regocijo al terror.

—Llevo mucho tiempo buscándote, Tarzán —dijo Akut. Ahora que te he encontrado iré a tu selva y me quedaré allí a vivir para siempre.

El hombre acarició la cabeza del simio. Por su cerebro pasaron a toda velocidad una serie de recuerdos que le devolvieron a las profundidades de la primitiva selva africana donde aquel gigantesco antropoide había luchado junto a él, hombro con hombro, años atrás. Con la imaginación vio de nuevo al negro Mugambi, que blandía su mortífera estaca, y junto a él, erizados los bigotes y al descubierto los colmillos, la terrible Sheeta. Inmediatamente detrás, casi empujando a la salvaje pantera, los aterradores simios de Akut. El hombre dejó escapar un suspiro. En su interior se agitaba una intensa nostalgia que le hacía anhelar la selva, un sentimiento que ya creía muerto. ¡Ah!, si pudiera volver a la jungla, aunque sólo fuera durante un mes, para sentir el roce de la enramada sobre la piel desnuda, olfatear el olor de la vegetación putrefacta, incienso y mirra que saludaba el nacimiento de la selva, percibir el subrepticio y silencioso movimiento de los grandes carnívoros que seguían su rastro; cazar y ser cazado; ¡matar! El cuadro era seductor. Pero a continuación venía otro: el dulce rostro de una mujer, joven y hermosa aún, amigos, un hogar, un hijo… Encogió sus anchos hombros.

—No es posible, Akut —dijo—, pero si deseas volver allí, trataré de que lo consigas. Aquí no serías feliz… y puede que allí no lo fuera yo.

El domador avanzó unos pasos. El mono enseñó los dientes y emitió un gruñido.

—Ve con él, Akut —aconsejó Tarzán de los Monos—. Mañana vendré a verte.

Tétrico, de mala gana, el animal regresó junto al domador. Éste, al preguntárselo John Clayton, dijo dónde podía encontrarlos. Tarzán se dirigió a su hijo.

—¡Vamos! —instó, y ambos abandonaron el teatro.

Hasta haber entrado en la limusina, transcurridos varios minutos, ninguno de ellos habló. Luego, el chico rompió el silencio.

—El mono te conocía —comentó— y conversasteis en el lenguaje de los simios. ¿Cómo es que te conocía y cómo aprendiste su lenguaje?

Entonces, por primera vez, Tarzán de los Monos contó a su hijo el modo en que vivió sus años iniciales: su nacimiento en la selva, la muerte de sus padres y el modo en que Kala, la gran simia, le amamantó y le crió desde la infancia hasta casi la edad adulta. También le explicó los peligros y horrores de la jungla, le habló de las fieras que acechaban día y noche, de los periodos de sequía y las temporadas de lluvias torrenciales, del hambre y el frío, del intenso calor, de la desnudez, el miedo y el sufrimiento. Le habló asimismo de todo lo que pudiera parecer más espantoso a un ser civilizado, con la esperanza de que, al tener conocimiento de ello, el chico desterraría de su imaginación el inherente deseo de ir a la selva. Sin embargo, eran precisamente las cosas que a Tarzán le gustaba evocar, las que hacían que recordase que era precisamente la vida en la jungla lo que adoraba. Al referir todo aquello, sin embargo, olvidaba un detalle —un detalle fundamental—: que el muchacho que estaba junto a él, todo oídos, era el hijo de Tarzán de los Monos.

Una vez el chico estuvo en la cama —sin sufrir el castigo con el que se le había amenazado—, John Clayton contó a su esposa los acontecimientos de la velada, sin olvidarse de añadir que había explicado al muchacho las circunstancias de su vida, la vida de Tarzán de los Monos, en la selva. Lady Greystoke ya contaba desde mucho tiempo atrás con que llegaría un momento en que habría que informar a su hijo de aquellos años terribles que pasó el padre vagando por la selva, desnudo, como una depredadora fiera salvaje. La mujer se limitó a sacudir la cabeza y a confiar, vana esperanza, en que la atracción que aún seguía arraigada con enorme fuerza en el pecho del padre no se hubiera transmitido al hijo.

Tarzán fue al día siguiente a ver a Akut, pero aunque Jack le suplicó que le permitiera acompañarle, el chico no se salió con la suya. Aquella vez Tarzán vio al dueño del mono, pero en aquel individuo picado de viruelas no reconoció al astuto Paulvitch de otra época. A instancias de Akut, que no cesaba en sus ruegos, Tarzán planteó la cuestión de la compra del mono, pero Paulvitch se abstuvo de fijar precio alguno y a lo más que llegó fue a decir que consideraría el asunto.

Al volver a casa, Tarzán se encontró a Jack excitado e impaciente por enterarse de los detalles de la visita de su padre. El mozalbete acabó por sugerir que John Clayton comprase el mono y lo trasladara al domicilio de la familia. Sugerencia que horrorizó a lady Greystoke. El chico insistía. Tarzán explicó entonces que había querido comprar a Akut para devolverlo a su selva natal, idea ante la que la señora asintió con la cabeza. Jack solicitó de nuevo permiso para ir a ver al mono, pero su petición fue rechazada de plano. No obstante, el chico recordaba las señas que el domador diera a Tarzán y, dos días después, aprovechó la primera ocasión que tuvo de dar esquinazo al nuevo preceptor —el que había sustituido al aterrado señor Moore— y tras una complicada búsqueda por un barrio de Londres en el que nunca había estado, dio con el maloliente antro que ocupaba el anciano picado de viruelas. El viejo en persona respondió a la llamada de los nudillos de Jack, y cuando éste manifestó que había ido allí a ver a Ayax, Paulvitch abrió la puerta y le dejó pasar al cuartucho que el anciano compartía con el gigantesco simio. En otro tiempo, Paulvitch había sido un granuja melindroso, con ínfulas de elegante, pero diez años de espantosa vida en la selva, entre los caníbales de África, habían eliminado de sus costumbres todo vestigio de pulcritud. Vestía ropas arrugadas y llenas de lamparones. Sus manos estaban sucias y el pelo era un escaso puñado de greñas despeinadas. La habitación era un revoltijo de caótico y asqueante desorden. Cuando Jack entró, el mono estaba acurrucado encima de la cama, cuya ropa formaba una pelota de sábanas cochambrosas y cobertores pestilentes. Al ver al chico, el simio saltó al suelo y avanzó arrastrando los pies. Paulvitch no había reconocido al muchacho y, temiendo que el simio tuviera intención de lastimarlo, se interpuso entre ellos y ordenó al mono que volviese a la cama.

—No me hará daño —exclamó Jack—. Somos amigos y antes fue amigo de mi padre. Se conocieron en la jungla. Mi padre es lord Greystoke. No sabe que he venido. Mi madre me lo prohibió, pero yo quería ver a Ayax y estoy dispuesto a pagarle a usted para que me permita venir a visitarlo de vez en cuando.

Paulvitch había entornado los párpados al oír la identidad del chico. En cuanto vio a Tarzán, desde las bambalinas del teatro, en el entorpecido cerebro del ruso había empezado a alentar el ansia de venganza. Es característico de los débiles y de los criminales atribuir a los demás las desgracias resultantes de su propia perversidad, de modo que nada tiene de extraño que Alexis Paulvitch, al ir recordando los acontecimientos de su vida pasada, fuese cargando las culpas de sus desdichas y del fracaso de los diversos planes que urdieron contra su pretendida víctima precisamente sobre el hombre al que Rokoff y él intentaron empecinadamente perder y asesinar.

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