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Authors: Alfred Bester

El hombre demolido

BOOK: El hombre demolido
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El hombre demolido, publicada en 1953, es una novela de ciencia ficción del escritor estadounidense Alfred Bester, ganadora del primer premio Hugo en 1953. El libro está ambientado en el siglo XXIV. Los viajes espaciales se han convertido en algo corriente y existen colonias humanas en Marte, Venus y los satélites principales de los planetas exteriores. La telepatía es una de sus temáticas centrales, y en el universo de ficción es normal que los personajes puedan comunicarse de esa manera, aunque algunos lo logren con mayor efectividad que otros. La novela utiliza asimismo jeroglíficos y contiene elementos premonitorios del cyberpunk.

Alfred Bester

El hombre demolido

Premio Hugo 1953

ePUB v1.0

Doña Jacinta
21.10.11

Título original:
The Demolished Man

Traducción: Manuel Figueroa

©1953, Alfred Bester

©1956, Ediciones Minotauro

I.S.B.N.: 84-450-7117-3

Esta edición epub fue llevada a cabo utilizando una versión digitalizada del año 1956 (editorial Minotauro) junto con una versión en papel del año 1971 (también de la editorial Minotauro) como consulta.

En la inmensidad del universo no hay nada nuevo, nada distinto. Lo que puede parecer excepcional para la mente diminuta del hombre es quizás inevitable para el ojo infinito de Dios. Este instante raro, ese acontecimiento insólito, oportunidades y encuentros…, todo puede repetirse en el planeta de un sol cuya galaxia gira una vez cada doscientos millones de años y que ya ha girado nueve veces.

Hay y ha habido mundos y culturas sin fin, y todos con la orgullosa ilusión de ser únicos en el espacio y el tiempo. Ha habido innumerables hombres con la misma megalomanía; hombres que se creían únicos, irreemplazables, irreproducibles. Habrá más…, infinitamente más. Ésta es la historia de una época semejante, y de un hombre semejante… El hombre demolido.

1

¡Explosión! ¡Conmoción! Las puertas de la bóveda saltan. Y adentro, muy adentro, el dinero está amontonado, listo para el pillaje, la rapiña, el saqueo. ¿Quién es ése? ¿Quién está en el interior de la bóveda? ¡Oh, Dios! ¡El hombre sin cara! Me mira. Me espía. Silencioso. Horrible. Corre… Corre…

Corre…, o perderás el neumático para París y aquella muchacha exquisita de rostro de flor y figura de pasión. Hay tiempo si corres. Pero este que está en la puerta no es el guardián. ¡Oh, Cristo! El hombre sin cara. Me mira. Me espía. Silencioso. No grites. Deja de gritar.

Pero no grito. Canto en un escenario de mármol centelleante, mientras sube la música y brillan las luces. Pero no hay nadie en el anfiteatro. Un enorme pozo oscuro…, vacío, con un único espectador. Silencio. Me mira. Me espía. El hombre sin cara.

Y esta vez se oyó el grito.

Ben Reich se despertó.

Inmóvil en la cama hidropática, con el corazón agitado, paseó los ojos por la habitación, simulando una calma que no podía sentir. Los muros de jade verde, la lámpara en el interior del mandarín de porcelana (cuya cabeza se movía afirmativamente, interminablemente, si alguien llegaba a tocarlo), el reloj múltiple, que daba la hora de tres planetas y seis satélites; la cama misma, una pileta de cristal con glicerina carbonatada y una temperatura de treinta y siete grados centígrados.

La puerta se abrió suavemente, y Jonas apareció en la oscuridad: una sombra en traje de dormir, una silueta con cara de caballo, y unos modales de empresario de pompas fúnebres.

–¿Otra vez? –preguntó Reich.

–Sí, señor Reich.

–Fuerte.

–Muy fuerte, señor. Y con mucho miedo.

–Malditas sean tus orejas de asno –gruñó Reich–. Nunca tengo miedo.

–No, señor.

–Vete.

–Sí, señor. Buenas noches, señor.

Jonas dio un paso atrás y cerró la puerta.

–¡Jonas! –gritó Reich.

El valet volvió a aparecer.

–Lo siento, Jonas.

–No tiene importancia, señor.

–Sí, la tiene. –Reich le sonrió con amabilidad–. Te estoy tratando como a un pariente. No te pago bastante por ese privilegio.

–Oh, sí, señor.

–La próxima vez que te grite, grítame tú. ¿Por qué voy a divertirme solo?

–Oh, señor Reich.

–Hazlo y te aumentaré el sueldo. –Otra vez aquella sonrisa–. Eso es todo, Jonas. Gracias.

–Gracias a usted, señor.

El valet se retiró.

Reich se levantó de la cama y se envolvió en una toalla ante el espejo de caballete, practicando la sonrisa.

–Elige a tus enemigos –murmuró.

Miró la imagen: los hombros anchos, el talle estrecho, las piernas largas y nudosas, la lisa cabeza de ojos separados, la nariz cincelada y la boca pequeña y sensitiva, cicatrizada por la implacabilidad.

–¿Por qué? –se preguntó–. No cambiaría mi suerte por la del diablo. No cambiaría mi posición por la de Dios. ¿Por qué esos gritos?

Se puso una bata y miró descuidadamente el reloj, como si no estuviera interpretando el panorama horario del sistema solar con una habilidad inconsciente que habría sorprendido a sus antecesores. En las esferas se leía:

A. D. 2301

VENUS

Día solar medio 22

Mediodía + 09

LA TIERRA

15 de febrero

02.05 Greenwich

MARTE

35 de duodiciembre

22.20 Sirtes Central

LUNA

2D3H

IO

1D1H

GANÍMEDES

6D8H

(en eclipse)

CALISTO

13D12H

TITÁN

15D3H

(en tránsito)

TRITÓN

4D9H

Noche, mediodía, verano, invierno… Casi sin pensar, Reich podía haber obtenido la hora y la estación de cualquier meridiano de cualquier cuerpo del sistema. Aquí, en Nueva York, una mañana desapacible de invierno sucedía a una desapacible noche de pesadillas. Reich podía concederse unos pocos minutos de análisis con un psiquiatra ésper. Esos gritos tenían que cesar.

–E por ésper –murmuró–. Ésper por percepción extrasensorial.
[1]
Por telépatas, adivinadores del pensamiento, espías de la mente. Has creído que un médico lector del pensamiento podía parar los gritos. Has creído que un doctor en medicina ésper se guardaría el dinero, miraría dentro de tu cabeza y pararía los gritos. Se supone que esos condenados adivinadores del pensamiento son el mayor adelanto desde que la evolución produjo al Homo Sapiens. E por evolución. ¡Bastardos! ¡E por explotación!

Abrió la puerta de par en par, temblando de furia.

–¡Pero no tengo miedo! –gritó–. Nunca tengo miedo.

Corrió por el pasillo, golpeando con sus sandalias el piso de plata, ke-tat-ke-tat. Ke-tat-ke-tat, indiferente al sueño del personal doméstico, sin importarle que a esa hora de la mañana aquel seco ruido despertase doce corazones al odio y al temor. Abrió de par en par la puerta de la habitación de su analista, entró y se echó en el sofá.

Carson Breen, doctor ésper 2, estaba ya despierto y esperándolo. Como analista al servicio de Reich, el médico dormía el «sueño de las
nurses
»
en rapport
con su paciente, y despertándose sólo cuando éste lo necesitaba. Aquel único grito le había bastado. Estaba ahora al lado del sofá, elegantemente vestido con una túnica recamada (obtenía por su trabajo veinte mil créditos anuales) y muy atento (su empleador era generoso, pero exigente).

–Adelante, señor Reich.

–El hombre sin cara otra vez –gruñó Reich.

–¿Pesadillas?

–Vamos, chupasangre piojoso, mire y descúbralo. No. Lo siento. Fue algo infantil. Sí, pesadillas de nuevo. Yo estaba tratando de robar un banco. Luego traté de tomar un tren. Luego alguien cantaba. Yo, me parece. Estoy describiéndole las escenas del mejor modo posible. Creo que no olvido nada. –Hubo un largo silencio. Al fin Reich estalló–: ¿Y bien? ¿Descubre algo?

–¿Insiste en que no puede identificar al hombre sin cara, señor Reich?

–¿Y cómo podría hacerlo? Nunca lo vi del todo. Sólo sé que…

–Creo que podría. Pero no quiere.

–Escuche –exclamó Reich con una furia culpable–. Le pago veinte mil. Si sólo puede hacer afirmaciones idiotas…

–¿Lo dice de veras, señor Reich, o es parte del síndrome de angustia?

–No siento angustia –gritó Reich–. No tengo miedo. Nunca… –Se detuvo comprendiendo que era inútil seguir vociferando mientras aquella mente hábil se sumergía en el torrente de palabras.

–Está equivocado, de cualquier manera –dijo con mal humor–. No sé quién es. Es un hombre sin cara. Eso es todo.

–Rechaza usted los puntos más importantes, señor Reich. Y los necesitamos. Vamos a probar con algunas asociaciones. Sin palabras, por favor. Piense, nada más. Robo…

–Joyas - relojes - diamantes - acciones - títulos - esterlinas - falsificación – cheque - dilema…

–¿Qué era eso último?


Un desliz mental. Pensaba en diademas…, coronas, coronas de joyas…

–No fue un desliz. Fue una corrección significativa; o, por lo menos, un cambio. Continuemos. Neumático…


Longitud – coche – compartimentos – aire – acondicionado…
Esto no tiene sentido.

–Lo tiene, señor Reich. Un chiste fálico. Reemplace «aire» por «heredero»
[2]
y se dará cuenta. Continúe, por favor.

–Ustedes, los mirones, son demasiado listos. Veamos.
Neumático – tren – subterráneo – aire comprimido – velocidad supersónica. «Transportamos a usted a los transportes», lema de…, ¿cómo demonios se llama esa compañía? No puedo recordarlo. ¿De dónde me ha venido esa idea?

–Del preconsciente, señor Reich. Otra prueba y comenzará a comprender. Anfiteatro…

–Asiento – foso – palcos – sillas de montar– caballos marcianos – pampas marcianas…

–Ahí lo tiene, señor Reich, Marte. En los últimos seis meses ha tenido usted noventa y siete pesadillas con el hombre sin cara. Éste ha sido su constante enemigo, su burlador, la causa de su terror en unos sueños que tienen tres denominadores comunes…, las finanzas, los transportes y Marte. Una y otra vez… El hombre sin cara, y las finanzas, los transportes y Marte.

–No le veo ningún significado.

–Tiene que darse cuenta, señor Reich. Usted podría identificar a esa figura terrible. ¿Por qué, si no, trataría de escapar rechazando su cara?

–Yo no la rechazo.

–Tiene usted dos pistas: esa palabra alterada: «dilema», y el nombre olvidado de esa compañía que se anuncia así: «Transportamos a usted…».

–Ya le he dicho que no sé quiénes. –Reich se levantó bruscamente del sofá–. Sus pistas no sirven. No puedo identificarlo.

–El hombre sin cara no lo asusta a usted porque le falte la cara. Usted sabe quién es. Usted lo odia y lo teme, pero sabe quién es.

–Usted es el investigador. Dígamelo.

–Mi capacidad tiene sus límites, señor Reich. No puedo leer más sin alguna ayuda.

–¿Qué quiere decir? Es usted el mejor médico ésper que he encontrado. Si…

–No lo dice de veras, señor Reich. Ha alquilado usted, deliberadamente y para protegerse a sí mismo en esta emergencia, a un modesto médico de segunda clase. Y aquí tiene usted el resultado de sus precauciones. Si desea que esos gritos cesen, tendrá que consultar a los más importantes… Augustus Tate, por ejemplo, o Gart, o Samuel @kins.

BOOK: El hombre demolido
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