Read El hombre demolido Online
Authors: Alfred Bester
–¿Puede dominarse? ¿Puede disimular su pensamiento?
–Tengo una canción en la cabeza y bastantes dificultades como para que el trabajo del disimulo se convierta en un placer. Bueno, ahora apártese, y vaya a espiar a María Beaumont.
Chervil estaba solo, comiendo junto a la fuente, interpretando con torpeza su papel de convidado.
–Pip –dijo Reich.
–Pop –dijo Chervil.
–Bum –dijo Reich.
–Bam –dijo Chervil.
Cuando terminaron con la informalidad de moda, Reich se sentó cómodamente junto al muchacho.
–Yo soy Ben Reich.
–Y yo Gally Chervil. Quiero decir… Galen.
El nombre de Reich había impresionado visiblemente al joven.
Tensión, compresión y comienza
…
–Esa maldita musiquita –murmuró Reich–. La oí el otro día por primera vez. No me la puedo sacar de la cabeza. María sabe que es usted un intruso, Chervil.
–¡Oh, no!
Reich hizo un signo afirmativo.
Tensión…
–¿Me escaparé?
–¿Sin el cuadro?
–¿También sabe usted eso? Entonces hay un telépata en la casa.
–Dos. Los secretarios sociales. Se encargan de gente como usted.
–¿Dónde estarán los cuadros, señor Reich? Tengo cincuenta créditos en marcha. Usted sabe lo que significa una apuesta. Es usted un juga…, quiero decir, un financista.
–Por suerte no soy un telépata, ¿eh? No importa. No me siento ofendido. ¿Ve aquel arco? Crúcelo y doble a la derecha. Encontrará un estudio. Las paredes están cubiertas de retratos de María, todos en piedra sintética. Haga su trabajo. Ella no notará la falta.
El muchacho se incorporó de un salto, desparramando comida.
–Gracias, señor Reich. Algún día le devolveré este favor.
–¿Cómo?
–Se sorprenderá. Ocurre que soy… –El muchacho calló enrojeciendo–. Ya lo descubrirá, señor. Gracias otra vez.
Chervil comenzó a alejarse zigzagueando hacia el estudio.
Cuatro, señor; tres, señor; dos, señor; ¡uno!
Reich volvió a su sitio.
–Pícaro –le dijo María–. ¿Con quién has estado? ¡Le arrancaré los ojos!
–Con el joven Chervil –respondió Reich–. Me preguntó dónde guardabas los cuadros.
–¡Ben! ¡No se lo habrás dicho!
–Claro que sí. –Reich mostró los dientes–. En este momento estará robándote uno. Luego se irá. Ya sabes que soy muy celoso.
María saltó del sofá y partió hacia el estudio.
–Bam –dijo Reich.
A las once, el rito de la cena había llevado a los concurrentes a un estado en el que eran imprescindibles la soledad y las sombras. María Beaumont no había fallado nunca antes a sus invitados, y Reich esperaba que no fallaría tampoco esta noche. Tenían que jugar a la sardina. Lo supo mejor cuando Tate volvió del estudio con instrucciones precisas para localizar al oculto DʼCourtney.
–No sé cómo lo consiguió usted –murmuró Tate–. Irradia usted sed de sangre en todas las frecuencias TP. DʼCourtney está en la casa. Solo. Sin sirvientes. Sólo hay dos guardianes que le ofreció María. @kins tenía razón. Está muy enfermo.
–Me importa un comino. Ya lo voy a curar. ¿Dónde está?
–Entre por el arco del oeste. Doble a la derecha. Suba las escaleras. Doble otra vez a la derecha. Galería de cuadros. La puerta entre los cuadros del rapto de Lucrecia y del rapto de las sabinas.
–Algo típico.
–Abra la puerta. Unos escalones llevan a la antecámara. Hay dos guardias ahí. DʼCourtney está dentro. Es el cuarto matrimonial construido por su abuelo.
–¡Dios! Usaré ese cuarto. Lo casaré con la muerte. Y lo haré de veras, mi pequeño Gus. No diga que no.
El Cadáver Dorado comenzó a reclamar atención. Con la cara encendida y brillante, envuelta en una luz rosa, de pie en el tablado entre las dos fuentes, María golpeó las manos pidiendo silencio. El ruido de las palmas húmedas resonó en los oídos de Reich: Muerte. Muerte. Muerte.
–¡Queridos! ¡Queridos! ¡Queridos! –gritó la mujer–. Vamos a divertirnos mucho esta noche. Nosotros mismos serviremos de entretenimiento.
De los invitados brotó un débil gemido, y una voz alcoholizada exclamó:
–Sólo soy una turista.
En medio de las risas, María dijo:
–Pícaros enamorados, no os desilusionéis. Vamos a jugar a un maravilloso y viejo juego, y vamos a jugarlo en la oscuridad.
Los concurrentes gritaron alegremente mientras las luces comenzaban a apagarse. El tablado seguía encendido y María sacó a la luz un manchado volumen. El regalo de Reich.
Tensión…
María volvió las páginas lentamente, parpadeando ante las desacostumbradas letras impresas.
Compresión…
–Es un juego –gritó María– llamado sardina. ¿No es adorable?
Ha tragado el anzuelo. Ya está lista. Dentro de tres minutos seré invisible.
Reich se palpó los bolsillos. El revólver. La rodopsina.
Tensión, compresión y comienza la disensión
.
–Un jugador –leyó María– hace de sardina. Ése seré yo. Se apagan todas las luces, y la sardina se esconde en cualquier lugar de la casa. –Mientras María luchaba con las instrucciones, el enorme vestíbulo quedó totalmente a oscuras, con la sola excepción de aquella luz rosada del escenario.
–Los jugadores que encuentren a la sardina se esconden con ella, y el último, el perdedor, se queda vagando en la oscuridad. –María cerró el libro–. Y, queridos, le tengo lástima al perdedor, pues vamos a jugar a este gracioso juego de un modo nuevo y maravilloso.
Mientras se desvanecían las luces del tablado, María se despojó de su túnica y exhibió su asombroso desnudo, milagro de la cirugía neumática.
–¡Vamos a jugar así a la sardina! –gritó.
Se apagaron las últimas luces. Sonaron unas risas alborozadas y algunos aplausos, seguidos por el murmullo multiplicado de las ropas. De cuando en cuando, el ruido de una rasgadura, y unas sordas exclamaciones, y otra vez risas.
Reich era al fin invisible. Tenía media hora para deslizarse en el interior de la casa, descubrir y matar a DʼCourtney, y volver al juego. Tate estaba encargado de mantener a los secretarios fuera de la línea de ataque. No había peligro. La única molestia había sido el joven Chervil. Había tenido que correr aquel riesgo.
Cruzó el vestíbulo principal y atravesó a empellones el arco del oeste. Entró en la sala de música y dobló a la derecha, buscando a tientas los escalones.
Al pie de las escaleras se extendía una barrera de cuerpos octópodos que quisieron atraparlo. Trepó por los escalones, diecisiete eternos escalones, y se metió en un pasillo estrecho, de paredes de terciopelo. De pronto alguien lo abrazó.
–Hola, sardina –le murmuró la joven en el oído. La piel desnuda advirtió la presencia de las ropas.
–Oh –dijo la mujer y sintió la dureza del revólver en el bolsillo del pecho–. ¿Qué es esto?
Reich le apartó la mano de un golpe.
–Vamos, sardina –rió la mujer–. Sal de la lata.
Reich se liberó de aquel brazo golpeándose la nariz contra la pared del fondo del pasillo. Dobló a la derecha, abrió una puerta y se encontró en una galería abovedada de unos quince metros de largo. Las luces estaban apagadas, pero los cuadros fosforescentes, iluminados por las lámparas ultravioletas, llenaban la galería con un resplandor virulento. No había nadie.
Entre una vívida Lucrecia y una horda de mujeres sabinas, había una puerta de bronce pulido. Reich se detuvo ante ella, sacó del bolsillo trasero el pequeño ionizador de rodopsina y trató de tomar el cubo de cobre con el pulgar y el índice. Las manos le temblaban violentamente. La furia y el odio hervían en él, y su sed de sangre proyectaba imagen tras imagen de un moribundo DʼCourtney.
–¡Cristo! –gritó–. Lo que me ha hecho. Me ha clavado los dedos en la garganta. Estoy luchando por mi vida.
Hizo sus oraciones en fanáticos múltiplos de tres y nueve.
–No me abandones, querido Cristo. Hoy, mañana y ayer. ¡No me abandones! ¡No me abandones! ¡No me abandones!
Ya no le temblaban los dedos. Tomó la cápsula de rodopsina y abrió de par en par la puerta de bronce. Nueve escalones llevaban a la antecámara. Reich golpeó con el pulgar el cubo de cobre como si estuviese arrojando una moneda a la luna. Mientras la cápsula volaba hacia la antecámara, desvió los ojos. Una fría luz púrpura iluminó la escena. Reich subió a saltos los escalones, como un tigre. Los dos guardias estaban sentados en un banco. Tenían unos rostros inexpresivos, la visión destruida, el sentido del tiempo anulado.
Si entraba alguien y descubría a los guardias iría derecho a la demolición. Si los guardias revivían enseguida, iría derecho a la demolición. De cualquier modo, era una partida final contra la demolición. Dejando a sus espaldas los últimos restos de cordura, Reich abrió la puerta enjoyada y entró en la cámara nupcial.
Reich se encontró en una habitación esférica, diseñada como el corazón de una orquídea gigante. Los muros eran rizados pétalos de orquídea, el piso era un cáliz dorado; las sillas, las mesas y la cama tenían el color de las orquídeas y el oro. Pero la habitación era vieja. Los pétalos estaban descascarados y marchitos, y en el piso de oro se resquebrajaban las losas. Había un viejo acostado en la cama, mustio y macilento, como una hierba seca. Era DʼCourtney, estirado como un cadáver. Reich cerró de un golpe la puerta, con furia.
–No estás muerto, bastardo –estalló–. No puedes estar muerto.
El hombre, desfallecido, alzó la cabeza, miró a Reich y se incorporó dolorosamente, insinuando una sonrisa.
–Todavía estás vivo –gritó Reich alborozado.
DʼCourtney dio unos pasos hacia Reich, sonriendo, con los brazos extendidos, y como saludando a un hijo pródigo. Alarmado, otra vez, Reich gruñó:
–¿Estás sordo?
El viejo sacudió la cabeza.
–Hablas inglés –gritó Reich–. Puedes oírme. Puedes entenderme. Soy Reich. Ben Reich, de Monarch.
DʼCourtney movió la cabeza, afirmativamente, sonriendo. Movió los labios. Le brillaron los ojos de pronto llenos de lágrimas.
–¿Pero qué demonios te pasa? Soy Ben Reich. ¡Ben Reich! ¿No me conoces? Contéstame.
DʼCourtney sacudió la cabeza y se señaló la garganta. Movió otra vez los labios. Se oyó un ronco sonido, y luego palabras, tenues, tenues como el polvo:
–Ben… Querido Ben… He esperado tanto. Ahora… No puedo hablar. La garganta… No puedo hablar.
DʼCourtney volvió a abrir los brazos, acercándose a Reich.
–¡Eh! No te acerques, idiota.
Colérico, Reich caminó alrededor de DʼCourtney como un animal, con la piel erizada, el crimen hirviéndole en la sangre.
La boca de DʼCourtney formó unas palabras:
–Querido Ben…
–Sabes a qué he venido. ¿Qué pretendes? ¿Hacerme el amor? –Reich se rió–. Viejo rufián… ¿Quieres ablandarme?
Alzó una mano y la dejó caer. El viejo retrocedió, tambaleándose, y cayó sentado en un asiento del color de una orquídea y parecido a una herida abierta.
–Óyeme… –Reich siguió a DʼCourtney y comenzó a gritar incoherentemente–: estoy cobrándome muchos años de sufrimiento. Y ahora pretendes robarme con un beso de Judas. ¿Presenta el criminal la otra mejilla? Si es así, abrázame, hermano asesino. Besa a la muerte. Enséñale a la muerte el amor. Enséñale la piedad, y la vergüenza, y la sangre, y… No. Espera. Yo… –Reich calló de pronto y sacudió la cabeza como un toro que quisiera librarse de un cabestro de pesadilla.
–Ben –murmuró DʼCourtney horrorizado–. Escucha, Ben…
–Has estado matándome durante diez años. Había lugar para los dos. Monarch y DʼCourtney. Todo el lugar que uno quisiera, en el tiempo y el espacio. Pero querías mi sangre, ¿eh? Mi corazón. ¡Tener mis entrañas en tus manos piojosas! ¡El hombre sin cara!
DʼCourtney sacudió la cabeza, aturdido:
–No, Ben. No…
–No me llames Ben. No soy tu amigo. La semana pasada te di la última oportunidad, como para que te convirtieras en un hombre decente. Yo, Ben Reich, te pedí un armisticio. Mendigué la paz. Una unión. Rogué como una mujer llorona. Si mi padre viviese me escupiría a la cara. Todos los Reich, los luchadores, me habrían ensuciado la cara con su desprecio. Pero te pedí la paz. ¿No es así? –Reich sacudió violentamente a DʼCourtney–. Contéstame.
DʼCourtney, pálido, lo miraba fijamente. Al fin murmuró:
–Sí. Me pediste… Y acepté.
–¿Qué dices?
–Acepté. Lo había esperando tanto. Acepté.
–¡Aceptaste!
DʼCourtney hizo un signo afirmativo. Sus labios dibujaron unas letras:
–WWHG.
–¿Qué? ¿WWHG? ¿Aceptación?
El viejo volvió a mover la cabeza afirmativamente.
Reich se retorció de risa.
–El viejo mentiroso de siempre. WWHG significa rechazo. Negativa. Guerra.
–No, Ben. No…
Reich se agachó y levantó en vilo a DʼCourtney. El viejo era endeble y liviano, pero Reich sintió que se le doblaba el brazo, y que la vieja piel le quemaba los dedos.
–Así que quieres guerra, ¿eh? Hasta la muerte.
DʼCourtney sacudió la cabeza, e intentó algún ademán.
–Nada de uniones, nada de paz. La muerte. Eso es lo que eliges, ¿eh?
–Ben… No.
–¿Te rendirás?
–Sí –suspiró DʼCourtney–. Sí, Ben. Sí.
–Mentiroso. Sucio y viejo mentiroso. –Reich se rió–. Eres terrible. Lo veo muy bien. Protección mimética. A eso recurres. Te haces el idiota para atrapar a tus víctimas. No te servirá de nada conmigo. Nunca.
–No soy tu enemigo… Ben.
–No –escupió Reich–. No lo eres, pues estás muerto. Estás muerto desde que entré en este ataúd de orquídea. ¡Hombre sin cara! ¡Puedes oír mis gritos por última vez! ¡Estás terminado!
Reich sacó rápidamente el revólver del bolsillo del pecho. Tocó la lengüeta metálica y el revólver se abrió como una flor de acero rojo. DʼCourtney emitió un débil gemido, y retrocedió, horrorizado. Reich lo alcanzó enseguida. DʼCourtney se retorció entre las garras de Reich, con el rostro suplicante, los ojos vidriosos y húmedos. Reich lo tomó por la nuca, retorciéndole la cabeza. Tenía que dispararle dentro de la boca para tener éxito.
En ese mismo instante uno de los pétalos de la orquídea se hizo a un lado, y una muchacha semidesnuda entró en la habitación. Enceguecido por la sorpresa, Reich alcanzó a ver el fondo del pasillo: la puerta abierta de un dormitorio, y a la muchacha, vestida únicamente con una susurrante túnica de seda echada sobre los hombros, el cabello rubio y suelto, los ojos abiertos y alarmados… Un fugaz relámpago de salvaje belleza.