Read El hombre demolido Online
Authors: Alfred Bester
–¿Desea, señor?
–Hola, Jerry.
Sin alzar los ojos, Church extendió una mano. Reich trató de tomarla. La mano se retiró con rapidez.
–No –dijo Church, con un gruñido que era en parte una risa histérica–. Eso no, gracias. Muéstreme lo que quiere empeñar.
El telépata había tendido una trampita, y Reich había caído en ella.
No tenía importancia.
–No tengo nada que empeñar, Jerry.
–¿Está tan pobre? Hasta dónde pueden caer los poderosos. Pero no es increíble, ¿no es cierto? Todos caen algún día. Todos. –Church miró a Reich de costado tratando de leer sus pensamientos. Dejemos que lo intente, se dijo Reich.
Tensión, compresión y comienza la disensión.
Dejemos que trate de saltar sobre esa loca y machacante melodía.
–Todos caemos –dijo Church–. Todos.
–Así lo espero, Jerry. Yo no he caído todavía. He tenido suerte.
–Yo sí –murmuró el telépata–. Me encontré con usted.
–Jerry –dijo Reich con paciencia–. Nunca te di mala suerte. Tú mismo te arruinaste. No…
–Condenado bastardo –dijo Church con una voz horriblemente suave–, condenado devorador de basura. Ojalá se pudra en vida. Fuera de aquí. No quiero nada de usted. ¡Nada! ¿Entiende?
–¿Ni siquiera dinero? –Reich sacó del bolsillo unos deslumbrantes soberanos y los colocó sobre el mostrador. Fue un toque sutil. A diferencia del crédito, el soberano era la moneda del hampa.
Tensión, compresión y comienza la disensión…
–Su dinero menos que nada. Quisiera verlo despedazado. Quisiera que los gusanos le comiesen ahora mismo los ojos. Pero no su dinero.
–¿Qué quieres entonces, Jerry?
–¡Ya se lo dije! –gritó el telépata–. ¡Ya se lo dije! Maldito piojoso.
–¿Qué quieres, Jerry? –repitió Reich fríamente, con los ojos clavados en aquella mustia figura.
Tensión, compresión y comienza la disensión.
Aún podía dominar a Church. No importaba que Church fuera un segundo. El dominio no era cuestión de telepatía. Era cuestión de personalidad.
Ocho, señor; siete, señor; seis, señor…
Siempre lo había dominado…, siempre podría dominar a Church.
–¿Qué quiere usted? –preguntó Church de pronto.
Reich resopló.
–Tú eres el telépata. Dímelo.
–No sé –murmuró Church al cabo de un rato–. No puedo leerlo. Hay una música rara que lo confunde todo…
–Entonces te lo diré yo. Quiero un revólver.
–¿Un qué?
–Un revólver. Re-vól-ver. Un arma antigua. Arroja proyectiles por explosión.
–No tengo nada parecido.
–Sí, lo tienes, Jerry. Keno Quizzard me lo dijo hace ya algún tiempo. Lo vio aquí. De acero y desarmable. Muy interesante.
–¿Para qué lo quiere?
–Léeme, Jerry, y descúbrelo. No tengo nada que ocultar. Se trata de algo muy inocente.
Church retorció la cara, y al fin renunció con un gesto de disgusto.
–No vale la pena –murmuró y se perdió entre las sombras. Se oyó el distante golpear de unos cajones metálicos. Church volvió con un cilindro de acero cubierto de manchas y lo colocó sobre el mostrador, junto al dinero. Apretó un botón y la masa metálica se abrió en unos anillos articulados…, revólver y estilete. Arma de fuego y cuchillo…, la quintaesencia del crimen.
–¿Para qué lo quiere? –preguntó Church.
–Supones que podrías chantajearme, ¿eh? –Reich sonrió–. Lo siento. Es un regalo.
–Un regalo peligroso. –El desterrado telépata volvió a mirar a Reich de costado, con una risa que era un gruñido–. La ruina para algún otro, ¿eh?
–Nada de eso, Jerry. Un regalo para un amigo, el doctor Augustus Tate.
–¡Tate! –Jerry lo miró fijamente.
–¿Lo conoces? Colecciona cosas viejas.
–Lo conozco. Lo conozco. –Church cloqueó como un asmático–. Pero estoy conociéndolo mejor. Estoy comenzando a tenerle lástima. –Dejó de reír y lanzó una mirada penetrante hacia Reich–. De veras será un regalo magnífico para Gus. Un regalo perfecto. Pues está cargado.
–¡Oh! ¿Está cargado?
–Oh, sí. Está cargado. Con cinco hermosas balas. –Church volvió a emitir aquella risita–. Un regalo para Gus. –Tocó la punta metálica. Un cilindro se abrió a un costado del revólver mostrando cinco cámaras, con cinco cartuchos de bronce. Church alzó los ojos de los cartuchos y miró a Reich–. Cinco colmillos de serpiente para Gus.
–Te dije que era algo inocente –dijo Reich con voz dura–. Tendremos que arrancar esos colmillos.
Church lo miró con asombro. Se alejó trotando por el corredor y volvió con dos herramientas pequeñas. Separó de un tirón y con rapidez las balas de los cartuchos. Volvió a colocar las inocuas cápsulas en las cámaras, metió el cilindro en su sitio y puso el revólver al lado del dinero.
–Ningún peligro –dijo alegremente–. Ningún peligro para el querido y pequeño Gus. –Miró a Reich, expectante. Reich extendió las dos manos. Con una empujó el dinero hacia Church. Con la otra asió el revólver. En ese momento Church volvió a cambiar, abandonando aquel aire de divertida locura. Sus garras férreas se apoderaron de las muñecas de Reich, y se inclinó sobre el mostrador. Tenía los ojos brillantes.
–No, Ben –dijo llamando a Reich por su nombre por vez primera–. No es ése el precio. Ya lo sabes. A pesar de esa loca canción que te suena en la cabeza sé que lo sabes.
–Muy bien, Jerry –dijo Reich, serenamente, sin soltar el revólver–. ¿Cuál es el precio? ¿Cuánto?
–Quiero que me reincorporen –dijo Church–. Quiero volver al gremio. Quiero volver a vivir. Ése es el precio.
–¿Y qué puedo hacer yo? No soy un telépata. No pertenezco al gremio.
–Sabes cómo, Ben. Tienes medios. Puedes llegar al gremio. Puedes lograr que me reincorporen.
–Imposible.
–Puedes comprar, chantajear, intimidar…, exaltar, enceguecer, fascinar. Puedes hacerlo, Ben. Ayúdame. Yo te ayudé una vez.
–Pagué muy caro esa ayuda.
–¿Y yo? ¿Qué pagué yo? –gritó Church–. ¡Pagué con mi vida!
–Pagaste con tu estupidez.
–Por Dios, Ben. Ayúdame o mátame. Es como si ya estuviera muerto. No tengo coraje para suicidarme.
Pasó un rato y al fin Reich dijo brutalmente:
–Creo que lo que más te conviene, Jerry, es el suicidio.
El telépata se echó hacia atrás como si lo hubiesen tocado con un hierro candente. Unos ojos vidriosos miraron a Reich desde un rostro magullado.
–Dime el precio –dijo Reich.
Con toda deliberación Church apartó el dinero y alzó hacia Reich una mirada llena de odio.
–No te cobraré nada –dijo, y dándose vuelta desapareció entre las sombras del altillo.
Hasta ser destruida, por razones que la brumosa confusión del siglo veinte había ocultado, la estación de Pennsylvania, en Nueva York, fue, aunque millones de viajeros no lo hubieran advertido, un eslabón en el tiempo. El interior de la gigantesca terminal era una réplica de los fastuosos baños romanos de Caracalla. La enorme mansión de madame María Beaumont, conocida por sus íntimos enemigos como el Cadáver Dorado, era algo semejante. Mientras Ben Reich bajaba deslizándose por la rampa del este, con el doctor a su lado y el crimen en el bolsillo, el mundo exterior llegaba hasta él en un
stacatto
de sensaciones. La vista de los huéspedes en el piso bajo… El brillo de los uniformes, de los vestidos, de la carne fosforescente, de los rayos de luz suave en las piernas delgadas y largas…
Más tensión, dijo el tensor…
El sonido de las voces, la música, los anunciantes, los ecos…
Tensión, compresión y co…
El maravilloso popurrí de cuerpos, perfumes, comidas, vinos y dorada ostentación…
Tensión, compresión…
Las trampas doradas de la muerte… De algo, por Dios, que faltaba desde hacía setenta años… Un arte olvidado… Olvidado como la flebectomía, la quimiurgia, la alquimia… Resucitaré la muerte. No el asesinato precipitado e insensato de los psicópatas o los pendencieros… sino ese otro, normal, deliberado, planeado a sangre fría…
–¡Por Dios! –murmuró Tate–. Tenga cuidado, hombre. Está exhibiendo su crimen.
Ocho, señor; siete, señor…
–Así es mejor. Aquí viene uno de los secretarios ésper. Busca intrusos. Siga cantando…
Un joven delgado y cimbreante, todo efusivo, todo rubio y rapado, de blusa violeta y pantalones de plata, exclamó:
–¡Doctor Tate! ¡Señor Reich! Me dejan sin habla. No sé qué decirles. ¡Adelante! ¡Adelante!
Seis, señor; cinco, señor…
María Beaumont surgió de la multitud, con los brazos abiertos, la mirada abierta, el pecho desnudo y abierto…, el cuerpo transformado, gracias a la cirugía neumática, en una exagerada figura indonesia de caderas hinchadas, pantorrillas hinchadas y pechos hinchados del color del oro. Reich veía en ella un pornográfico mascarón de proa… El famoso Cadáver Dorado.
–¡Ben, amorosa criatura! –María lo abrazó con una intensidad neumática, apretando la mano de Reich contra su pecho–. Es demasiado, demasiado maravilloso.
–Es demasiado, demasiado plástico, María –le murmuró Reich en el oído.
–¿Has encontrado aquel millón?
–Acabo de poner las manos sobre él, querida.
–Ten cuidado, mi audaz amante. Estoy grabando toda esta fiesta divina.
Reich echó una mirada a Tate, por encima del hombro de la mujer. Tate lo tranquilizó sacudiendo la cabeza.
–Ven y que te presente a todos –dijo María. Lo tomó de un brazo–. Más tarde tendremos siglos para nosotros.
Las luces en las aristas del techo abovedado cambiaron otra vez y alteraron el espectro. Los trajes tomaron otro color. La carne anacarada brillaba ahora con una majestuosa luminiscencia.
En el flanco izquierdo de Reich, Tate hizo la señal consabida: ¡Peligro! ¡Peligro! ¡Peligro!
Tensión, compresión, y comienza la disensión. Bis. Tensión, compresión y comienza la disensión…
María se acercaba a otro joven, todo efusivo, todo rapado, de blusa rojiza y pantalones azul Prusia.
–Larry Ferar, Ben. Mi otro secretario social. Larry se moría por conocerte.
Cuatro, señor; tres, señor…
–¡Señor Reich! Estoy demasiado emocionado. No sé qué decirle.
Dos, señor; ¡uno!
El joven aceptó la sonrisa de Reich y se alejó. Tate, dando vueltas, en su papel de escolta, tranquilizó a Reich con un breve movimiento de cabeza. Las luces del cielo raso volvieron a cambiar. Los trajes de los invitados parecieron disolverse en algunas partes. Reich, que nunca había sucumbido a la moda de usar ropas con ventanas ultravioletas, siguió amparado por su traje oscuro observando con desprecio cómo se movían los ojos, rápidamente, buscando, apreciando, comparando, deseando.
Tate hizo la señal: ¡Peligro! ¡Peligro! ¡Peligro!
Más tensión, dijo el tensor…
Junto a María apareció un secretario.
–Señora –balbuceó–, un pequeño contratiempo.
–¿Qué pasa?
–El joven Chervil. Galen Chervil.
Tate torció la cara.
–¿Qué pasa con él? –María miró la multitud.
–A la izquierda de la fuente. Un impostor, señora. Lo he examinado. No tiene invitación. Es un estudiante. Apostó a que podría colarse en la reunión. Pretende robarle un cuadro como prueba.
–¡Oh! –dijo María mirando las ventanas del traje de Chervil–. ¿Qué piensa de mí?
–Bueno, señora, es extremadamente difícil saberlo. Creo que querría robarle algo más que ese cuadro.
–Oh, ¿sí? –cacareó María encantada.
–Sí, señora. ¿Lo echamos?
–No. –María miró una vez más al musculoso joven y comenzó a alejarse–. Tendrá su prueba.
–Y no tendrá que robarla –dijo Reich.
–¡Celoso! ¡Celoso! –graznó la mujer–. Vamos a cenar.
Reich se apartó ante el urgente llamado de Tate.
–Reich, tiene que abandonar su proyecto.
–¿Qué demonios…?
–El joven Chervil.
–¿Qué hay con él?
–Es un segundo.
–¡Maldición!
–Es precoz, brillante. Lo conocí en casa de Powell, el domingo pasado. María Beaumont nunca recibe a telépatas. Yo he entrado sólo gracias a usted. Mis planes dependían de eso.
–¡Y tenía que colarse este joven mirón! ¡Maldita sea!
–Abandone, Reich.
–Quizá pueda mantenerme alejado.
–Reich, puedo bloquear a los secretarios. Son sólo terceros. Pero no garantizo poder vérmelas con ellos y un segundo a la vez… aunque éste sea sólo un muchacho. Quizá Chervil esté demasiado nervioso para leer algo. Pero no puedo estar seguro.
–No renunciaré –gruñó Reich–. No puedo. No volveré a tener otra oportunidad como ésta. Aunque pudiese tenerla, no renunciaría. No puedo. Siento ya el olor de DʼCourtney y…
–Reich, nunca podrá…
–No discuta. Seguiré adelante. –Reich volvió una cara ceñuda hacia Tate–. Sé que está usted buscando una excusa para librarse de esto, pero no se librará. Estamos juntos, y juntos seguiremos hasta la demolición.
Reich transformó su cara torcida en una sonrisa helada y se sentó junto a su anfitriona en un sofá instalado ante una mesa. Hombres y mujeres acostumbraban alimentarse unos a otros, pero lo que había tenido como origen una cortesía oriental era ahora una manía erótica. Los bocados de comida eran ofrecidos a menudo entre los labios. El vino era saboreado con un beso.
Reich lo toleró todo con una hirviente impaciencia, esperando la palabra vital de Tate. Parte del trabajo secreto del telépata consistía en localizar el escondite de DʼCourtney. Reich observó cómo el menudo Tate se metía entre la multitud de invitados, sondeando, espiando, buscando. Al fin volvió moviendo negativamente la cabeza y señalando a María Beaumont. No había otra fuente de información, pero la mujer estaba tan excitada que no se la podía sondear con facilidad. Otra de esas interminables crisis con que tiene que luchar el instinto del asesino, pensó Reich. Se incorporó y se dirigió hacia la fuente. Tate le salió al paso.
–¿Qué va a hacer, Reich?
–¿No es evidente? Voy a hacer que María olvide a ese joven Chervil.
–¿De qué modo?
–¿Hay más de un modo?
–En nombre de Dios, Reich, no se acerque a ese muchacho.
–Salga de mi camino. –Reich irradió una ola de salvaje decisión que hizo retroceder al telépata. Tate volvió a repetir la señal de peligro y Reich trató de dominarse–. Corro un riesgo, lo sé; pero no tan peligroso como usted cree. Ante todo Chervil es joven y tímido. En segundo lugar, es un intruso y está asustado. Y por último, no está volando con todas sus turbinas, o no habría permitido que los secretarios lo examinasen tan fácilmente.