—Ha sido una gran desgracia —oyó que le decía la vecina—. Hizo mucho bien en el barrio.
Sejemjet le dio las gracias y se despidió para entrar en casa de la hechicera. Todo parecía estar tal y como él lo recordaba, y cuando se acercó hacia el camastro de la anciana, se imaginó su cuerpo menudo, sin vida, tendido sobre él. Había muerto sola, aunque tenía la certeza de que eso no le había importado. En realidad, Heka había vivido sola toda su vida, pues su mundo mágico y sutil no podía ser compartido con nadie más.
Ella se fue en paz, estaba seguro, y también de que aun en semejantes momentos no le guardaba ningún rencor a la cobra que le había inoculado su veneno mortal.
Se sentó al borde la cama y dejó vagar su vista por la habitación. Heka se había ido para siempre, y la estancia se asomaba a sus ojos carente de vida, como si ella también se hubiera marchado con sus recuerdos.
Sejemjet reparó entonces en un papiro enrollado sobre una mesita cercana. Tenía una cinta atada en derredor, y él alargó la mano para cogerlo. Parecía una carta y enseguida comprendió que debía haber sido escrita hacía tiempo. Con manos temblorosas deshizo el nudo de la cinta y desenrolló el papiro. En él había escritas unas pocas líneas, y con emoción contenida el joven se dispuso a leerlas:
Hijo mío, cuando leas estas palabras yo ya habré pasado por el Tribunal de los Justos. Espero que la pluma de Maat pese más que mis pecados, y mi corazón resulte ligero en el contrapeso. Para una vieja como yo, acabar devorada por Ammit sería lo peor que le pudiera pasar, aunque tengo confianza en que esto no ocurra. La muerte no debe asustarnos si se ha vivido en armonía con lo que nos rodea y hemos sido respetuosos con las leyes de la tierra que nos alimentó. Las riquezas no importan, pues son vacuos espejismos en los que desarrollar la vanidad y el egoísmo. Una vez que se consiguen no se dejan compartir con facilidad, y ello hace que veamos la realidad distorsionada. Tú no padecerás tales situaciones pues es tu corazón el que te dará el dolor y también la felicidad. Aunque desesperes por los acontecimientos y aborrezcas a todos los dioses de Egipto, algún día te llegará, pues a la postre los dioses también son propensos a la piedad con aquellos con los que se han cometido injusticias. Recuerda que el amanecer se anuncia siempre al final de la noche, y que yo estaré con él para alumbrarte cuando no veas. Lo poco que dejo en Kemet es para ti. Dispón de ello como mejor te convenga, y no olvides que siempre te amé como a un verdadero hijo. El recogerte fue mi mejor acción.
HEKA
Sejemjet lloraba como un niño, y sus lágrimas eran tan abundantes y su pena tan grande que al poco aquéllas habían empapado el papiro con el que Heka se despedía de él. Sin poder evitarlo lo estrujó contra su pecho, y su corazón desbordó sus emociones más profundas. De nuevo se arrepentía de no haber pasado más tiempo junto a aquella anciana a la que quería como a una madre. Su rostro ajado, surcado por infinitas arrugas, desaparecía para siempre como si en realidad hubiera sido un suspiro del que ya sólo su corazón podría acordarse. —Heka... —murmuró entre sollozos. Luego alisó con cuidado el viejo pergamino y lo volvió a enrollar con parsimonia para dejarlo sobre la mesita, en el mismo lugar donde lo había encontrado. Después salió de la casa dispuesto a que los embalsamadores la prepararan como correspondía. Heka tendría el mejor funeral posible.
Pasó el mes de
parmute
, el cuarto de la estación de
Peret,
la siembra, y los campos de Egipto se preparaban para recibir a
Shemu,
el momento más esperado en el que se recogería el fruto de los esfuerzos de todo un año. La vida se abría paso de nuevo desde la generosidad de una tierra que llevaba milenios alimentando a todo un pueblo, y las gentes sonreían alborozadas sin poder ocultar su alegría ante la proximidad de la cosecha. El ciclo natural volvía a producirse, y ellos se sentían bendecidos.
Sejemjet mostraba un talante difícil de imaginar. Hosco y malhumorado, sentía que vivía en una especie de vacío en el que se encontraba desubicado, como si su misma esencia se hubiera diluido en él. No sabía hacia dónde se dirigía, y la eterna espera en la que se había acomodado su amor le parecía insufrible.
Durante más de un mes había sido asiduo de las citas clandestinas, de las noches tenebrosas, de los lugares apartados, de los frondosos palmerales... Siempre oculto, persiguiendo una intimidad que no era más que una quimera con la que dejarse engañar. Su amor nunca podría alcanzar la libertad mientras estuvieran en Egipto, y el tiempo sólo lograba que su enemigo resultara aún más formidable.
En aquellas noches en las que hubiera deseado que todo se detuviera para siempre, amó a Nefertiry con la pasión desbocada de quien lo hace por última vez. Sus besos y caricias ya no le saciaban y sólo cuando Ra apuntaba por el horizonte y ella se iba dejándolo extenuado, Sejemjet notaba una cierta paz, más producto de sus ansias colmadas que de la tranquilidad de su espíritu.
La princesa le repetía una y otra vez que debía confiar en ella, que la solución se hallaba próxima, y que dentro de poco vivirían felices en Kemet, la tierra que les correspondía y a la que no debían renunciar nunca.
—Soy princesa de las Dos Tierras —le decía—, y no podré abandonarlas jamás.
Sejemjet miraba para otro lado, pues bien conocía la tozudez de la princesa. Él nunca había sentido una especial devoción por Hathor, y últimamente tenía el presentimiento de que la diosa del amor era poco de fiar. Por todo ello, cuando una mañana fue reclamado al palacio, sintió que sus ánimos se desperezaban y que su confianza regresaba de nuevo a él ante la perspectiva de incorporarse a su nuevo destino como
kenyt nesw.
Mehu, el oficial superior al mando de los valientes del rey, lo había llamado a su presencia, y Sejemjet acudió sin dilación, como era natural en él. El hecho de que sintiera una profunda antipatía por Mehu no fue óbice para que se presentara ante él con renovadas ilusiones.
El oficial adjunto al faraón lo tuvo esperando un buen rato, y cuando ordenó que le hicieran pasar se mantuvo durante unos minutos examinando unos documentos que tenía sobre la mesa. Luego, como si decidiera de repente que ya era el momento, los apartó y se reclinó en su silla para mirar a Sejemjet. A Mehu todavía le dolían los bastonazos que había recibido años atrás en las pantorrillas, y seguramente le dolerían toda la vida. Mas el destino, siempre caprichoso, había dispuesto una insospechada posibilidad con la que resarcirse. Que Sejemjet era un soldado valiente ya lo sabía él, pero jamás hubiera imaginado que esa bravura acabaría poniendo al joven
tay srit
a sus órdenes. Mehu estaba satisfecho, aunque su semblante se cuidara mucho de manifestar tal emoción, pues lucía tan adusto y desagradable como de costumbre. Junto a él y tumbada en el suelo, había una hiena, animal por el que el oficial sentía verdadera fascinación, a la que le daba pequeños pedazos de carne de vez en cuando.
—Todavía no ha comido hoy —dijo por todo saludo, señalando al animal—. Echa de menos Retenu y la carne asiática.
Sejemjet no se inmutó, pero Mehu le dedicó una sonrisa espeluznante.
—Como supongo que ya sabes —continuó el oficial—, yo soy el responsable de las tropas de élite del dios, a las cuales tú has sido elevado. No hay como tener un escriba que pueda ser capaz de ver las cualidades de un soldado, ¿verdad?
El joven continuó sin moverse y no dijo nada. Por una vez estaba dispuesto a evitar las provocaciones.
—He de confesarte que en un principio me sorprendió que no fuera Djehuty quien te propusiera, aunque después de pensarlo mejor, tampoco me extrañara. Todos los que conocemos bien al general sabemos de su proverbial filantropismo.
Tras decir aquello, Mehu lanzó una carcajada que a Sejemjet le sonó grosera. Luego volvió a acomodarse.
—Dicen que eres de pocas palabras, lo cual me satisface. Sobre todo porque así no tendrás la tentación de discutir mis órdenes, sean las que sean. Los
kenyt nesw
las cumplen sin rechistar, sin pararse a decidir si son o no convenientes. En el cuerpo del que ahora formas parte tu vida no tiene ningún valor. De hecho estás aquí para darla cuando se te ordene. La defensa del dios y sus intereses deben ser tu única preocupación, y si una lanza enemiga amenaza con alcanzar el cuerpo del faraón, tu obligación será la de interceptarla como si fueras su escudo. Es un gran honor que espero sepas apreciar.
Mehu se detuvo un momento para beber de una copa que había sobre la mesa, y acto seguido continuó.
—Particularmente te diré que creo que hay soldados con más merecimientos que tú para estar aquí, pero al parecer has hecho buenos amigos, y no me estoy refiriendo ahora al noble Hor, o a nuestro amado Djehuty.
Sejemjet se quedó confundido, ya que no entendía a quién se refería el oficial.
—¿Te sorprenden mis palabras? —apuntó Mehu con satisfacción—. Aquí sabemos todo lo que atañe a nuestros soldados. Digamos que los secretos no existen.
—Como tú bien dices, los secretos no existen —contestó Sejemjet con frialdad.
El oficial lo miró de arriba abajo sin ocultar su antipatía.
—Te seré sincero, Sejemjet. Tenía planes para ti, buenos planes, sin duda —señaló lanzando una carcajada—. Pero ese destino del que antes te hablé me ha obligado a cambiarlos. A veces ocurren estas cosas. —Ahora Sejemjet lo miraba con atención—. Has de saber que has sido elegido para una misión de suma importancia con la que el dios te hace un honor que no creo que merezcas.
—Como bien dijiste antes, estoy aquí para cumplir las órdenes.
—Podríamos decir que los intereses de Kemet estarán en tus manos —continuó Mehu haciendo caso omiso de las palabras del joven—. Que serás responsable de un servicio de suma importancia en el que no habrá lugar para las equivocaciones.
El joven no comprendía adónde quería llegar el oficial, pero se abstuvo de preguntarle nada.
—Muy bien —prosiguió Mehu al ver que Sejemjet permanecía en silencio—. Como ya sabes, nuestra política en el Oriente Próximo está dirigida al mantenimiento de nuestras posesiones para garantizar el adecuado flujo tributario hacia Egipto. Kemet es ahora rico, pero lo será mucho más cuando Retenu quede pacificado por completo. Sin duda ésta no es una tarea fácil. Conoces perfectamente la belicosidad de los viles asiáticos, y su permanente inclinación a levantarse contra el faraón. Por ello, el Toro Poderoso está decidido a desarrollar una táctica de alianzas con determinados príncipes a fin de pacificar el territorio por otros medios distintos de los que hemos estado empleando. En su infinita sabiduría, el dios ha concebido la idea de tomar por esposas a tres hijas del príncipe de Tunip. Nuestras diferencias con esta ciudad han sido constantes, y emparentar con su señor puede ser una solución para acabar con los habituales levantamientos que allí tienen lugar. El gran Menjeperre, vida, salud y prosperidad le sean dadas, ha dispuesto que estas tres princesas pasen a formar parte del gineceo real, y tú te encargarás de que lleguen sanas y salvas.
Sejemjet se quedó perplejo al escuchar aquello, y no pudo disimular su confusión.
—No se parece a nada de lo que has hecho hasta ahora, ¿verdad? —apuntó Mehu al ver la cara que ponía—. Como comprenderás, tú no estarás al mando de la operación, aunque sí de las tropas que escoltarán a la comitiva hasta Kemet. Elegirás ciento cincuenta hombres, y tu vida poco valdrá si algo les ocurriera a las princesas. Ah, se me olvidaba, el primer heraldo del rey, Amunedjeh, será quien encabece la comitiva real. Le obedecerás en todo aquello que resulte conveniente para el buen éxito de la empresa. Partiréis en unos días y deberéis estar de vuelta para la estación de
Ajet.
Ésta es toda la información que precisas. Ahora puedes irte.
Así fue la conversación que mantuvieron aquellos dos hombres; uno manifestó su inquina con sus palabras, y el otro con su silencio, aunque entre ellos no hiciera falta aclarar lo que ya sabían.
Cuando Mehu se quedó solo, anduvo de acá para allá recorriendo la estancia pensativo. A pesar de no haber disimulado lo que sentía por aquel joven, percibía cómo su propia frustración lo invitaba a la cólera. Él era un hombre de acción, pero su posición destacada, tan cercana al monarca, lo obligaba a mantener posturas más conciliadoras dentro de la corte, o al menos a no exteriorizar su mal carácter. Ser considerado como «los ojos del rey» no era algo que estuviera al alcance de cualquiera. Tutmosis lo había elegido como persona de confianza, y él le rendía una fidelidad absoluta.
Sin embargo, en aquel asunto poco había tenido que ver el faraón. El dios se había limitado a delegar en su persona la elección de los soldados que acompañarían a su embajada. No había sido él quien recomendara a Sejemjet, sino otro a quien no tuvo más remedio que escuchar.
Mehu se sorprendió cuando un día se encontró en palacio con el segundo profeta de Amón, que venía de visitar a la princesa Beketamón. Pareció algo casual, aunque enseguida comprendiera que estaba lejos de serlo. Kaemheribsen, que así se llamaba, le pidió un poco de su tiempo, y en un aparte le habló acerca del interés que el templo de Karnak tenía en el futuro tratado con el príncipe de Tunip. Acoger a sus tres hijas en el harén real suponía un importante paso para mantener la paz en la zona y Amón estaría muy satisfecho si así ocurriera. Había muchos intereses por medio, le dijo con suavidad, y dada la importancia de la embajada le preguntó si no sería adecuado mandar a alguien de toda confianza al frente de la escolta militar. En el templo habían oído hablar de las hazañas de un gran guerrero, al parecer invencible, que atendía al nombre de Sejemjet. Kaemheribsen le aseguró que el primer profeta se había quedado estupefacto al escuchar aquel nombre, pues no era corriente aunque sí poderoso, y que lo había trasladado al oráculo para que el dios se manifestase. La respuesta del padre Amón fue clara, y en ella expresaba su confianza en el soldado; éste era grato a sus ojos, y al punto el sumo sacerdote le había pedido que, aprovechando su visita a palacio, le transmitiera los deseos del Oculto, aquel cuyo poder estaba por encima de los hombres, para ver si podían ser satisfechos.
Mehu se quedó sin palabras, pero se cuidó mucho de parecer descortés o dar una negativa a aquel hombre. Él sabía de la enorme influencia que el clero de Amón ejercía sobre el país, y del poder que acumulaba cada día. El Toro Poderoso mantenía una relación con la que buscaba un cierto equilibrio de poderes y un reconocimiento especial hacia Karnak, con quien esperaba contar incondicionalmente.