Al comandante del batallón de Kush, los escarmientos a los que era tan aficionado el gigantesco portaestandarte le parecían bien. En cierta forma lo liberaba de problemas, ya que le garantizaba una política sin concesiones. Tener un soldado como aquél, capaz de enfrentarse con quien fuese, era más de lo que pudiera desear cualquier oficial. El virrey se encontraba satisfecho, y mientras Neni estuviese contento, a él le iría muy bien. Hacía tiempo que aquel poderoso guerrero debía haber sido recompensado por sus acciones, mas el comandante se había cuidado mucho de mostrar ningún gesto en su favor. Sejemjet estaba marcado, y el comandante no arriesgaría su futuro por él. Era mejor dejar que el Jepeshy corriera su propia suerte. Él era útil en las minas y en los lindes del desierto, y lo más prudente era procurar que continuara allí.
Al segundo año de encontrarse en Nubia, Menjeperre decidió visitar su territorio. Como era costumbre en él, Tutmosis se sintió animado a extender un poco más su frontera meridional. Tal y como había ocurrido en su campaña asiática, cuando cruzó el Éufrates, el dios avanzó hasta Kurgus, cerca de la quinta catarata, donde su abuelo ya había erigido una estela conmemorativa. El faraón levantó otra junto a la de su antepasado, y decidió que en adelante ésa sería la frontera más meridional de Kemet.
Kurgus era un lugar inhóspito y casi deshabitado, situado junto al Nilo, en el árido desierto de Bayuda, al que era difícil llegar incluso navegando por el río. Constituía, por tanto, una frontera natural envidiable para Egipto, y por ello Tutmosis regresó a Napata satisfecho, dispuesto a honrar a su padre Amón en el templo que él había ordenado construir. Con los siglos, Napata y Karnak quedarían hermanadas por su culto al dios Amón, para hacer patente el gran poder que detentaba su clero.
Sejemjet estuvo frente a Tutmosis con ocasión de la revista que el faraón pasó a sus tropas en Buhen. Sus miradas se cruzaron un instante, para luego seguir su propio camino. Sejemjet no experimentó ninguna sensación especial, ni siquiera de rencor u odio; el dios formaba parte de ese humo en el que se habían convertido sus recuerdos, y como tal se desvaneció al instante.
Al año siguiente le llegó la noticia de que la reina Sitiah había muerto, y al poco supo que su hijo el príncipe Amenemhat también había fallecido. El dios había tomado a Meritre-Hatshepsut como nueva gran esposa real, y ahora era el pequeño príncipe Amenhotep el heredero de su trono. Cambiaban los actores, pero para Sejemjet la representación seguía siendo la misma.
La política del faraón en Siria continuó necesitando de sus continuas intervenciones. Cada año era precisa una nueva campaña para someter a los príncipes levantiscos, aunque las uniones matrimoniales de la casa real con las princesas locales comenzaran a dar sus frutos, y las acciones de guerra se hicieran más puntuales. Pero los límites de imperio no se rebasaron, y el Éufrates quedó definitivamente como la frontera más septentrional del poder de Kemet.
Hasta en ocho ocasiones más enviaría Tutmosis a sus ejércitos para consolidar su poder en Asia; mientras tanto, Sejemjet marchaba por los desolados caminos que conducían a la rica zona minera de Ibhet, donde se habían recrudecido los conflictos con los nehesiu, el pueblo nómada que habitaba en las colinas próximas al mar Rojo, y que acostumbraba a penetrar hacia el interior para dificultar la explotación de los yacimientos de oro.
Para el gran guerrero, matar nehesiu poco tenía de glorioso, aunque él apenas se detuviera en tales consideraciones. La gloria no le importaba, y la vida y la muerte estaban separadas por un margen que a veces ocupaba tan sólo un suspiro. Daba lo mismo fenecer en uno de los solitarios caminos que conducían a las minas que caer en la noche, bajo la tienda, por culpa de la ira de Sejmet, aquella que trae las enfermedades. En ocasiones, Sejemjet llegó a pensar que su misión entre los vivos era la de despachar sus almas. Quizá fuera un heraldo de Anubis, tal y como alguien apuntara ya una vez. En ese caso su existencia tendría algún sentido, pues era imposible comprender si no por qué su espada se hallaba siempre teñida de sangre.
Hubo un tiempo en el que su sola presencia era suficiente para que los nómadas huyeran despavoridos. Con él avanzaba la muerte, y todo el territorio de Kush lo sabía.
Sejemjet también realizó labores de vigilancia en las rutas caravaneras. Los comerciantes gritaban alborozados cada vez que lo veían, pues su presencia les garantizaba seguridad para las valiosas mercaderías que transportaban. Hubo quien, incluso, llegó a crear ciertos lazos de amistad con el guerrero, al que todos procuraban agasajar pues era muy respetado.
También la fama de su espada curva se hizo leyenda entre las gentes del desierto. Para ellos no había nada mejor que una buena historia contada junto al fuego del campamento, y Sejemjet resultó ser fuente inagotable de ellas. Él acabó con muchas de las bandas de ladrones que atacaban las caravanas y cuando, tras acompañarlas hasta su destino, su imponente figura se perdía en el horizonte con su destacamento, los mercaderes lo bendecían agradecidos. Aquel guerrero nada tenía que ver con los demás, y la tierra que lo había visto nacer bien hubiera podido determinar que perteneciera a otra especie; quizás a la del cocodrilo, o seguramente a la del león.
* * *
El tiempo discurrió para Sejemjet sin que éste llegara a tener una plena percepción de ello. La ausencia en la que se había instalado su ánimo lo invitaba al abandono, y no albergaba ningún deseo de que esto cambiara, pero a los ocho años de encontrarse en Nubia los dioses, siempre caprichosos, decidieron que su tiempo en las tierras del sur estaba cumplido. Ellos eran así, sinuosos y ciertamente inescrutables, ya que sus designios no daban lugar a réplica, y llegaban de improviso, aunque fuera de la mano del hombre.
Una mañana se presentó un emisario en la ciudad de Tombos, en cuya fortaleza se encontraba Sejemjet. La plaza había sido fortificada por Tutmosis I cincuenta años atrás, y era un enclave estratégico para la extracción de los depósitos auríferos del Nilo.
Cuando el portaestandarte recibió la noticia de que debía presentarse en Buhen lo antes posible, apenas se inmutó. En ocasiones el
hary pedet
le hacía llamar para darle nuevas órdenes, aunque nunca con la premura que ahora le demandaba. Pensó que lo necesitarían para alguna acción de castigo en las minas de Ibhet, donde las revueltas eran frecuentes, y no concedió mayor trascendencia al asunto. No sentía el menor aprecio por el comandante, así que le daba lo mismo lo que tuviera que decirle.
Sin embargo, no pudo ocultar su sorpresa cuando escuchó sus palabras.
—Al parecer no todos tus amigos te han abandonado —le dijo el
hary pedet
cuando lo tuvo ante su presencia—. Existe alguien que todavía se acuerda de ti, lo cual no deja de ser meritorio después de haber pasado ocho años en una tierra como ésta. —Su comentario le produjo cierta hilaridad, pero enseguida retomó el hilo de la conversación—. Te aseguro que es una pena que nos dejes. El territorio se había acostumbrado a ti y a las cosechas de oro que nos has proporcionado. Seguro que los nehesiu te echarán de menos. —El
hary pedet
volvió a reír de nuevo—. En fin, el virrey en persona ha firmado la orden, y no cabe sino hacerla cumplir.
Sejemjet no salía de su perplejidad.
—Te parece increíble, ¿no es así? —le preguntó el oficial, divertido.
Sejemjet sintió deseos de abofetearlo, y el comandante lo leyó en su mirada al instante.
—Bien —dijo recomponiendo su postura—. Te reclaman en la Escuela de Oficiales de Menfis. Debes salir de inmediato.
El portaestandarte parpadeó incrédulo.
—¿Menfis, dices? —balbuceó sin poderlo evitar—. Sólo he estado allí de paso...
—Eso dicen las órdenes —replicó el oficial, a la vez que señalaba el papiro con un dedo—. Has de presentarte ante el comandante instructor.
Sejemjet arqueó una de sus cejas, pues no comprendía nada de lo que estaba ocurriendo.
—Se llama Mini —prosiguió el oficial—, y según tengo entendido es muy querido por el príncipe Amenhotep.
Al oír aquel nombre, Sejemjet se quedó sin palabras.
—¿Mini? —inquirió incrédulo.
—Sí, Mini —señaló el comandante algo sorprendido por la reacción del portaestandarte—. ¿Acaso lo conoces?
Sejemjet esbozó una sonrisa.
—Montu nos eligió a los dos el mismo día.
En
tobe,
primer mes de
Peret,
Egipto parecía sacado de un cuadro ilusorio: con la llegada de la estación de la siembra, las aguas de la crecida habían abandonado los campos para dejarlos cubiertos con el manto de la vida. La tierra se regeneraba una vez más, y como venía ocurriendo desde hacía milenios, los hombres recorrían los campos, hundidos sus pies en el negro limo que el generoso Nilo había depositado en ellos. Era el momento en el que los agrimensores debían volver a calcular la superficie de los terrenos y a descubrir los viejos mojones, y los agricultores delimitar los canales y acequias que ayudarían a regar las siembras durante los siguientes meses. Desde la embarcación que navegaba río abajo, Sejemjet escuchaba los cánticos de las gentes en honor a Hapy, el señor de las aguas:
Nadie puede golpear su mano con oro.
Nadie puede quedar ebrio de plata.
Nadie se puede comer el auténtico lapislázuli.
El cereal es quien está al frente de la prosperidad.
[11]
El maravilloso espectáculo que ofrecía Kemet después de que las aguas que lo habían anegado se retiraran era parte consustancial de la magia que impregnaba al país de las Dos Tierras. «No hay en el mundo conocido nada que se le pueda comparar», proclamaban orgullosos los habitantes del Valle. La vida se extendía por doquier como parte de un ciclo natural que los dioses regalaban a aquel pueblo. Un verdadero don que los egipcios reverenciaban como su bien más sagrado.
Sejemjet comprendía todo eso, y también disfrutaba al contemplar cómo la tierra a la que tanto amaba se preparaba para ofrecer de nuevo lo mejor de sí misma. Después de todos aquellos años pasados en las baldías arenas de Kush, sintió que se emocionaba al ver a los animales de arreo luchar contra el negro fango para poder avanzar, y a las aves migratorias volar camino del sur para pasar el invierno. Según aseguraban, la crecida había sido sumamente benéfica, y las cosechas prometían ser abundantes. Menjeperre, el dios que gobernaba Kemet, bendecía a su pueblo de nuevo para procurarle una opulencia nunca vista hasta entonces. Egipto reinaba sobre la Tierra, vida, salud y prosperidad le fueran dadas al señor de Kemet. Aquél sería un
renpit neferty
un año perfecto.
Mientras la embarcación se deslizaba suavemente por las aguas del río camino de Menfis, Sejemjet tuvo tiempo para que su alma volviera a beber de ellas y a empaparse de todo lo bueno que veían sus ojos. Su corazón entonces pareció liberarse de la oscura mazmorra en la que había estado preso durante tantos años, pues el aire fragante que respiraba lo invitaba a hacerlo. El tenebroso inframundo por el que había transitado saltaba en pedazos con la mera visión de los frondosos palmerales que festoneaban las riberas, y con las imágenes de los niños que jugaban en las orillas, riendo gozosos, como él mismo había hecho una vez.
Sin embargo, aquella vuelta a la vida trajo consigo sus peores recuerdos. Como si hubiera abierto el arcón en el que se guardaban, éstos salieron prestos para avivar las llamas de un tormento que nunca podría ser apagado por completo. Heka, Djehuty, Hor, Senu, Mehu, Mini, Sitiah, Nefertiry... El rostro de su amada se apareció ante él tan vivido como si se encontrara allí mismo. Hacía mucho que no lo había vuelto a ver, pero en aquella hora se le presentaba con toda su belleza, ofreciéndole sus labios como ella solía hacer, altiva y a la vez ansiosa de que los tomara. Desconsolado, se tumbó en la cubierta para ver el crepúsculo.
Aquella noche no había luna, y el cielo se mostraba más insondable que nunca. A él le gustaba observarlo, y durante los años que había pasado en Kush se había rendido no pocas veces a la belleza inconmensurable del cielo nocturno del desierto. Según aseguraban, cada estrella representaba un ánima que había alcanzado un lugar entre los dioses. Si ello fuera cierto, quizá Nefertiry formara parte del firmamento que cubría Egipto aquella noche. En tal caso se le ocurrió que sólo la estrella más fulgurante podía representar el alma de la princesa, y se dedicó a buscar aquella que más brillara. Por fin encontró una, y su corazón se llenó de congoja al volver a imaginar su rostro en ella. Él nunca dejaría de amarla, y en cierto modo pensó que aquel lucero siempre lo acompañaría, como si se hubiera forjado un vínculo entre ellos contra el que nada podrían hacer los hombres. Sólo Nut conocería su secreto, y la diosa jamás lo revelaría. Luego tuvo un recuerdo para Heka, y después se paró a pensar en sus amigos, de los que nada más había sabido.
Se emocionó al reparar en Mini, su amigo desde la infancia. Ahora se daba cuenta de que no lo había olvidado, y de que se había preocupado por hacerlo regresar a Kemet. Como ya le había adelantado el
hary pedet
en Buhen, Mini era comandante, un rango de gran importancia al que era difícil acceder. Se necesitaba algo más que cualidades y suerte para llegar a él, pero Mini siempre había dado muestras de sus buenas dotes para la política. Sabía cómo tratar a la gente y cómo ganarse la confianza de sus superiores, hasta Mehu lo apreciaba, lo cual no dejaba de tener un gran mérito. Su amigo poseía virtudes que a él le resultaban inalcanzables, a no ser que volviera a nacer, pero se alegró de que así fuera. Al menos Mini alcanzaría la meta que una vez ambos soñaran.