El hijo del desierto (55 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

BOOK: El hijo del desierto
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Sejemjet agachó ahora la cabeza para llorar desconsoladamente. El gigante se rendía impotente ante aquel a quien tantas veces había servido. Anubis se había llevado a los suyos, demostrándole que la muerte no hace distinciones ni tan siquiera entre aquellos que la asisten.

—Me hago cargo de tu desgracia y te acompaño en ella, noble amigo —dijo Hor, tratando de consolarlo—. A veces los dioses nos ponen pruebas que nos superan, y nada podemos hacer salvo aceptarlas, pues no conocemos el porqué.

Sejemjet lo miró furibundo.

—¡Abomino de los dioses! —bramó—. Amón, Osiris, Anubis, Isis... ¡Abomino de todos! Ellos no han hecho más que procurarme desgracias desde el día en que nací. No sé ni quién soy, y no poseo sino ira en mi corazón y muerte en mi mano. Eso es lo que han hecho de mí los dioses de Kemet, y hoy aquí te digo, sacerdote, que abomino de ellos. Soy campo cultivado para la ira y el odio; Set es el único que me tiende la mano, al menos él me muestra su camino.

Hor lo miraba horrorizado, mientras intentaba calmarlo.

—No hay consuelo posible para mí—dijo Sejemjet en tanto se levantaba—. Sólo me espera el Inframundo. Mi alma se quedó a oscuras.

* * *

Mehu paladeaba aquellos instantes como si con ellos devolviera su antigua afrenta al hombre que lo había ridiculizado una vez ante toda la corte. Con su habitual gesto de pocos amigos, observaba cómo el gigante soportaba, impertérrito, sus laceradas miradas y las duras palabras que le dedicaba. En verdad que en aquella hora el portaestandarte se encontraba a su merced y éste lo sabía. Tal detalle le producía una indudable satisfacción, pues su irreprimible antipatía de poco le valía si no fuera porque el soldado se daba perfecta cuenta de ello. Como tantas veces ocurriera en la batalla, siempre podía producirse un movimiento capaz de cambiar su signo; la victoria nunca estaba asegurada para nadie.

Con estudiada displicencia, Mehu procuraba sus atenciones a la hiena que se hallaba tendida a su lado, y que parecía no tener el menor interés por el extraño que aguantaba en pie la reprimenda de su amo. Ahora que el oficial superior conocía todos los detalles de cuanto había ocurrido, daba gracias a los dioses por la oportunidad que éstos le brindaban. Había medido mal las influencias que había supuesto al
tay srit
, y ahora se daba cuenta de que aquel hombre estaba completamente solo.

Particularmente sabía que Sejemjet se había batido con valentía, y que gracias a él sólo hubo que lamentar la pérdida de una de las princesas. Pero eso no era suficiente para descargarlo de su responsabilidad. El heraldo había hecho un informe en el que declaraba la poca disposición de Sejemjet a la hora de escuchar sus recomendaciones, así como sus modos brutales, ya que incluso había llegado a suspenderlo por los pies desde la borda del barco, amenazándolo con lanzarle al Nilo. Este detalle le había proporcionado un íntimo regocijo, puesto que el heraldo no despertaba la más mínima simpatía en el oficial.

Sin embargo, tales cuestiones apenas importaban. El Toro Poderoso se hallaba muy enojado por lo ocurrido al haber quedado comprometida su majestad ante todo lo acontecido. Una banda de apiru no podía quebrantar una alianza firmada por el señor de Kemet, y las consecuencias de aquella acción podían desbaratar toda su política futura en una zona que presentaba constantes focos de rebeldía.

El oficial adjunto del faraón suspiró lentamente. Con los apoyos oportunos, la acción de Sejemjet podía haber sido juzgada de forma bien distinta, incluso se hubiera convertido en un rival formidable para sus propios intereses; pero dadas las actuales circunstancias, Mehu estaba seguro de que sería su nombre el que perduraría a través de los siglos, y que Sejemjet caería en el olvido, como si nunca hubiera existido, ¿acaso había peor castigo que ése?

—Me equivoqué poco en mi juicio contigo. Ya sabía yo que no eras la persona indicada para llevar a cabo la misión que te encomendé —dijo con su tono más despectivo.

—Entonces, hiciste mal en enviarme —le contestó Sejemjet fríamente.

Mehu lo atravesó con la mirada.

—Eres altanero aun en tu desgracia —le replicó, regalándole una de sus muecas características—. Mejor harías en conservar tu actitud para futuras empresas.

El joven enarcó una de sus cejas, como hacía siempre que desconfiaba.

—El dios se halla profundamente decepcionado, pues te había demostrado públicamente su favor. No en vano te confió la custodia de sus futuras esposas, un gran honor que está al alcance de pocos, como creo que te dije una vez.

Sejemjet permaneció impasible. Estaba claro que aquel hombre quería regodearse en su situación, y que le intentaría mortificar abrumándolo con la trascendencia de lo ocurrido. Sin embargo, no sentía ninguna necesidad de justificarse ante el oficial, ni albergaba interés alguno en defender su honor. Le daba exactamente lo mismo lo que Mehu quisiera hacer con él, y en su interior se lamentaba por no haber evitado de alguna forma el que el oficial lo nombrara para aquel servicio. Si hubiera permanecido en Tebas, ninguna de aquellas desgracias hubiera tenido lugar, estaba convencido. Con su apoyo la situación hubiera sido distinta, y Nefertiry seguiría con vida. En cierto modo él era culpable de aquella tragedia. Debería haberse llevado a la princesa muy lejos de allí, tal y como le había propuesto; mas ya era tarde para lamentarse.

—Como comprenderás, tu permanencia entre los
kenyt nesw
ha resultado singularmente efímera, ya que dicha unidad no puede tener un soldado como tú en sus filas —continuó Mehu.

Sejemjet parpadeó, como regresando de su ensoñación, pues apenas había atendido a las palabras del oficial. Éste se dio cuenta al momento y ensombreció todavía más su semblante.

—Tienes un corazón indómito, ¿verdad? Crees que tu
ka
está por encima del de los demás, como si fueras el dios de esta tierra —señaló Mehu irritado—. Me sentiría dichoso de enviarte al Sinaí, a las minas que todavía explotamos, para que cuidaras de todos los reos que trabajan en ellas. Allí podrías dar muestras a diario de tu valor, fustigando sus cuerpos decrépitos. Sería un grandioso colofón a tu carrera de las armas, ¿no crees? —se burló. Sejemjet no se dignó contestar, y el oficial lanzó una risotada—. En el Sinaí podrás hacer nuevas amistades, más acordes con tu condición.

—Haz lo que creas que debes —respondió el joven con sequedad—. El Sinaí será tan bueno para mí como cualquier otro lugar.

—Ya he perdido demasiado tiempo con tu insolencia. Lamentablemente, el dios te otorgó el oro del valor en dos ocasiones. Eso es algo que no se puede olvidar, pues de lo contrario se crearía cierto resquemor y hasta desconfianza entre la tropa. Ese detalle es el que te salva de acabar tus días en el Sinaí, aunque el lugar al que pienso enviarte tampoco está nada mal.

Al acabar la frase, Mehu lanzó otra risotada que estremeció, incluso, a la hiena que estaba tendida junto a él.

—Bueno, bueno, gran Sejemjet. Tus pecados han sido muchos a los ojos del poderoso Amón, y nuestro dios Menjeperre, vida, salud y prosperidad le sean dadas, te ha retirado su favor. Ambos se han olvidado de ti como si nunca hubieras existido, y te quieren ver lejos, allá donde tu nombre no pueda ser devuelto por el viento. Qué mejor sitio, entonces, que el reino de Kush, gran hijo de Montu. Allí es donde serás destinado, para que las tribus de los nehesiu prueben en sus carnes tu
jepesh.
—Ahora Mehu rió suavemente—. Quizá puedas por ti solo someter a semejantes bárbaros. Como prueba de nuestra magnanimidad, el dios permitirá que conserves tu rango de
tay srit.
Espero que estés satisfecho por ello.

Sejemjet lo observó como haría con cualquiera de las estatuas que se alzaban en Egipto. Sin ningún interés.

—Esta conversación ha durado demasiado —concluyó Mehu devolviéndole otra de sus feroces miradas— Saldrás hacia la fortaleza de Buhen lo antes posible. Allí te presentarás al comandante del batallón. Él sabrá qué hacer contigo. ¿Sabes dónde está Buhen?

En esta ocasión, Sejemjet no pudo ocultar su desprecio hacia el oficial, y éste pareció sentirse satisfecho al comprobar que sus palabras habían surtido su efecto.

—Ahora puedes marcharte. Ah —dijo en tono de advertencia—, y espero que cumplas con tus obligaciones como corresponde, o la próxima vez no será generosidad lo que encuentres en mí.

Cuando Mehu se quedó solo, se abstrajo durante un tiempo para pensar en lo sucedido. En su opinión, el faraón había sido excesivamente benévolo con aquel soldado. El oficial hubiera sido partidario de administrarle un castigo ejemplar, aunque también era justo reconocer que su opinión distaba mucho de ser ecuánime. Al menos se había quitado un problema de encima, ya que el país de Kush resultaba el lugar ideal para que un hombre se olvidara hasta de su propio nombre. Sejemjet acabaría allí sus días, o al menos eso esperaba Mehu.

Al considerar tal circunstancia, esbozó una de sus peculiares sonrisas y le dedicó una mirada feroz a la hiena que continuaba tendida junto a él. Luego suspiró y volvió a sus quehaceres. El dios planeaba una nueva intervención en Siria, y él debía ayudar a prepararla. ¡Nueve guerras! No estaba nada mal para un reinado de doce años, se dijo el oficial, satisfecho. Él mismo no podría desear nada mejor.

Sejemjet abandonó el palacio con el convencimiento de que no regresaría jamás. Recorrió sus patios columnados y sus interminables pasillos como si fuera un ánima perdida, ausente y sin esperanza. Al llegar a los espléndidos jardines no pudo evitar que sus recuerdos acudieran a él en tropel, sin previo aviso. Se sintió atormentado ante ellos, y también indefenso, pues no disponía de armas para combatirlos. Entonces se acordó de Hor y de sus sabias palabras, que le habían advertido. Pero fue la imagen de Nefertiry la que acabó por sumirlo en el mayor de los desconsuelos. Ésta se encontraba por todas partes. Detrás de cada arbusto, en cada camino, reverberando sobre la superficie del lago, e incluso en el aire fragante que respiraba.

Desde una de las ventanas del palacio, alguien lo observó recorrer los últimos pasos que lo separaban de la puerta de salida. Era la princesa Beketamón, cuyo corazón se apiadaba en aquella hora del hombre por el que su hermana había decidido dejarlo todo hasta abocarse a la mayor de las tragedias. Ella, que la había visto morir, todavía recordaba las últimas palabras que había dedicado a aquel guerrero que se alejaba del palacio abrumado por la pena y abandonado por todos. Beketamón sintió una infinita lástima, y su corazón bondadoso se apiadó de Sejemjet. Sin poder evitarlo, unas lágrimas resbalaron por sus mejillas, y cuando vio al valeroso soldado cruzar el portón que daba acceso al palacio, el recuerdo de Nefertiry se le hizo más vivido. Aún resonaban sus postreras palabras al alejarse de la ventana: «Muero por amor. Prométeme que algún día se lo dirás.»

Beketamón había asentido con un nudo en la garganta, pero después de ver a aquel hombre se sentía incapaz de cumplir su promesa. Entonces la embargó un sentimiento de culpabilidad, como el que deberían sentir todos por lo que había ocurrido.

IX
EL REINO DEL OLVIDO

Sejemjet nunca pudo imaginar un lugar más apropiado que aquél para expiar las culpas del corazón. Sus penas no venían de la condena del hombre, sino de su propio desconsuelo, que lo abrumaba hasta atenazar su esencia vital. Su
ka
poco tenía que ver ya con el del que, hasta hacía poco tiempo, era considerado hijo predilecto de Montu, e incluso su ánimo se hallaba lejos de tales consideraciones. Allí, en el remoto sur, la naturaleza mostraba todo su rigor envolviéndolo, no obstante, con su acostumbrada magia, aquella que era capaz de crear un cuadro de majestuosa belleza en donde nada había. Una región inhóspita para el hombre, en la que el desierto, infinito y voraz, se dejaba atravesar por el mayor río de la Tierra, como si al hacerlo le rindiera su particular pleitesía, pues no en vano era sagrado. En un alarde de poder, el Nilo desafiaba a aquel territorio baldío lamiendo las yermas arenas para insuflarles un hálito de vida y así hacer brotar de sus orillas la única feracidad que el hombre podía encontrar en semejantes parajes. El río y el desierto dibujaban un paisaje de oro y añil enmarcado por un horizonte de ilusoria fascinación que parecía alcanzar los confines de la Tierra. El cielo y el desierto se fusionaban entonces en un grandioso espejismo que abarcaba hasta donde la vista alcanzaba. Matices sin fin que el poder del sol creaba, implacable, para fustigar aquel lugar con todo su rigor. Así era Nubia, un paraje en el que las temibles tormentas del desierto terminaban por cubrirlo con rojizos cortinajes suspendidos desde lo alto, quizá, por la mano de los dioses, y en el que durante las noches despejadas el cielo se mostraba en toda su majestad, pletórico de estrellas que se perdían en el infinito. Éste era el territorio al que los poderes de Egipto habían enviado a Sejemjet; el reino del olvido.

En realidad, el país de Kush estaba dividido en dos grandes provincias: Uauat, que se extendía desde la primera hasta la segunda catarata y ocupaba la Baja Nubia, y el territorio de Kush propiamente dicho, que comprendía la zona situada entre la segunda y la cuarta catarata, y que era considerado la Alta Nubia.

Ya desde las primeras dinastías, los egipcios se adentraron en aquella región en donde se asentaron de manera paulatina para levantar ciudades fortificadas. La propia Buhen tuvo sus orígenes en aquellas lejanas épocas como centro para las expediciones mineras. El poderoso Kefrén extrajo de aquellos parajes diorita para sus hermosas estatuas, y con el paso de los siglos los faraones emprendieron numerosas campañas con el fin de extender sus fronteras por tan remoto territorio. Durante el Imperio Medio, los reyes de la XII dinastía ocuparon una buena parte de Kush, y fue Sesostris III el que fortificó la plaza de Buhen hasta hacerla prácticamente inexpugnable, pues la protegió con una doble muralla nada menos que de quince metros de alto por diez de ancho, que se hallaba rodeada a su vez por profundos fosos.

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