El hombre de la máscara de hierro (22 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: El hombre de la máscara de hierro
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—Pues bien —dijo Fouquet—, voy a desembarazaros de él.

—Que me place, monseñor.

—Conducidme a su calabozo.

—Monseñor me hará la merced de entregarme la orden…

—¿Qué orden?

—Una orden del rey.

—Voy a firmaros una.

—No basta, monseñor; necesito la orden del rey.

—¡Ah! —exclamó Fouquet irritándose otra vez—. Ya que os mostráis tan escrupuloso en soltar a los presos, mostradme la orden mediante la cual libertasteis a Marchiali.

Baisemeaux mostró la orden concerniente a la libertad de Seldón.

—Seldón no es Marchiali —objetó Fouquet.

—Pero Marchiali no está libre, monseñor, sino en su calabozo.

—¿No me habéis dicho que el señor de Herblay se lo llevó y lo ha devuelto?

—No he dicho esto, monseñor.

—¿Que no lo habéis dicho? Todavía me parece estar oyéndolo.

—Ha sido un lapsus.

—¡Señor de Baisemeaux, cuidado!

—Como estoy en regla, nada tengo que temer, monseñor.

—¿Y os atrevéis a decir eso?

—Lo diré ante un apóstol. El señor de Herblay me ha traído la orden de libertad de Seldón, y Seldón está libre.

—Os digo que Marchiali ha salido de la Bastilla.

—Que me lo prueben, monseñor.

—Dejadme que lo vea.

—Monseñor, vos que ejercéis un mando tan alto en este reino, sabéis que nadie puede ver a los presos sin una orden del rey.

—Bien ha entrado el señor de Herblay.

—Que me lo prueben, monseñor —repitió Baisemeaux.

—El señor de Herblay ha perdido todo su poder.

—¡Quién! ¿el señor de Herblay? es imposible.

—Ya veis que ha influido en vos.

—Lo que me influye, monseñor, es el servicio del rey. Al pediros una orden de él, cumplo con mi deber. Entregádmela y entraréis.

—Os doy mi palabra de que si me dejáis entrar en el calabozo del preso os entregaré inmediatamente la orden que me exigís.

—Dádmela sin dilación, monseñor.

—Como también os la doy de que os hago arrestar junto con vuestros oficiales si no consentís en lo que os pido.

—Antes de cometer semejante acto de violencia, reflexionaréis, monseñor —dijo Baisemeaux más blanco que la cera—, que sólo obedeceremos a una orden del rey, y que tan poco os costará obtener una para ver a Marchiali, como para conseguir otra tan en mi perjuicio, siendo como soy, inocente.

—Es verdad —repuso Fouquet poseído de furor. Y con voz sonora y atrayendo a sí al desventurado gobernador, añadió—: ¿Sabéis por qué quiero con tanto ardor hablar con el preso?

—No, monseñor, y dignaos notar en el espanto que me infundís y que va a dar conmigo en tierra.

—Mas daréis con vos en tierra cuando dentro de poco me veáis volver al frente de diez mil hombres y treinta cañones.

—¡Válgame Dios! ¡monseñor se vuelve loco!

—Cuando amotine contra vos y vuestras malditas torres al pueblo de París, y fuerce vuestras puertas, y os haga colgar de las almenas de la torre de Coin.

—¡Monseñor! ¡Monseñor!…

—Os concedo diez minutos para que os decidáis —añadió Fouquet con voz sosegada—. Espero aquí, sentado en este sillón. Si dentro de diez minutos persistís, salgo, y me tengáis o no por loco, veréis lo que pasa.

Baisemeaux dio en el suelo una patada de desesperación, pero no replicó.

Al ver esto, Fouquet tomó una pluma y escribió lo siguiente:

Reúna el preboste de los mercaderes la guardia cívica, y con ella y para el servicio del rey, ataque la Bastilla.

Baisemeaux encogió los hombros. Fouquet escribió:

El señor duque de Bouillón y el señor príncipe de Condé se pondrán a la cabeza de los suizos y de los guardias, y para el servicio de Su Majestad marcharán sobre la Bastilla.

Baisemeaux reflexionó. Fouquet continuó en su tarea y extendió esta orden:

Se ordena a todo soldado, ciudadano o noble, que tomen doquiera los encuentren, al caballero Herblay, obispo de Vannes, y a sus cómplices, que son el señor Baisemeaux, gobernador de la Bastilla, sospechoso de los crímenes de traición, rebelión y lesa majestad…

—Deteneos, monseñor —exclamó Baisemeaux—. Si entiendo lo que pasa, que me emplumen; pero como tantos males, aunque desencadenados por la locura, pueden sobrevenir dentro de dos horas, júzgueme el rey y vea si he obrado mal al romper la consigna en presencia de tantas y tan eminentes catástrofes. Vamos a la torre, monseñor; veréis a Marchiali.

Fouquet se lanzó fuera del despacho. Baisemeaux le siguió, limpiándose el frío sudor que le inundaba la frente.

—¡Qué horrorosa mañana! —iba diciendo Baisemeaux—. ¡Qué desgracia!

—¡Aprisa! ¡aprisa! —dijo con voz áspera el superintendente, advirtiendo lo que pasaba en el ánimo del gobernador—. Quédese aquí este hombre, y tomad vos mismo las llaves y mostradme el camino. Nadie ¿oís? absolutamente nadie debe enterarse de lo que va a pasar.

—¡Ah! —repuso Baisemeaux indeciso.

—¡Otra vez! —prorrumpió Fouquet—. Decid inmediatamente sí o no, y salgo de la Bastilla para llevar yo mismo las órdenes a su destino.

Baisemeaux tomó las llaves y subió solo con el ministro la escalera de la torre.

Según iban ascendiendo por aquella espiral, los murmullos ahogados se convertían en gritos claros y en espantosas imprecaciones.

—¿Quién grita? —preguntó Fouquet.

—Marchiali. Así aúllan los locos —respondió el gobernador dirigiendo una mirada más henchida de alusiones ofensivas que de respeto al superintendente.

Este se estremeció, pues en un grito todavía más terrible que los anteriores acababa de conocer la voz del rey.

Fouquet se detuvo en el descenso de la escalera, y tomó el manojo de llaves de manos de Baisemeaux, que, figurándose que el nuevo loco iba a estrellarse el cráneo con una de ellas, exclamó:

—¡Ah! el señor de Herblay no me ha hablado de eso.

—¡Vengan las llaves! —prorrumpió Fouquet arrancándoselas—. ¿Dónde está la puerta que quiero abrir?

—Es ésta.

Un grito horrendo seguido de un terrible trancazo contra la puerta, despertó los ecos de la escalera.

—¡Retirarós! —dijo con voz amenazante Fouquet a Baisemeaux.

—Con mil amores —murmuró el gobernador.

—¡Retiraros! —repitió Fouquet—. Y si antes que os llame sentáis la planta en esta escalera, yo os aseguro que vais a ocupar el sitio del preso más infeliz de la Bastilla.

—De esta no escapo —masculló el gobernador retirándose con paso vacilante.

Los gritos del preso resonaban cada vez con más fuerza.

Fouquet, en cuanto se hubo cerciorado de que Baisemeaux había llegado al pie de la escalera, introdujo la llave en la primera cerradura.

—¡Socorro! ¡soy el rey! ¡socorro! —gritó entonces Luis XIV con acento de rabia.

Como la llave de la segunda puerta no era la misma que la de la primera, Fouquet se vio obligado a probar algunas de las del manojo, mientras el rey, enardecido, loco, furioso, gritaba con todas sus fuerzas:

—¡El señor Fouquet es quien me ha hecho traer aquí! ¡socorro contra el señor Fouquet! ¡soy el rey! ¡favor al rey contra el señor Fouquet!

Estas vociferaciones partían del corazón del ministro, e iban seguidas de golpes espantosos descargados contra la puerta con la silla, de la que Luis se servía como de un ariete.

Fouquet dio por fin con la llave.

El rey, ya no articulaba, sino rugía, aullaba estas palabras:

—¡Muera Fouquet! ¡muera el asesino Fouquet!

Entonces se abrió la puerta.

El reconocimiento del rey

Fouquet y el rey iban a abalanzarse uno contra otro pero al verse se detuvieron y lanzaron un grito de horror.

—¿Venís a asesinarme? —exclamó el rey al conocer al superintendente.

—¡El rey en semejante estado! —exclamó el ministro. Efectivamente, nada más espantoso que el aspecto del joven príncipe en el momento en que entró Fouquet. Su traje estaba hecho jirones, y su camisa, desabrochada y reducida a pedazos, estaba empapada del sudor y la sangre que le inundaba el pecho y los desgarrados brazos.

Fosco, pálido, frenético, con los cabellos erizados, Luis XIV era la imagen viviente de la desesperación, del hambre y del miedo reunidos en una sola estatua; y tanto se conmovió y turbó el ministro al verle, que se acercó a él desolado, con los brazos abiertos y las lágrimas en los ojos.

Luis blandió sobre la cabeza de Fouquet el palo de la silla del cual hiciera tan enfurecido uso.

—¡Qué! —dijo con voz trémula el ministro—. ¿No conocéis ya al más fiel de vuestros amigos?

—¿Vos, vos amigo mío? —replicó el rey con rechinar de dientes en que resonaron el odio y la sed de inmediata venganza.

—Un servidor respetuoso —añadió Fouquet cayendo de hinojos.

El rey tiró su arma, y el ministro se acercó a él, le besó las rodillas, le tomó cariñosamente en brazos y dijo:

—¡Oh rey! ¡oh hijo mío! ¡cuánto debéis haber padecido!

Luis, recobrado por el cambio de la situación, miróse a sí mismo, y, avergonzado del desorden de sus ropas, corrido de su locura, abochornado de la protección de que era objeto, retrocedió.

Fouquet no comprendió aquel movimiento, ni que el rey, en su orgullo, nunca le perdonaría el que hubiese sido testigo de tanta debilidad.

—Venid, Sire, estáis libre —dijo el superintendente.

—¿Libre? —repuso el rey—. ¡Ah! ¿me devolvéis la libertad después de haber osado poner sobre mí vuestra mano?

—Sire —repuso Fouquet indignado, vos no decís lo que sentís; vos no creéis que en esta circunstancia sea yo culpable.

Y sucinta y calurosamente el ministro contó al monarca toda la intriga de que el lector ya conoce los detalles.

Durante el relato, Luis sufrió las más horribles angustias, y, una vez Fouquet hubo terminado, la magnitud del peligro que había corrido le conmovió todavía más que la importancia del secreto relativo a su hermano gemelo.

—Señor Fouquet —dijo el rey—, eso del parto doble es una mentira, y no puede ser que hayáis sido víctima de semejante impostura.

—¡Sire!

—Digo que no puede ser que se sospeche de la honra y de la virtud de mi madre. ¿Y vos, mi primer ministro, no habéis castigado ya a los criminales?

—No os ofusquéis, Sire —repuso Fouquet—. Reflexionadlo bien; el nacimiento de vuestro hermano…

—No tengo más que uno, el duque de Orleans, a quien conocéis como a mí mismo. Os digo que hay conspiración, empezando por el gobernador de la Bastilla.

—Sire, Sire, el gobernador de la Bastilla ha sido engañado como todo el mundo, por el parecido del príncipe.

—¿El parecido? ¡Queréis callaros!

—Con todo eso es menester que Marchiali se parezca grandemente a Vuestra Majestad para que todos se engañen —repuso Fouquet.

—¡Locura!

—No digáis eso; Sire; el hombre que se muestra dispuesto a arrojar la mirada de vuestros ministros, de vuestra madre, de vuestra servidumbre, de vuestra familia, debe estar muy seguro del parecido.

—En efecto —exclamó el rey—. Y ese hombre ¿dónde está?

—¿Dónde sino en Vaux?

—¡En Vaux! ¿Y vos consentís que permanezca en Vaux un hombre tal?

—Sire, he creído que lo más apremiante era librar a Vuestra Majestad. Cumplido este deber, haré lo que el rey me ordene.

—Concentremos tropas en París —dijo el monarca, después de unos instantes de reflexión.

—Ya están dadas las órdenes al efecto —contestó Fouquet.

—¿Las habéis dado vos? —exclamó el rey.

—Para esto sí, Sire. Antes de una hora Vuestra Majestad estará al frente de diez mil hombres.

Por toda respuesta, el rey tomó con tal efusión la mano del superintendente que se veía cuánta desconfianza había conservado hasta entonces hacia el primer ministro, a pesar de la intervención de éste.

—Y con los diez mil hombres —prosiguió el rey—, ¿vamos a sitiar, en vuestra casa, a los rebeldes, que a estas horas deben haber ya tomado posesión de ella y tal vez atrincherándose en ella?

—Me admira de que tal sucediese.

—¿Por qué?

—Porque he desenmascarado a su jefe, el alma de la empresa, y a mi ver ha abortado el plan.

—¿Vos habéis desenmascarado al supuesto príncipe?

—No, Sire, ni siquiera lo he visto.

—¿A quien, pues, habéis desenmascarado?

—El jefe de la empresa no es el desventurado usurpador; éste sólo es un instrumento destinado por toda su vida al infortunio, lo conozco.

—¡Sin remisión!

—Es el padre Herblay, obispo de Vannes.

—¿Vuestro amigo?

—Lo fue, Sire —replicó con nobleza el superintendente.

—Es una desgracia para vos —dijo el rey con menos generosidad.

—Mientras estuve ignorante del crimen, Sire, tal amistad nada tenía de deshonrosa.

—Era menester preverlo.

—Si soy culpable, Sire, me pongo en las manos de Vuestra Majestad.

—No es eso lo que quise decir, señor Fouquet —dijo el rey, disgustado de haber dado a conocer la mala disposición de su ánimo—; lo que quise decir es que a pesar de la máscara con que el miserable Herblay se cubría el rostro, he tenido como un presentimiento de que era él. Pero al caudillo de la empresa le acompañaba un hombre de pelo en pecho, que me amenazaba con su fuerza hercúlea.

—¿Quién es?

—Debe ser su amigo el barón de Vallón, el antiguo mosquetero.

—¿El amigo de D'Artagnan y del conde de La Fere? No es para desperdiciarla esta relación entre los conspiradores y el señor de Bragelonne.

—Sire, Sire, os avanzáis en demasía. El señor conde de La Fere es el hombre más de bien que hay en Francia. Contentaos con lo que pongo en vuestras manos.

—Corriente, porque eso quiere decir que ponéis en mis manos a los culpables.

—¿Qué interpretación da Vuestra Majestad a mis palabras? —preguntó Fouquet.

—Entiendo que vamos a llegar a Vaux con las tropas, y que no va a escapar ni uno de cuantos forman aquel nido de víboras.

—¡Qué! ¿Vuestra Majestad va a matar a los suyos? —exclamó Fouquet.

—¡Hasta el último!

—¡Oh! ¡Sirte!

—Entendámonos, señor Fouquet —dijo con altivez el monarca—. Yo no vivo en un tiempo en que el asesinato sea la única y última razón de los reyes. Gracias a Dios no es así. Tengo parlamentos que juzgan en mi nombre, y patíbulos en los que ejecutan mi voluntad suprema.

—Me propaso a hacer observar a Vuestra Majestad —replicó Fouquet palideciendo—, que todo proceso sobre esta materia será un escándalo mortífero para la dignidad del trono. Hay que evitar a todo trance que el augusto nombre de Ana de Austria circule por los labios del pueblo, entreabiertos por una sonrisa.

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