Read El hombre demolido Online
Authors: Alfred Bester
Reich respiró honda y temblorosamente.
–Probaremos otra vez. Volvamos al Sol.
El Sol volvió a aparecer en el cristal.
–El Sol es el cuerpo material más grande, según los astrónomos –comenzó a decir aquella voz metálica. De pronto se detuvo. Ruido, pausa, ruido. La imagen del Sol empezó a borrarse, lentamente. La voz dijo–: No hay Sol.
La figura del Sol desapareció del todo dejando tras de sí una imagen accidental que miraba a Reich…, que lo espiaba, silenciosa, horrible… El hombre sin cara.
Reich lanzó un grito. Se incorporó de un salto, derribando la silla. La recogió y la lanzó contra aquella imagen aterradora. Luego se volvió y escapó trastabillando de la biblioteca hacia el laboratorio y luego hacia el corredor. Ante el tubo neumático vertical marcó CALLE. La puerta se abrió, Reich entró tambaleándose, y el aparato descendió cincuenta y siete pisos dejándolo en el vestíbulo principal del edificio Monarch.
El vestíbulo estaba lleno de empleados de la mañana que corrían a sus oficinas. Mientras Reich se abría paso hacia la puerta, notó las miradas de asombro que provocaba su cara cortada y manchada de sangre. Enseguida vio que una docena de uniformados guardias de Monarch se acercaba a él. Corrió vestíbulo abajo, y acelerando, esquivó a los guardias. Se metió en una puerta giratoria y salió a la acera. Se detuvo de pronto, como si hubiese pisado una plancha de hierro caliente. No había sol.
Las luces de la calle estaban encendidas; los caminos aéreos chispeaban; los ojos de las máquinas saltadoras flotaban bajando y subiendo; las tiendas resplandecían… Y allá arriba no había nada…, nada sino un infinito, profundo, negro, insondable.
–¡El Sol! –gritó Reich–. ¡El Sol!
Señaló el cielo. Los empleados lo miraron con sospecha y apresuraron el paso. Nadie levantó la vista.
–¡El Sol! ¿Dónde está el Sol? ¿No entienden, insensatos? ¡El Sol!
Reich tomó del brazo a los que pasaban, alzando el puño contra el cielo. Al fin apareció un guardia en la puerta giratoria, y Reich echó a correr.
De pronto dobló hacia la derecha y se metió en una arcada de brillantes y animadas tiendas. Más allá de la arcada se veía un tubo neumático vertical que llevaba al camino aéreo. Reich saltó al interior del aparato. Mientras se cerraba la puerta alcanzó a ver a los guardias que lo perseguían a unos veinte metros de distancia. Subió setenta pisos y salió al camino aéreo.
A un lado, en un sendero que llevaba al camino principal, frente al edificio Monarch, había un pequeño vehículo. Reich volvió a correr, le arrojó unos créditos al encargado y entró en el coche. Apretó el botón que indicaba EN MARCHA. El coche se puso en movimiento. Al llegar al camino aéreo apretó IZQUIERDA. El coche dobló a la izquierda y comenzó a marchar por el camino. Reich sólo disponía de esos controles: derecha, izquierda, en marcha, parada. El resto era automático. Además, esos coches no podían salir del camino aéreo. Podía pasarse horas dando vueltas en círculo sobre la ciudad, atrapado como un hámster en una jaula giratoria.
El coche no requería ninguna atención. Reich miraba alternativamente por encima del hombro y hacia el cielo. No había sol… y todos seguían ocupados en sus cosas como si nunca hubiese habido un Sol. Reich se estremeció. ¿Sería el fin del partido de los de un solo ojo? De pronto el coche disminuyó la velocidad hasta detenerse, y Reich se encontró clavado en medio del camino aéreo, entre Monarch y el gigantesco edificio de Visófono y Grafófono.
Golpeó con los puños los botones del control. No hubo respuesta. Saltó del coche y levantó la cubierta de cola para examinar las conexiones. Vio entonces a los guardias, allá abajo en el camino, que venían corriendo hacia él, y entendió. Estos vehículos eran impulsados por energía transmitida por radio. Habían cortado la transmisión en la central de los coches y venían en su busca. Giró en redondo y salió corriendo hacia el edificio V. & G.
El camino aéreo se transformaba en un túnel que atravesaba el edificio, y allí se alineaban tiendas, restaurantes, un teatro… ¡y una agencia de viajes! Salvación segura. Podía comprar un billete, meterse en una cápsula individual, y llegar a uno de los aeropuertos. Necesitaba un poco de tiempo para reorganizarse…, reorientarse…, y tenía una casa en París. Saltó la acera central, esquivó unos coches, y entró corriendo en la oficina.
Parecía un banco en miniatura. Un mostrador pequeño. Una ventanilla enrejada protegida por un plástico a prueba de ladrones. Reich se dirigió hacia la ventanilla, sacando algún dinero del bolsillo. Aplastó los créditos contra el mostrador y los metió por debajo de la reja.
–Un billete a París –dijo–. Guárdese el cambio. ¿Por dónde se va a las cápsulas? ¡Rápido, hombre, rápido!
–¿París? –le respondieron–. No existe París.
Reich miró fijamente el turbio material plástico y vio… al hombre sin cara…, miraba, espiaba, silencioso. Reich giró dos veces sobre sí mismo, con el corazón golpeándole el pecho. Parecía como si le fuese a estallar la cabeza. Localizó la puerta y huyó. Corrió a ciegas por el camino aéreo, trató de evitar un coche que se le venía encima y cayó envuelto en una creciente oscuridad.
ABOLID.
DESTRUID.
SUPRIMID.
(MINERALOGIA, PETROLOGÍA, GEOLOGÍA, FISIOGRAFÍA)
DISPERSAD.
(METEOROLOGíA, HIDROLOGíA, SISMOLOGÍA)
BORRAD.
(X
2
Ø Y
3
d: Espacio/d: Tiempo)
TACHAD.
EL TEMA SERÁ…
¿Será que?
EL TEMA SERÁ…
… ¿Será qué? ¿Qué? ¿QUÉ?
Alguien le tapó la boca con una mano. Reich abrió los ojos. Estaba en un cuartito de azulejos, una estación de emergencia de policía, acostado en una mesa blanca. A su alrededor se agrupaban unos guardias, tres policías uniformados, algunos extraños. Todos estaban escribiendo cuidadosamente en unas libretas, murmurando, susurrando.
El desconocido sacó la mano de la boca de Reich y se inclinó hacia él.
–Está bien, está bien –dijo suavemente–. Calma. Soy médico…
–¿Un ésper?
–¿Qué?
–¿Es usted un ésper? Necesito uno. Necesito que alguien me mire la cabeza para probar que tengo razón. Dios mío. Tengo que saber que tengo razón. No me importa el precio. Yo…
–¿Qué quiere? –preguntó un policía.
–No lo sé. Habló de un ésper. –El doctor se volvió hacia Reich–. ¿Qué quiere decir con eso? Díganoslo. ¿Qué es un ésper?
–¿Un ésper? Uno que lee la mente. Uno…
El doctor sonrió.
–Está burlándose. Quiere mostrarse animoso. Muchos pacientes hacen lo mismo. Simulan sangre fría después de los accidentes. Se lo conoce como humor de Gallows.
–Oigan –dijo Reich desesperadamente–. Déjenme levantarme. Quiero decir algo…
Lo ayudaron a levantarse.
–Me llamo Ben Reich –dijo Reich dirigiéndose a la policía–. Ben Reich de Monarch. Ustedes me conocen. Quiero hacer una confesión. Quiero hacer una confesión ante Lincoln Powell, prefecto de policía. Llévenme a Powell.
–¿Quién es Powell?
–¿Y qué quiere confesar?
–El crimen de DʼCourtney. Maté a Craye DʼCourtney el mes pasado. En casa de María Beaumont… Díganselo a Powell. Yo maté a DʼCourtney.
Los policías se miraron sorprendidos. Uno de ellos se encaminó a un rincón y alzó un viejo teléfono de mano.
–¿Capitán? Tenemos a un individuo aquí. Dice llamarse Ben Reich de Monarch. Quiere confesar ante un prefecto llamado Powell. Dice que ha matado a un tal Craye DʼCourtney, el mes pasado. –Luego de una pausa el policía le preguntó a Reich–: ¿Cómo se deletrea eso?
–¡DʼCourtney! D mayúscula, apóstrofe, C mayúscula, O-U-R-T-N-E-Y.
El policía deletreó ante el teléfono y esperó. Luego de otra pausa, lanzó un gruñido y cortó la comunicación.
–Un gracioso –dijo, y se metió la libreta en el bolsillo.
–Oigan… –comenzó a decir Reich.
–¿Está bien ya? –preguntó el policía sin mirar a Reich.
–Algunos temblores, nada más. Está bien.
–¡Oigan! –gritó Reich.
El policía lo puso de pie y lo empujó hacia la puerta de la estación.
–Muy bien, compañero. ¡Fuera!
–¡Tienen que oírme! Yo…
–Tú me oirás a mí, compañero. No existe ningún Lincoln Powell en la policía. No hay ningún crimen DʼCourtney en los archivos. Y no queremos tratar con tipos de tu especie. Así que… ¡Fuera!
El policía arrastró a Reich hasta la calle.
El pavimento estaba roto, de un modo raro. Reich trastabilló, recobró el equilibrio y se quedó allí, inmóvil, aturdido, solo. La oscuridad era aún mayor, siempre mayor.
Sólo unas pocas luces brillaban en la calle. Los caminos aéreos estaban apagados. Las máquinas saltadoras habían desaparecido. En el camino aéreo se veían unos grandes agujeros.
–Estoy enfermo –gimió Reich–. Estoy enfermo. Necesito ayuda.
Comenzó a arrastrarse por las calles rotas, con las manos en el vientre.
–¡Eh! –aulló–. ¡Eh! ¿No hay nadie en esta ciudad olvidada de Dios? ¿Dónde están todos? ¡Eh!
No había nadie.
Volvió a gemir. Luego se rió… débilmente, inexpresivamente. Cantó con una voz quebrada:
–Ocho, señor…; cinco, señor…; uno, señor… Más tensión, dijo el tensor… Tensión…; compresión… y comienza… ¿Dónde están todos? –llamó con una voz quejosa–. ¡María! ¡Luces! ¡Ma-rí-aaa! ¡Para ese loco juego de la sardina!
Se tambaleó.
–¡Vuelve! –gritó–. En nombre de Dios. ¡Vuelve! ¡Estoy solo!
Ninguna respuesta.
Se dirigía hacia el Parque Sur 9, en busca de la casa Beaumont, el lugar donde había muerto DʼCourtney… y donde vivía María Beaumont, chillona, decadente, tranquilizante.
No había nada.
Una tundra desierta. Un cielo negro. Una desolación desconocida.
Nada.
Reich dio un grito…, un aullido ronco e inarticulado de rabia y temor.
Ninguna respuesta. Ni siquiera un eco.
–¡Por amor de Dios! –gritó–. ¿Dónde está todo? ¡Tráiganlo de vuelta! No hay nada sino espacio…
De la envolvente desolación surgió una figura encogida y creció hasta hacerse familiar, siniestra, gigante… Una figura hecha de sombras negras, que miraba, espiaba, en silencio… El hombre sin cara. Reich lo observó, paralizado, inmóvil.
Y la figura habló:
–No hay espacio. No hay nada.
Y en los oídos de Reich sonó un grito que era su voz, y un pulso martilleante que era su corazón. Estaba corriendo por un sendero largo y desconocido, desprovisto de vida, desprovisto de espacio; corría antes de que fuese demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde…, corría mientras aún había tiempo, tiempo, tiempo…
Corrió hacia una figura de sombras negras. Una figura sin cara. Una figura que dijo:
–No hay tiempo, no hay nada.
Reich retrocedió. Se dio vuelta. Cayó. Se arrastró débilmente por ese vacío eterno chillando:
–¡Powell! ¡Duffy! ¡Quizzard! ¡Tate! ¡Oh, Cristo! ¿Dónde están todos? ¿Dónde está todo? Por el amor de Dios…
Y Reich se enfrentó, cara a cara, con el hombre sin cara, que le dijo:
–No hay Dios. No hay nada.
Y ahora ya no había escapatoria. Sólo había una infinitud negativa y Reich y el hombre sin cara. Y clavado, helado, desamparado en el seno de aquella matriz, Reich por fin alzó los ojos y miró de frente el rostro de su mortal enemigo…, el hombre del que no podía escapar…, el terror de sus pesadillas…, el destructor de su existencia…
Era…
Él mismo.
DʼCourtney.
Ambos.
Dos caras, confundidas en una. Ben DʼCourtney. Craye Reich. DʼCourtney-Reich. DʼR.
Reich no podía hacer ningún ruido. No podía moverse. No había ni tiempo ni espacio ni materia. No quedaba sino un pensar agonizante.
–¿Padre?
–Hijo.
–¿Tú eres yo?
–Somos nosotros.
–¿Padre e hijo?
–Sí.
–No entiendo. ¿Qué ha pasado?
–Has perdido el juego, Ben.
–¿El juego de la sardina?
–El juego cósmico.
–Gané. Gané. Era mío todo el mundo. Yo…
–Y luego perdiste. Perdimos.
–¿Perdimos qué?
–La supervivencia.
–No entiendo. No puedo entender.
–Mi parte de nosotros entiende, Ben. Entenderías también si no me hubieses alejado de ti.
–¿Cómo te alejé de mí?
–Con toda esa envenenada y desfigurada corrupción que hay en ti.
–¿Tú dices eso? Tú…, traidor, que trataste de matarme.
–No había pasión en eso, Ben. Quería destruirte antes de que tú pudieras destruirnos. Así podríamos salvar la supervivencia. Era para ayudarte a perder el mundo y a ganar el juego, Ben.
–¿Qué juego? ¿Qué juego cósmico?
–El enigma…, el laberinto…, todo el universo, creado como un acertijo que tenemos que resolver. Las galaxias, las estrellas, el Sol, los planetas…, el mundo tal como lo conocemos. Somos la única realidad. Todo el resto es un disfraz…, muñecos, títeres, decorados…, pasiones fingidas. Una realidad disfrazada que tenemos que descubrir.
–Yo la conquisté. Yo era dueño de ella.
–Y tú no supiste descubrirla. Nunca conoceremos la solución. Sólo sabemos que no es el robo, el terror, el odio, la codicia, el crimen, la rapiña. Fracasaste y todo ha sido abolido, tachado.
–¿Pero qué ha pasado con nosotros?
–Hemos sido abolidos también. Traté de advertírtelo. Traté de detenerte. Pero no pasamos la prueba.
–¿Pero por qué? ¿Por qué? ¿Quiénes somos nosotros? ¿Qué somos nosotros?
–¿Quién lo sabe? ¿Sabe la semilla quién o qué cosa es cuando no cae en suelo fértil? ¿Importa acaso quiénes o qué somos? Perdimos. La prueba ha terminado. Estamos terminados.
–¡No!
–Quizá si hubiésemos solucionado el problema, Ben, viviríamos aún la realidad. Pero todo ha concluido. La realidad se ha transformado en sólo una posibilidad, y tú despertaste al fin… a nada.
–¡Volveremos! ¡Probaremos otra vez!
–No hay vuelta posible. Todo ha terminado.
–Descubriremos un camino. Tiene que haber un camino…
–No hay ninguno. Esto ha terminado.
Había terminado.
Ahora… la demolición.
Encontraron a los dos hombres a la mañana siguiente, allá arriba, en la isla, en los jardines que miraban al viejo canal de Haarlem. Ambos habían vagado toda la noche, por aceras y caminos aéreos, sin ver a su alrededor, buscándose sin embargo inevitablemente uno a otro, como dos agujas magnetizadas que hubiesen flotado en un estanque con juncos. Powell estaba sentado, con las piernas cruzadas, sobre el pasto húmedo, con la cara fruncida e inanimada, casi sin respiración, y el pulso muy débil. Asía a Reich con brazos de acero. Reich estaba encogido como una pelota fetal.