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Authors: John Katzenbach

El hombre equivocado (22 page)

BOOK: El hombre equivocado
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—¿Por qué no?

—Porque no es una idea lógica. No tenía motivo ni sentido. ¿Por qué O'Connell querría hacerles eso?

—Muy bien, ¿por qué?

—Eso tienes que averiguarlo por tu cuenta. Pero algo está claro: Michael O'Connell, que no les llegaba ni a la suela del zapato en educación, experiencia, prestigio y poder, era dos veces más listo que todos ellos, porque ellos eran como todas las personas normales, y él no. Allí estaban, atrapados en las redes de toda su maldad, sin poder verlo. ¿Qué habrías hecho tú? Han pasado cosas horribles, ¿pero tú habrías sabido reaccionar a tiempo?

No respondí directamente.

—Pero ¿cambió algo?

—Sí. Hubo un momento de lucidez.

—¿Y cómo fue?

Ella sonrió.

—Fue gracias a una frase afortunada en una situación muy desafortunada.

19 - Un cambio de estrategia

Al principio, Ashley se dejó llevar por la furia.

Segundos después de colgar, arrojó el teléfono móvil al otro extremo de la habitación, donde resonó contra la pared como un disparo. Se dobló por la cintura, con los puños apretados, la cara desencajada en una mueca, enrojecida, rechinando los dientes. Cogió un libro de texto y también lo estampó contra la misma pared. Fue a su dormitorio, cogió un cojín de la cama y empezó a aporrearlo como un boxeador en el último asalto, lanzando puñetazos a diestro y siniestro. Agarró la almohada y la desgarró; trozos de relleno sintético revolotearon a su alrededor, posándose en el suelo y en sus ropas. Tenía los ojos anegados en lágrimas y finalmente dejó escapar un gemido de desesperación, hundida en la más sombría depresión.

Se arrojó sobre la cama, adoptó una posición fetal y lloró lastimeramente, cediendo a toda su desdicha. Su cuerpo se agitaba de frustración, estremeciéndose, como si la frustración sacudiera todas las fibras de su cuerpo, como una infección errante.

Cuando se le agotaron las lágrimas, se dio media vuelta y contempló el techo, sujetando contra el pecho la almohada hecha jirones. Inspiró hondo. Sabía que las lágrimas no resuelven ningún problema, pero de cualquier forma se sintió un poco mejor. Cuando los latidos de su corazón recobraron un ritmo normal, se sentó en la cama.

—Muy bien —se dijo en voz alta—. Contrólate, chica.

Miró el móvil destrozado y decidió que su arrebato de furia era una bendición. Tendría que comprar un teléfono nuevo y, con él, un nuevo número. Un número, se prometió, que no tendría Michael O'Connell. Se volvió hacia la mesa, donde estaba el teléfono fijo. «Dalo de baja», se ordenó.

Junto al teléfono estaba su ordenador portátil.

—Muy bien —dijo, hablando consigo misma como con una niña pequeña—. Cambia de servidor y de cuenta de correo. Cancela todos los pagos domiciliados. Empieza de nuevo.

Entonces contempló el apartamento.

«Si tienes que mudarte, pues múdate», se dijo.

Resopló. Podía ir al registro de la universidad por la mañana y hacer que corrigieran sus datos. Sabía que sería un engorro, pero en alguna parte tenía copias de sus calificaciones en papel, y fuera cual fuese el truquito que Michael O'Connell utilizara, podría contrarrestarlo. Tal vez fuera imposible arreglar aquellas ausencias inexistentes, pero era sólo una asignatura, no sería tan desastroso.

Su despido era un problema mayor. No tenía ninguna confianza en que el subdirector no fuera a ser un obstáculo en el futuro. Era un rígido diletante y un machista encubierto, y Ashley odiaba tener que tratar de nuevo con él. Decidió que el mejor curso de acción sería conseguir que uno de sus profesores de la facultad le escribiera una carta diciéndole que seguramente se había confundido en sus apreciaciones sobre ella, y que repasara su historial de empleos. Seguro que podría conseguir a alguien que lo hiciese, cuando explicara las circunstancias. Tal vez no recuperase su puesto de trabajo, pero al menos minimizaría los daños colaterales.

Después de todo, se dijo, no es que el trabajo en el museo fuera el único del mundo. Tenía que haber muchos otros relacionados con el arte, que era lo que a ella le interesaba.

Cuanto más planeaba, mejor se sentía. Cuanto más decidía, más se sentía ella misma, fuerte y decidida. Tras unos instantes, se levantó y fue al cuarto de baño.

Se miró en el espejo y sacudió la cabeza; tenía los ojos hinchados y enrojecidos.

—Muy bien —dijo, mientras llenaba el lavabo con agua caliente para lavarse la cara—. Se acabaron las malditas lágrimas por culpa de ese hijo de puta.

Se acabó el estar asustada. Se acabó la ansiedad. Se acabó el apretar los dientes y la frustración nerviosa. Iba a continuar con su vida, maldito fuera Michael O'Connell.

De repente sintió hambre y, tras haberse desprendido de tanta tristeza, se dirigió a la cocina. Encontró una tarrina de helado Ben and Jerry's en el congelador y se zampó una buena cucharada. Una vez el dulce sabor mejoró su estado de ánimo, se dirigió al teléfono que le quedaba para llamar a su padre. Mientras cruzaba el apartamento, comiendo el helado directamente de la tarrina, vaciló junto a la ventana y contempló la noche con una súbita punzada de incertidumbre. «Se acabó mirar las sombras.» Se dio la vuelta, cogió el teléfono fijo y empezó a marcar, sin saber que un par de ojos escrutaban la tenue luz de la ventana de su casa en busca de un atisbo de su silueta, a la vez satisfecho e insatisfecho con la mera sugerencia de su presencia, completamente tranquilo en la oscuridad, excitado ahora por lo cerca que la sentía. Era algo que ella nunca entendería, pensó. Cada paso que ella daba para intentar separarse sólo lo excitaba más y más. Se subió el cuello del abrigo y se internó en las sombras. Allí podía sentirse cálido toda la noche si era necesario.

Hope se sorprendió al encontrar a Sally esperándola cuando llegó a casa esa noche. Habían caído en la más envarada de las pautas, marcada por largos silencios.

Miró a su compañera de tantos años y de repente sintió un arrebato de cansancio e inquietud. «Ya está —pensó—. Ahora es cuando nos decimos adiós.» Una tristeza difusa la embargó mientras miraba nerviosa a Sally.

—Vuelves un poco pronto esta noche —dijo con el tono más neutro posible—. ¿Tienes hambre? Puedo preparar algo rápido, pero no será gran cosa…

Sally apenas se movió. Tenía otro whisky en la mano.

—No tengo hambre —dijo con voz algo pastosa—. Pero tenemos que hablar. Tenemos un problema.

—Sí. Tal vez yo debería servirme una copa. —Fue a la cocina.

Mientras Hope se servía un vaso de vino blanco, Sally trató de decidir exactamente por dónde iba a empezar y qué problemas debería presentar primero. En su mente había una extraña confusión que unía el robo en la cuenta de su cliente y la amenaza a su carrera con la inquietante frialdad que sentía hacia Hope.

«¿Quién soy?», se preguntó Sally.

Se sentía como en los días antes de separarse de Scott. Una especie de sombra negra y gris teñía sus pensamientos. Le hizo falta mucha fuerza de voluntad para permanecer sentada. Quería levantarse y correr. Para ser una abogada acostumbrada a resolver conflictos, se sentía bruscamente incompetente.

Cuando alzó la cabeza, Hope estaba de pie en el umbral.

—Tengo que contarte lo que ha pasado —dijo Sally.

—¿Te has enamorado de otra persona?

—No, no…

—¿Un hombre?

—No.

—¿Otra mujer, entonces?

—No.

—¿Ya no me quieres?

—No sé qué quiero —respondió Sally—. Siento, no sé, como si me estuviera desvaneciendo, como si fuese una foto antigua.

Hope pensó que eso sonaba demasiado indulgente y romántico. Le sentó como un puñetazo e hizo todo lo que pudo, dada la tensión a la que había estado sometida, por no estallar.

—¿Sabes, Sally? —dijo con una frialdad que la sorprendió—. No quiero discutir los vaivenes de tu estado emocional. Las cosas no son perfectas. ¿Qué es lo que quieres hacer? Odio vivir en este campo de minas que tenemos por casa. Me parece que o bien nos separamos o… no sé, ¿qué? ¿Qué sugieres? Pero desde luego odio esta montaña rusa psicológica…

Sally negó con la cabeza.

—No lo había pensado.

—Y una mierda que no. —Hope sentía remordimientos por lo bien que le sentaba estar furiosa.

Sally empezó a decir algo, pero se detuvo.

—Hay otro problema —dijo—. Uno que nos afecta a las dos, a cómo vivimos…

Sally la informó de la denuncia del Colegio de Abogados y de la dura realidad de que una buena parte de sus ahorros, al menos por el momento, había volado, y que tardaría algún tiempo en localizar el dinero y realizar los trámites necesarios para recuperarlo.

Hope escuchó asombrada.

—Estás bromeando, ¿no?

—Ojalá.

—Pero no era tu dinero, era nuestro dinero. Tendrías que haberme consultado primero…

—Tuve que actuar con rapidez para impedir una investigación por parte del Colegio de Abogados.

—Eso es una excusa. Pero no explica por qué no cogiste el maldito teléfono para decirme lo que estaba pasando.

Sally no respondió.

—¿Así que no sólo estamos al borde del divorcio, sino que de pronto nos quedamos sin blanca?

Sally asintió.

—Bueno, no del todo, pero hasta que las cosas se resuelvan…

—¡Magnífico! ¡De maravilla! ¿Qué demonios vamos a hacer ahora? —Hope se levantó para pasearse por la habitación. Estaba tan enfadada que le parecía que las luces de la habitación parpadeaban.

Antes de que Sally pudiera responder «No lo sé», sonó el teléfono.

Hope lo miró como si el aparato tuviera la culpa de todas las desgracias y cruzó la habitación para atenderlo. Murmuraba obscenidades para sí a cada paso.

—¿Sí? —dijo con rudeza—. ¿Quién es?

Desde el sillón, entristecida por el caos en que parecía estar sumida su vida, Sally vio que el rostro de Hope se tensaba de repente.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Algo va mal?

Hope vaciló, escuchando a su interlocutor. Al final asintió.

—Madre de Dios. Espera, te la paso. —Se volvió hacia Sally—. Sí. No. Toma. Cógelo. Es Scott. El gusano ha vuelto a la vida de Ashley. A lo grande.

Scott llegó a la casa una hora más tarde. Llamó al timbre, oyó a
Anónimo
ladrar y cuando alzó la cabeza vio que era Hope quien había abierto la puerta. Tuvieron su habitual momento de embarazoso silencio, y luego ella dijo:

—Hola, Scott. Pasa.

A él le sorprendió ver que Hope había estado llorando, porque siempre había supuesto que ella era la dura en la relación con Sally: su ex esposa siempre era la mitad pasiva de cualquier relación.

Se saltó los saludos cuando llegó al salón.

—¿Has hablado con Ashley?

Sally asintió.

—Mientras venías para aquí. Me ha informado de lo que te ha contado. Ahora está sin trabajo y metida en un lío en sus estudios —suspiró—. Supongo que hemos subestimado a ese O'Connell.

Scott alzó las cejas.

—Eso sería quedarnos cortos. Fue un error probablemente inevitable. Pero ahora tenemos que ayudar a Ashley a salir de la encrucijada.

—Creí que habías ido a Boston para eso —dijo Sally fríamente, mirándolo con las cejas arqueadas—. Junto con cinco mil dólares en efectivo.

—Sí —replicó Scott con la misma frialdad—. Supongo que nuestra oferta de soborno no funcionó. Bien, ¿cuál es el siguiente paso?

Todos guardaron silencio, hasta que Hope estalló.

—Ashley tiene problemas graves. Está claro que necesita ayuda, pero ¿cómo? ¿Qué podemos hacer?

—Tiene que haber leyes que la protejan —dijo Scott.

—Las hay, pero ¿cómo las aplicamos? —observó Hope—. Y hasta ahora, ¿qué ley pensamos que ha quebrantado ese tipo? No la ha atacado. No la ha golpeado. No la ha amenazado. Le ha dicho que la ama. Y la ha seguido. Y luego lo que ha hecho es joderle la vida con el ordenador. Malicia, principalmente…

—Hay leyes contra eso —dijo Sally.

—¿Contra la malicia con el ordenador? —repuso él—. No lo creo.

—Acoso anónimo —dijo Sally.

Scott se echó hacia atrás en su asiento.

—He tenido un problema peliagudo esta última semana, generado anónimamente por ordenador. Creo que está resuelto, pero…

—Yo también —dijo Hope.

Sally alzó la cabeza, sorprendida. Pero antes de que pudiera decir nada, Hope la señaló directamente.

—Y tú también. —Y se levantó—. Creo que vamos a necesitar una copa —dijo, y se marchó en busca de otra botella de vino—. Tal vez más de una —exclamó por encima del hombro, mientras Scott y Sally se miraban el uno al otro, sumidos en la duda.

El detective de la policía estatal de Massachusetts sentado frente a mí parecía un tipo bastante agradable, sin ese aspecto endurecido y cansino de los policías de las novelas. De estatura y constitución medias, llevaba una chaqueta cruzada azul y pantalones caquis baratos, y tenía un cabello corto tirando a pelirrojo y un desarmante bigote hirsuto en el labio superior. De no ser por la negra pistola Glock de 9 mm que llevaba en una sobaquera, habría parecido más bien un vendedor de seguros o un profesor de instituto.

Se reclinó en su silla, ignorando el teléfono que sonaba.

—Así que quiere saber un poco sobre el acoso, ¿eh?

—Sí. Estoy haciendo un trabajo de investigación —respondí.

—¿Para un libro? ¿O un artículo? ¿No porque tenga interés personal en el tema?

—Creo que no comprendo…

El detective sonrió.

—Bueno, usted parece el tipo que va a ver al médico y dice: «Tengo un amigo que quiere saber cuáles son los síntomas de una enfermedad como la sífilis o la gonorrea. Y cómo él, mi amigo, puede haberla pillado, porque le duele un montón…»

Negué con la cabeza.

—¿Cree que me están acosando y quiero…?

Él sonrió con aire calculador.

—O tal vez quiere acosar a alguien y está reuniendo información para evitar ser arrestado. Suena a locura, pero un acosador realmente decidido lo intentaría. Es un grave error subestimar a los acosadores de verdad.

Se acomodó en su silla.

—Un acosador decidido convierte en una ciencia su obsesión. En una ciencia y en un arte.

—¿Cómo es eso?

—No sólo estudia a su víctima, sino también su mundo. Familia, amigos, trabajo, estudios. Dónde le gusta cenar, a qué cine va, dónde repara su coche o compra la lotería. Dónde saca a pasear al perro. Usa todo tipo de recursos, legales e ilegales, para acumular información. No deja de medir, calibrar, prever. Dedica todos sus pensamientos a su objetivo… tanto que a menudo piensa por adelantado, casi como si leyese la mente de su víctima. Llega a conocerla casi mejor de lo que se conocen ella misma…

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