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Authors: John Katzenbach

El hombre equivocado (23 page)

BOOK: El hombre equivocado
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—¿Qué impulsa todo esto?

—Los psicólogos no están seguros. La conducta obsesiva es siempre un misterio. ¿Un pasado con aristas o flecos sueltos?

—Probablemente más que eso, ¿no?

—Sí, probablemente. Si se rasca un poco la superficie, se encuentran cosas muy desagradables en la infancia. Abusos, violencia y todo lo demás. —Sacudió la cabeza—. Son tipos peligrosos. No son criminales corrientes, en modo alguno. Ya seas la cajera del supermercado local acosada por su ex novio motero, o una estrella de Holywood acosada por un fan, corres mucho peligro, porque, no importa lo que hagas: si se lo proponen, llegarán hasta ti. Y la policía, incluso con órdenes de alejamiento temporal y leyes anti acoso cibernético sólo puede intervenir a posteriori, no puede impedir un acoso eventual. Los acosadores lo saben. Y lo más terrible es que a menudo no les importa. Ni pizca. Son inmunes a las sanciones habituales. La vergüenza, la ruina económica, la cárcel, incluso la muerte, son cosas que no los asustan necesariamente. Lo que temen es perder de vista su objetivo. Eso es lo único que les preocupa, y la persecución se convierte en su única razón para vivir.

—¿Qué puede hacer una víctima?

Buscó en su mesa y sacó un folleto titulado
¿Se siente víctima de acoso? Consejos de la policía estatal de Massachusetts.

—Les damos material para leer.

—¿Ya está?

—Hasta que se comete un delito. Pero entonces suele ser demasiado tarde.

—¿Y los grupos de defensa y…?

—Bueno, pueden ayudar a algunas personas. Hay casas francas, lugares seguros, grupos de apoyo, lo que quiera. Pueden proporcionar ayuda en algunos casos. Yo nunca le diría a nadie que no contacte con ellos, pero hay que ser cauteloso, porque puedes provocar una confrontación que realmente no quieres. De todas formas siempre suele ser demasiado tarde. ¿Sabe qué es lo más absurdo?

Negué con la cabeza.

—Nuestra Asamblea Legislativa siempre está dispuesta a aprobar leyes para proteger a la gente, pero el acosador obstinado es capaz de sortearlas. Y, aún peor, cuando intervienen las autoridades, cuando cursas la denuncia y el caso queda registrado y obtienes la orden judicial de alejamiento, eso es precisamente lo que puede provocar el desastre. De esa manera se fuerza la jugada del malo. Haces que actúe de manera precipitada. Carga toda su munición y anuncia: «Si no puedo tenerte, nadie podrá…»

—¿Y?

—Use su imaginación, señor escritor. Ya sabe lo que pasa cuando un tipo aparece en una oficina, o una vivienda, o donde sea, vestido como Rambo, con un fusil de asalto, dos pistolas y suficiente munición para repeler a un equipo de los SWAT durante horas. Ha visto esas historias.

Guardé silencio. Lo había visto. El detective volvió a sonreír.

—Por lo que podemos decir, tanto los policías como los psicólogos forenses, el perfil más parecido de un acosador obsesivo es muy similar al de un asesino en serie. —Se reclinó en su asiento—. Da que pensar, ¿eh?

20 - Acciones, buenas y malas

—¿Tenemos alguna idea real de a qué nos enfrentamos?

La pregunta de Sally quedó flotando en el aire.

—Quiero decir, aparte de lo que Ashley nos ha contado, que no es mucho, ¿qué sabemos de ese tipo que le está fastidiando la vida?

Se volvió hacia su ex marido. Todavía sostenía el vaso de whisky, sin beberlo; estaba demasiado nerviosa para perder la sobriedad.

—Scott, tú eres el único, aparte de Ashley, claro está, que ha visto a ese tipo. Imagino que extrajiste algunas conclusiones. Te daría alguna impresión. Tal vez podamos empezar por ahí…

Él vaciló. Estaba acostumbrado a dirigir la conversación en una clase y que de repente le pidieran su opinión lo pilló un poco desprevenido.

—No me pareció alguien con quien ninguno de nosotros pudiera sentirse cómodo —dijo lentamente.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Sally.

—Bueno, es fornido, atractivo y obviamente bastante listo, pero también duro, más o menos lo que cabe esperar de un tipo que tal vez monta en moto, trabaja de peón en alguna parte y asiste a clases nocturnas para adultos. Mi impresión es que procede de un entorno bastante pobre… no es el tipo que suele encontrarse en mi facultad, ni en el colegio de Hope. Y tampoco encaja con el tipo de joven que Ashley conoce, le profesa amor eterno y rompe cuatro semanas más tarde. Ésos siempre parecen del tipo artista: delgados, melenudos y nerviosos. O'Connell es duro y resabiado. Tal vez te hayas encontrado con algunos como él en tu profesión, pero creo que estás a otro nivel.

—Y ese tipo está…

—Por debajo de los círculos en que te mueves. Pero puede que eso no sea una desventaja.

Sally arrugó el entrecejo.

—Pero, Dios santo, ¿cómo demonios Ashley se lió con un tipo así?

—Cometió un error —dijo Hope. Había permanecido sentada en silencio, con una mano en el lomo de
Anónimo.
rebullendo por dentro. Al principio no supo si le correspondía participar en la conversación, y decidió que sí, qué demonios. No comprendía cómo Sally parecía tan distante. Era como si estuviese fuera de lo que estaba sucediendo… incluyendo sus propias finanzas jodidas—. Todo el mundo se equivoca alguna vez. Cosas que luego lamentamos. La diferencia es que continuamos adelante. Este tipo no deja que Ashley lo haga. —Miró a Scott, luego a Sally—. Tal vez Scott fue tu error, o tal vez lo soy yo. O tal vez hubo alguien más que has mantenido en secreto durante años. Pero no importa, has seguido adelante. Este O'Connell es otra clase de persona.

—De acuerdo —dijo Sally con cautela, tras un silencio incómodo—. ¿Cómo seguimos?

—Bueno, para empezar, tenemos que sacar a Ashley de allí —decidió Scott.

—Pero ella estudia en Boston. Allí está su vida. ¿Crees que debemos traerla aquí, como a una excursionista que vuelve añorante a casa después de pasar su primera noche fuera?

—Sí. Exactamente.

—¿Creéis que vendrá? —intervino Hope.

—¿Tenemos ese derecho? —preguntó Sally—. Es una mujer adulta. Ya no es una niña…

—Ya lo sé —replicó Scott, picado—. Pero si somos razonables…

—¿Es que algo de esto es razonable? —preguntó Hope bruscamente—. Quiero decir, ¿por qué debería regresar a casa al primer signo de problemas? Tiene derecho a vivir donde quiera, y tiene derecho a vivir su propia vida, incluyendo sus errores. Ese O'Connell no tiene ningún derecho a obligarla a huir.

—Cierto. Pero no estamos hablando de derechos. Estamos hablando de realidades.

—Bien —dijo Sally—. La realidad es que tendremos que hacer lo que Sally quiera, y no sabemos qué es.

—Es mi hija. Si le pido que haga algo, lo hará —replicó Scott, envarado y tenso.

—Eres su padre, no su dueño —precisó Sally.

Hubo un silencio incómodo.

—Deberíamos saber qué quiere Ashley.

—No es momento de ñoñerías políticamente correctas —replicó Scott—. Tenemos que ser más agresivos. Al menos hasta que comprendamos de verdad a qué nos enfrentamos.

Otro silencio.

—Estoy con Scott —dijo Hope de pronto. Sally la miró con expresión de sorpresa—. No podemos quedarnos cruzados de brazos. Hemos de actuar. Al menos de manera modesta.

—¿Qué sugerís?

—Deberíamos averiguar algo sobre O'Connell —dijo Scott—, al tiempo que apartamos a Ashley de su alcance. Tal vez uno de nosotros debería empezar a investigarlo…

Sally levantó una mano.

—Propongo contratar a un profesional. Conozco a un detective privado que hace esa clase de trabajos. Su precio es razonable, además.

—De acuerdo —dijo Scott—. Contrata a alguien y veamos qué encuentra. Mientras tanto, tenemos que alejar a Ashley físicamente de O'Connell…

—¿Y traerla a casa? Eso parecerá una muestra de debilidad —dijo Sally.

—También parece sensato. Tal vez lo que necesita ahora mismo es alguien que la cuide.

Scott y Sally se miraron, recordando algún momento de su pasado en común.

—Mi madre —interrumpió Hope.

—¿Tu madre qué?

—Ashley siempre se ha llevado bien con ella, y vive en ese tipo de ciudad pequeñita donde un desconocido que llega haciendo preguntas nunca pasa inadvertido. Será difícil para O'Connell seguirla allí. Queda bastante cerca, pero lo suficientemente lejos. Y dudo que pueda descubrir dónde está.

—Pero sus clases… —insistió Sally.

—Siempre puede recuperar un semestre perdido —dijo Hope.

—Estoy de acuerdo —asintió Scott—. Muy bien, tenemos un plan. Ahora sólo tenemos que incluir en él a Ashley.

Michael O'Connell escuchaba a los Rolling Stones en su iPod. Mientras Mick Jagger cantaba
All your love is just sweet addiction,
iba medio bailando por la calle, ajeno a las miradas de los peatones, marcando con los pies el ritmo. Era poco antes de medianoche, pero la música proyectaba destellos de luz en su camino. Dejaba que los sonidos guiaran sus pensamientos, imaginando un ritmo para el que sería su siguiente paso con Ashley. Algo que ella no se esperaba, pensó, algo que le dejara claro lo absoluta que era su presencia.

Le parecía que ella no lo comprendía del todo. Todavía no.

Había esperado ante su apartamento hasta que vio apagarse las luces y supo que se había ido a la cama. Ashley no sabía, pensó, cuánto más fácil es ver en la oscuridad. Una luz sólo marca una zona específica. Era mucho mejor aprender a detectar sombras y movimientos en la noche. «Los mejores depredadores trabajan de noche, se recordó O'Connell».

La canción terminó, y él se detuvo en la acera. Al otro lado de la calle había un cine pequeño donde proyectaban una película francesa,
Nid de Guêpes.
Se deslizó entre las sombras y vio a la gente salir del local. Como esperaba, la mayoría eran parejas jóvenes. Parecían llenas de energía, no con esa expresión sombría de «acabo de ver algo trascendente» de los espectadores de lo que O'Connell llamaba despectivamente «cine artístico». Se fijó en una pareja joven que iba cogida del brazo, riendo.

Lo irritaron de inmediato. Su corazón se aceleró levemente y los observó con atención cuando pasaron por delante de un cartel de neón en la acera de enfrente. Apretó la mandíbula y notó un sabor ácido en la lengua.

No había nada notable en la pareja, y sin embargo le resultaban insoportables. La joven se apoyaba en el chico cogida del brazo, de modo que caminaban como una sola persona, sus pisadas al unísono, un momento de intimidad pública. Él se puso en marcha, moviéndose en paralelo a la pareja, calibrándolos más directamente, mientras una extraña furia crecía en su interior.

Se rozaban los hombros mientras caminaban, levemente encorvados el uno hacia el otro. O'Connell advirtió que alternaban risas y breves frases.

Seguramente no llevaban mucho tiempo juntos. Su lenguaje corporal transmitía novedad y entusiasmo, era una relación que estaba echando raíces, y ambos todavía se hallaban en el proceso de conocerse mutuamente. La chica agarraba con fuerza el brazo del muchacho, y O'Connell supuso que probablemente ya se habían acostado, pero sólo una vez. Cada contacto, cada caricia, aún tenía el arrebato de la aventura y una mareante expectativa ilusionada.

Los odió con más ahínco.

No le costó trabajo imaginar qué harían el resto de la noche. Era tarde, así que decidirían no ir a un Starbucks para tomar café o a un Baskin-Robbins para tomar un helado, aunque se detendrían ante cada uno de esos sitios y simularían sopesar la decisión, cuando lo que querían en realidad era devorarse mutuamente. El chico hablaría de películas, de libros, de las clases en la facultad, mientras la muchacha escucharía, intercalando algún que otro comentario, ambos pendientes del otro. El chico no necesitaría más ánimos que la presión del brazo de ella. Luego llegarían al apartamento riendo. Y, una vez dentro, sólo pasarían segundos antes de que encontraran la cama y se quitaran las ropas, todo cansancio desaparecido al instante, superado por la frescura del amor.

O'Connell respiraba entrecortadamente, pero en silencio.

«Eso es lo que ellos creen que pasará. Eso es lo que supuestamente va a pasar. Eso es lo que está marcado que pase. —Sonrió—. Pero no esta noche.»

Avivando el paso, caminó al ritmo de la pareja, vigilando su avance por la acera contraria. Los adelantó y en la siguiente esquina, cuando el semáforo se puso verde, cruzó rápidamente la acera y se dirigió de frente hacia ellos, los hombros encogidos, cabizbajo. De modo que semejaron un par de barcos en un canal, destinados a cruzarse. O'Connell midió la distancia, advirtiendo que ellos seguían conversando y no prestaban atención al entorno.

Justo cuando se cruzaban, O'Connell de pronto se desvió hacia un lado y su hombro chocó con el del muchacho. Entonces se irguió y, sin detenerse, le espetó rudamente:

—¡Eh! ¿Qué demonios te pasa? ¡Mira por dónde vas!

La pareja medio se volvió hacia O'Connell.

—Oye, lo siento —dijo el chico—. Ha sido culpa mía. Lo siento.

Continuaron su camino tras dirigir una fugaz mirada a O'Connell.

—¡Gilipollas! —dijo O'Connell, lo bastante fuerte para que lo oyeran, y se detuvo.

El chico se giró, todavía cogido al brazo de la muchacha, pensando en replicar, pero se lo pensó mejor. No quería estropear aquella noche maravillosa, así que siguieron su camino. O'Connell contó lentamente hasta tres, dando a la pareja tiempo para poner más distancia entre ellos, y luego empezó a seguirlos. Un súbito claxon hizo que la chica mirara por encima del hombro y lo viera. O'Connell reconoció una pequeña expresión de alarma en su rostro.

«Eso es —pensó—. Camina unos pasos más, calibrando el peligro, imaginando lo peor.»

Al ver que la chica hablaba rápidamente con el muchacho, O'Connell se escondió tras una valla en sombras, desapareciendo de su línea de visión. Tuvo ganas de reírse. De nuevo, contó para sí.

«Uno, dos, tres…»

Tiempo suficiente para que el chico oyera lo que la chica le decía y se detuviera.

«Cuatro, cinco, seis…»

Para girarse y escrutar entre las sombras y las luces de neón.

«Siete, ocho, nueve…»

Para tratar de divisarlo en la oscuridad y la noche, en vano.

«Diez, once, doce…»

Para volverse hacia la chica.

«Trece, catorce, quince…»

Para un segundo vistazo, sólo para asegurarse de que él, O'Connell, se había ido.

«Dieciséis, diecisiete, dieciocho…»

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