El hombre equivocado (41 page)

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Authors: John Katzenbach

BOOK: El hombre equivocado
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—No —respondió ella impostando un tono triste—. Y tampoco lo vi en el pasillo.

—Intento mantener a mis pequeños fuera del pasillo. No puedo estar encima todo el tiempo, porque les gusta ir y venir, así son los gatos, ya sabe, querida. Pero creo que él les está haciendo algo muy malo.

—¿Qué le hace pensar…?

—Él no lo sabe, pero los reconozco a todos. Y cada pocos días echo en falta uno. Me gustaría llamar a la policía, pero él tiene razón. Probablemente se los llevarían a todos, y yo no podría soportarlo. Es un hombre malo; ojalá se mudara. Nunca debería…

Se detuvo, y Hope se inclinó hacia delante. La anciana suspiró, y miró alrededor.

—Me temo, querida, que si su pequeño
Calcetines
vino de visita, entonces ese hombre malvado puede haberlo cogido. O lastimado.

Hope asintió.

—Parece terrible.

—Lo es —dijo la señora Abramowicz—. Me da miedo y normalmente no hablo con él, excepto cuando discutimos, como hoy. Creo que también le da miedo a la otra gente que vive aquí, pero no dicen nada. ¿Qué podríamos hacer? Paga el alquiler puntualmente, no arma jaleo y no trae gente extraña al edificio, y eso es lo único que preocupa a los propietarios.

Hope sorbió el té dulzón.

—Ojalá pudiera estar segura —dijo—. Sobre
Calcetines,
me refiero.

La señora Abramowicz se echó hacia atrás.

—Hay una manera de que pueda estarlo —dijo lentamente—. Y podría ayudar a responder a alguna de mis preguntas también. Soy vieja y he perdido fuerzas. Y me da miedo, pero no tengo ningún otro sitio al que ir. Pero usted, querida, parece mucho más fuerte que yo. Más fuerte de lo que yo era cuando tenía su edad. Y apuesto a que no se asusta de nada.

—Sí —dijo Hope.

La anciana sonrió de nuevo, casi con timidez.

—En vida de mi marido nuestro apartamento era más grande. De hecho, incluía el espacio que ahora ocupa ese O'Connell. Teníamos dos dormitorios y una salita, un estudio y un comedor formal, todo este extremo del edificio. Pero después de que mi Alfred muriera lo dividieron. Convirtieron nuestro gran apartamento en tres. Pero fueron perezosos.

—¿Perezosos?

La señora Abramowicz bebió otro sorbo de infusión. Hope vio sus ojos destellar con ira inesperada.

—Sí. Perezosos. ¿No cree que es de perezosos no molestarse en cambiar la cerradura de las puertas de los nuevos apartamentos? Los apartamentos que una vez fueron mi apartamento.

Hope asintió, súbitamente tensa.

—Quiero saber qué les ha hecho a mis gatos ese malnacido —añadió la anciana con voz grave. Y entornó los ojos. Hope advirtió que había algo de formidable en la anciana—. E imagino que usted quiere saber lo que le ha pasado a
Calcetines.
Sólo hay una manera de asegurarse, y es echar un vistazo ahí dentro.

Se inclinó y acercó el rostro a un palmo del de Hope.

—Él no lo sabe —susurró—, pero tengo la llave de su puerta.

—Bien —dijo ella mientras una sombra se deslizaba sobre su rostro—. ¿Ves ahora lo que estaba en juego?

Cualquier periodista sabe que hay una seducción necesaria entre entrevistador y entrevistado. O tal vez es saber instintivamente cómo sonsacar a una fuente la historia más difícil. De todas formas, yo sabía que ella llevaba la batuta, lo había hecho desde el principio. Nuestras reuniones eran una entrega secreta de información, pero al contar la historia yo la utilizaría a ella tanto como ella me utilizaba a mí.

Hizo una pausa antes de decir:

—¿Cuántas veces oyes entre tus amigos de mediana edad el deseo de cambiar las cosas? ¿De ser algo distinto de lo que son? Quieren que suceda algo que vuelva sus vidas patas arriba, para no tener que enfrentarse a las aburridas y mortales rutinas cotidianas.

—Bastante a menudo —respondí.

—Pero la mayoría de la gente miente cuando dice que quiere un cambio, porque el cambio es demasiado aterrador. Lo que realmente quieren es recuperar la juventud. Cuando se es joven, todas las decisiones son aventuras. Sólo cuando llegamos a la madurez empezamos a dudar de nuestras decisiones. Nos fijamos un camino, así que tenemos que recorrerlo, ¿no? Y todo se vuelve problemático: no ganamos la lotería. En cambio, el jefe nos llama para entregarnos el finiquito. Tras veinte años de matrimonio, él o ella anuncia: «He conocido a una nueva persona y te dejo.» El médico mira los resultados de los análisis con ceño y dice: «Estos porcentajes me dan mala espina. Haremos unas pruebas adicionales.»

—¿Scott y Sally?

—Para ellos, O'Connell había creado ese momento. O tal vez ese momento se acercaba rápidamente. ¿Podrían proteger a Ashley?

De repente se llevó la mano a los labios y soltó un largo suspiro. Tardó un segundo en recuperar la compostura.

—Aunque nadie lo había expresado todavía, todos sabían que lo que esperaban conseguir tendría un precio muy alto.

35 - Una sola bota

Nerviosa, Hope estaba ante la puerta de O'Connell llave en mano. Tras ella, la señora Abramowicz estaba asomada a su propia puerta, con los gatos arremolinados en torno a sus pies. Gesticuló ansiosamente para que Hope continuara.

—Yo vigilaré. No pasará nada. Pero dése prisa —susurró la anciana.

Hope inspiró hondo y encajó la llave en la cerradura. No estaba segura de lo que hacía ni de qué buscaba, y tampoco sabía exactamente qué esperaba descubrir. Pero mientras giraba la llave con un leve chasquido, imaginó a O'Connell regresando a su apartamento. Pudo sentir su aliento tras la oreja, imaginó el siseo de su voz. Apretó los dientes y se dijo que lucharía con fuerza, llegado el caso.

—Rápido, querida —la apremió la señora Abramowicz—. Descubra qué les ha hecho a mis gatos.

Hope abrió la puerta y entró.

No supo si cerrarla o dejarla entornada. «¿Y ahora qué? —pensó—. Si vuelve, estaré atrapada aquí. No hay puerta trasera ni escalera de incendios. No hay forma de huir.» Cerró la puerta casi del todo. Al menos contaba con que la señora Abramowicz la advirtiera si veía entrar a O'Connell, si la anciana era capaz de advertirla.

Observó el apartamento. Todo estaba sucio y descuidado. A O'Connell no le importaba su entorno inmediato. No había pósters en las paredes, ni plantas en la ventana, ni una alfombra de colores vivos. Tampoco había televisor ni aparato de música. Sólo algunos libros de informática en un rincón. El apartamento era decrépito y austero: el refugio de un monje. Esto inquietó a Hope; la constatación de que toda la vida de Michael O'Connell discurría en su mente perversa. Vivía en un lugar diferente de donde dormía.

Hizo acopio de valor y se dijo: «Memoriza y recuérdalo todo.»

Sacó un papel y cogió un bolígrafo. Dibujó un burdo esbozo del apartamento y luego se volvió hacia la mesa. Era de madera barata y estaba apoyada en dos archivadores de metal negros. Había una única silla, colocada delante de un ordenador portátil. El ambiente tenía una simplicidad total: pudo imaginar a O'Connell sentado ante la pantalla, su frío resplandor bañándole el rostro concentrado. El ordenador parecía nuevo. Estaba abierto y el piloto ámbar encendido.

Hope prestó atención a algún sonido procedente del pasillo y luego se sentó delante del ordenador. Anotó la marca y el modelo. Luego contempló la pantalla negra. Como un operario que busca un cable expuesto, tocó el ratón. La máquina zumbó y la pantalla destelló al cobrar vida.

Hope se quedó de una pieza: el salvapantallas era una foto de Ashley.

Estaba un poco desenfocada, y parecía tomada deprisa a pocos metros de distancia. La mostraba en el acto de girarse con gesto de sorpresa. Su expresión reflejaba miedo.

Hope la contempló y oyó su propia respiración entrecortada. Aquella foto le dijo varias cosas, ninguna de ellas buena. Le dijo que O'Connell adoraba ese momento en que Ashley, pillada desprevenida, mostraba miedo.

Era amor, pensó. De la peor clase.

Mordiéndose el labio, movió el cursor hasta «Mis documentos» e hizo clic. Había cuatro carpetas: «Ashley amor», «Ashley odio», «Ashley familia» y «Ashley futuro».

Hizo clic en la primera y salió un recuadro: «Introducir contraseña.» Abrió «Ashley odio». Igual que la anterior.

Sacudió la cabeza. Pensó que podría encontrar la contraseña si se concentraba, pero le preocupaba el tiempo que llevaba allí. Cerró todo y dejó el ordenador tal como estaba. Luego abrió los archivadores, que estaban vacíos aparte de algunos lápices y papeles de impresora.

Cuando se levantó, se sintió un poco mareada. «Deprisa —se dijo—. Estás forzando tu suerte.» Miró alrededor y decidió echar un vistazo al dormitorio.

La habitación olía a sudor y descuido. Rebuscó un poco en una cómoda desvencijada. Había un colchón en un somier, con un revoltijo de sábanas y mantas encima. Se agachó y miró bajo la cama. Nada. Se volvió hacia el armario. Contenía unas chaquetas y camisas, una única chaqueta negra cruzada, dos corbatas, una camisa de vestir y unos pantalones grises. Nada fuera de lo común. Estaba a punto de volverse cuando vio en un rincón una única bota de trabajo, con un calcetín de deporte gris manchado de tierra encima. Estaba parcialmente cubierta por un montón de prendas sudadas.

Una única bota.

Buscó la pareja, sin éxito.

Se quedó inmóvil, mirando la bota como si pudiera decirle algo. Luego se inclinó, extendió la mano hasta el fondo y apartó las ropas para apoderarse de la bota. Era pesada y pensó que tenía algo dentro. Como un cirujano que retira un trozo de piel, quitó el calcetín y echó un vistazo al interior.

Gimió.

Dentro de la bota había una pistola.

Fue a cogerla, pero se dijo: «No la toques.» No supo por qué.

Una parte de ella quiso cogerla, robarla, quitársela a O'Connell. «¿Es ésta la pistola que usará para matar a Ashley?»

Se sintió atrapada, como si la retuvieran bajo el agua. Sabía que si cogía el arma O'Connell sabría que uno de ellos había estado allí. Y reaccionaría, tal vez de manera violenta. Tal vez tenía otra arma en alguna parte. Tal vez, tal vez. Dudas y cuestiones se debatían en su interior. Deseó que hubiera algún modo de volver estéril el arma, como quitarle el percutor. Lo había leído una vez en una novela policíaca, pero no sabía cómo hacerlo. Y llevarse las balas sería inútil. Él sabría que alguien había estado allí, y simplemente las sustituiría.

Miró la pistola. En un lado del cañón vio la marca y el calibre: 25.

Sin saber si era lo adecuado, devolvió la bota al rincón del armario y luego puso las ropas exactamente como estaban antes.

Quiso correr. ¿Cuánto tiempo llevaba en el apartamento? ¿Cinco minutos? ¿Media hora? Le pareció oír pasos, voces
.
«¡Márchate ya!», se ordenó.

Se incorporó, dejó atrás el cuarto de baño y fue a la pequeña cocina. «Los gatos», recordó. La señora Abramowicz esperaba esa información.

No había mesa, sólo un frigorífico, una cocina pequeña de cuatro quemadores y un par de estantes llenos de sopas en lata y preparados. No había comida para gatos, ni raticida para mezclar en una comida letal. Abrió el frigorífico. Algunos embutidos y un par de cervezas eran todo lo que O'Connell guardaba dentro. Cerró la puerta y entonces, casi por instinto, abrió el congelador, esperando ver un par de pizzas congeladas.

Lo que vio fue un mazazo y apenas pudo sofocar un grito.

Los cadáveres congelados de varios gatos la miraron sin verla. Uno de ellos tenía los dientes expuestos, como una gárgola, en una mueca aterradora.

El pánico se apoderó de Hope. Dio un paso atrás, la mano sobre la boca, el corazón desbocado, sintiendo náuseas y mareo. Necesitaba gritar, pero tenía la garganta atenazada. Cada fibra de su ser le decía que huyera, que saliera de allí para no regresar nunca. Trató de calmarse, pero era una batalla perdida. Cerró el congelador con mano temblorosa.

En el pasillo oyó de pronto un siseo.

—¡Rápido, querida! ¡Alguien sube en el ascensor!

Hope corrió hacia la puerta.

—¡Aprisa! —susurraba la señora Abramowicz—. ¡Aprisa!

La anciana estaba en la puerta de su apartamento cuando Hope salió al pasillo. Vio el indicador del ascensor que empezaba a subir, y cerró la puerta de O'Connell. Tanteó con la llave y estuvo a punto de dejarla caer al tratar de encajarla en la cerradura.

La señora Abramowicz retrocedió para dejarle espacio. Los gatos a sus pies se movían inquietos, como si hubieran captado el miedo en la voz de la anciana.

—¡Deprisa, deprisa!

La anciana había desaparecido en su apartamento, dejando la puerta apenas entornada. La llave por fin giró y Hope se volvió hacia el ascensor. Lo vio llegar a la planta.

Se quedó petrificada.

El ascensor pareció detenerse, pero siguió hacia arriba.

Los oídos le zumbaban y cada sonido parecía lejano, como un eco en un desfiladero. Se evaluó el corazón, los pulmones y la mente, tratando de ver qué funcionaba todavía y qué estaba paralizado por el miedo.

La señora Abramowicz abrió un poco más la puerta y asomó la cabeza al pasillo.

—Falsa alarma, querida —suspiró—. ¿Has averiguado qué les pasó a mis gatos?

Hope inhaló hondo para calmarse.

—No —mintió—. Ni rastro de ellos. —Vio decepción en los ojos de la anciana—. Creo que debería marcharme ya —añadió, y se guardó la llave del apartamento de O'Connell en el bolsillo de la chaqueta mientras se volvía rápidamente hacia las escaleras. Esperar el ascensor requeriría una sangre fría que ya no tenía.

Hope bajó corriendo, con un nudo en la boca del estómago. Necesitaba salir de allí. De pronto vio una silueta en el portal, acechando en la oscuridad ante ella. Casi se quedó petrificada de terror, pero eran dos inquilinos que entraban. Pasó entre ellos, salió a la fría noche y agradeció la oscuridad.

—¡Eh! —protestó uno de ellos, pero ella prosiguió sin mirar atrás.

Casi tropezó al bajar los escalones y finalmente se dirigió a su coche, las llaves temblándole en las manos. Subió bruscamente y una voz interior le gritó: «¡Huye! ¡Escapa ahora!» Estaba a punto de arrancar cuando de nuevo se quedó petrificada.

Michael O'Connell venía por la acera opuesta.

Lo observó detenerse ante el edificio, sacar las llaves del bolsillo y, sin mirar en su dirección, subir los escalones y entrar. Hope esperó y unos instantes después vio encenderse las luces en el apartamento.

Temió que de algún modo él supiera que ella había estado allí. Que hubiera movido algo, dejado alguna cosa fuera de su sitio. Puso el coche en marcha y sin mirar atrás condujo hasta la esquina, luego giró y continuó por una amplia calle a lo largo de varias manzanas, hasta que vio un sitio a la izquierda donde aparcar. Lo hizo y pensó: «¿Cuánto ha sido? ¿Tres minutos? ¿Cuatro? ¿Cinco?» ¿Cuántos minutos habían transcurrido entre su salida y el regreso de O'Connell?

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