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Authors: John Katzenbach

El hombre equivocado (52 page)

BOOK: El hombre equivocado
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Había luces encendidas en las casas y caravanas adyacentes. Scott inhaló el aire frío. De vez en cuando veía alguna silueta pasar ante una ventana y el ubicuo resplandor de los televisores.

Sostuvo la mano ante los ojos para comprobar si temblaba. Sí, temblaba un poco, pero no lo suficiente para obstaculizar su misión.

«Esta noche habrá muchas respuestas», se dijo. Cualquier duda que aún pudiera albergar sobre quién era él en el fondo, o quién era Sally o incluso Hope, obtendría respuesta. Pensó en Hope un instante y tragó saliva. «En realidad no la conozco —pensó—. Sólo tengo una leve idea de quién es.» Pero todo en su vida giraba de pronto en torno al desempeño de Hope.

Scott tomó aire y se preguntó qué les hacía pensar que podrían conseguir algo tan monstruosamente ajeno a sus vidas. En ese breve segundo de duda, oyó un coche que se acercaba velozmente.

Para entonces, Sally ya había regresado a la zona de Boston. Se dirigió a un frecuentado distrito comercial de Brookline. Su primera parada fue en un cajero automático delante de una galería comercial, donde extrajo cien dólares con su tarjeta de crédito. Cuando recogió el dinero, alzó la cabeza para que la cámara de seguridad grabara nítidamente su rostro. Se entretuvo guardando en el bolsillo el resguardo, donde aparecía marcada la hora.

Luego entró en la galería y se dirigió a una tienda de lencería.

Anduvo entre los estantes de sedas y encajes hasta que divisó a una joven dependienta, probablemente no mayor que Ashley. Sally se le acercó.

—¿Podrías ayudarme con algo? —pidió.

—Naturalmente —respondió la joven—. ¿Qué está buscando?

—Bueno, quería algo para mi hija, que tiene más o menos tu talla. Algo especial, porque la pobre está atravesando un bache. Rompió con su novio, ya sabes cómo son esas cosas, y quiero regalarle algo que la haga sentirse sexy y hermosa, ya que ese cretino la ha hecho sentirse justo lo contrario.

—Entiendo —asintió la chica—. Es todo un detalle por su parte.

—Bueno, para eso estamos las madres. Y me gustaría también algo bonito para regalar a una amiga especial. Alguien con quien no he sido, bueno, muy amable últimamente. ¿Tal vez un pijama de seda?

—No hay problema. ¿Sabe la talla?

—Oh, claro que sí. Compartimos mucho juntas, ¿sabes?, allá en el oeste de Massachusetts, donde vivimos. Las cosas han estado algo tirantes últimamente y me gustaría compensarla. Las flores siempre están bien, pero, cuando tienes una relación especial, a veces es mejor un regalo especial, ¿no crees?

La dependienta sonrió.

—Desde luego.

Sally pensó que la mención del oeste de Massachusetts, con su reputación de ser el lugar preferido por las lesbianas, subrayaría la clase de regalo que pretendía hacer. Siguió a la joven hasta la sección de lencería fina, pensando que ya había explicado suficientes cosas como para que, llegado el caso, la chica la recordase. Sally utilizó también la tarjeta de crédito, porque eso la situaría en esa tienda ese día y a esa hora. Pensó en hablar con la encargada de la tienda para felicitarla por la eficiencia de sus dependientas; la clase de comentarios que siempre se recuerda más tarde.

Sally pensó que estaba en un escenario interpretando un papel inventado por la desesperación.

—Aquí tiene algunas de nuestras prendas más bonitas —dijo la chica.

Sally sonrió, como si aquello fuera lo más natural del mundo.

—Oh, sí. Desde luego.

Más o menos en el mismo momento, Catherine y Ashley estaban en un supermercado de Whole Foods, a menos de un kilómetro y medio de casa, empujando un carrito lleno de chucherías y comida. Las dos habían guardado silencio durante toda la expedición de compras.

Cuando recorrían un pasillo cerca de la parte delantera de la tienda, Ashley vio una gran pirámide de calabazas decorada con espigas de maíz. Era el típico adorno con vistas a Acción de Gracias, con un puñado de nueces y grosellas y un pavo de papel en el centro. Se la enseñó a Catherine con una mirada significativa, que asintió.

Las dos se acercaron, pero de pronto Catherine exclamó:

—¡Maldición, hemos olvidado las latas de judías!

Y giró el carro de forma que chocó contra la pata de la mesa en que se apoyaban las calabazas. La pirámide se tambaleó peligrosamente, amenazando con derrumbarse. Ashley soltó un gritito y se abalanzó como para impedir el desastre, pero en realidad empujó una de las calabazas grandes de la base para que todo se viniera abajo, como en efecto ocurrió estrepitosamente.

Catherine chilló.

—¡Oh, Dios mío! ¡Qué he hecho!

Al instante aparecieron un par de dependientes y el encargado. Los dependientes se pusieron a arreglar el desaguisado, mientras Catherine y Ashley pedían disculpas y se ofrecían a pagar cualquier daño causado. El encargado desde luego rehusó, pero Catherine insistía en darle un billete de cincuenta dólares.

—Tenga —le decía—, al menos para compensar a estos amables jóvenes que están recogiendo el desaguisado que Ashley y una servidora, Catherine, hemos provocado.

—No, señora, por favor —negaba el encargado con una sonrisa—. De verdad que no es necesario.

—Insisto.

—Yo también —dijo Ashley.

Al final, el encargado tuvo que aceptar el dinero. A espaldas del jefe, los dependientes suspiraron con alivio.

Entonces ambas se pusieron en la cola, y Catherine sacó una tarjeta de crédito para pagar. Se aseguraron de mirar directamente a las cámaras de seguridad. Tenían pocas dudas de que serían recordadas esa noche en concreto. Ésa era la última instrucción de Sally para ellas: «Aseguraos de hacer algo en público que deje constancia de vuestra presencia cerca de casa.»

Habían cumplido su parte. No sabían qué estaba sucediendo en algún otro lugar de Nueva Inglaterra en ese momento, pero imaginaban que era algo muy peligroso.

Los faros del coche de Michael O'Connell iluminaron la fachada de su antiguo hogar. Las luces se reflejaron en la camioneta de su padre. Una puerta se cerró con estrépito y Scott vio a O'Connell dirigirse con premura hacia la entrada de la cocina.

La furia de O'Connell era fundamental, pensó Scott. Las personas enfurecidas no advierten los detalles que más tarde resultan importantes.

Lo vio entrar. No lo había observado más que unos segundos, pero le habían bastado para saber que, fuera lo que fuese lo que Ashley le había dicho, lo había sacado de quicio.

Inspirando hondo, Scott cruzó la calle, tratando de mantenerse en las sombras. Corrió lo más rápido que pudo hasta el coche de O'Connell. Se agachó, sacó de la mochila unos guantes de látex y se los puso. Luego sacó un martillo de cabeza de goma y una caja de clavos galvanizados para tejados. Dirigió una mirada hacia la casa, tomó aire y hundió un clavo en un neumático trasero. Oyó el silbido del aire al escapar.

Cogió varios clavos y los esparció al azar por el camino.

Moviéndose con sigilo, Scott se dirigió a la camioneta de O'Connell padre. Dejó la caja de clavos y la maza entre las herramientas que había en el vehículo y alrededor.

Terminada su primera tarea, Scott regresó a su escondite. Al cruzar la calle, oyó las primeras voces en la casa, cargadas de furia. Quiso esperar, distinguir las palabras exactas, pero sabía que no podía hacerlo.

Cuando llegó al decrépito cobertizo, cogió el móvil y marcó. Sonó dos veces antes de que Hope respondiera.

—¿Estás cerca? —preguntó.

—A menos de diez minutos.

—Está sucediendo ahora —dijo Scott—. Llámame cuando pares.

Hope cortó la comunicación sin responder. Pisó el acelerador. Habían calculado al menos veinte minutos entre la llegada de Michael O'Connell y la suya propia. Estaban cumpliendo bastante bien los tiempos previstos. Eso no la tranquilizó demasiado.

Michael y su padre apenas estaban separados por unos metros, los dos de pie en la desordenada sala.

—¿Dónde está? —gritó el hijo, con los puños apretados—. ¿Dónde está?

—¿Dónde está quién? —replicó el padre.

—¡Ashley, maldita sea! ¡Ashley! —Miró en derredor como un poseso.

El padre soltó una risita burlona.

—Vaya, qué cojonudo. Qué cojonudo…

Michael se volvió hacia el viejo.

—¿Está escondida? ¿Dónde la has metido?

Su padre negó con la cabeza.

—Sigo sin saber de qué cono estás hablando. ¿Y quién puñetas es Ashley? ¿Alguna putilla?

—Sabes bien de quién estoy hablando. Te llamó. Se suponía que estaba aquí. Dijo que venía de camino. Deja de burlarte o juro que…

Michael O'Connell alzó el puño en dirección a su padre.

—¿O qué? —repuso el viejo con desdén, y se tomó su tiempo para beber una cerveza, calibrando a su hijo con los ojos entornados. Luego se sentó en su sillón, bebió otro largo sorbo y se encogió de hombros—. No sé qué pretendes, chaval. No sé nada de esa Ashley. De repente me llamas después de años de silencio, empiezas a lloriquear por un coño como si fueras un recién salido del instituto, y haces preguntas de las que no tengo ni puñetera idea. Y de repente apareces aquí como si el mundo estuviera ardiendo, exigiendo esto y lo otro. Pues bien, sigo sin tener ni puta idea. ¿Por qué no coges una cerveza y te calmas y dejas de comportarte como un majadero?

—No quiero beber. No quiero nada de ti. Nunca lo he querido. Sólo dime dónde está Ashley.

El padre volvió a encogerse de hombros y extendió los brazos.

—No tengo ni puñetera idea de quién estás hablando.

Michael O'Connell, hirviendo de furia, lo señaló con el dedo.

—Quédate ahí, viejo. Sigue sentado y no te muevas. Voy a echar un vistazo.

—No pensaba ir a ninguna parte. ¿Quieres echar un vistazo? Adelante. No ha cambiado mucho desde que te fuiste.

El hijo sacudió la cabeza.

—Sí que ha cambiado —dijo mientras apartaba a patadas unos periódicos—. Te has vuelto mucho más viejo y borracho, y este lugar está hecho una mierda.

El padre no se movió de su sitio cuando el joven entró en las habitaciones del fondo.

Entró primero en la que había sido la suya. Su vieja cama seguía en un rincón, y algunos de sus viejos pósters de AC/DC y Slayer todavía colgaban donde los había dejado. Un par de trofeos deportivos baratos, una vieja camiseta de fútbol americano clavada a la pared, algunos libros del instituto y una foto enmarcada de un Chevrolet Corvette ocupaban el espacio restante. Abrió el armario, casi esperando encontrar a Ashley escondida dentro. Pero estaba vacío, excepto por un par de viejas chaquetas que olían a polvo y humedad y unas cajas de antiguos videojuegos. Les dio una patada, esparciendo su contenido por el suelo.

Todo en la habitación le recordaba algo que odiaba: quién era y de dónde venía. Su padre simplemente había arrojado las cosas viejas de su madre sobre la cama: vestidos, pantalones, botas, una caja llena de bisutería barata y un tríptico de fotos donde aparecían los tres durante unas inusuales vacaciones en un
camping
de Maine. La foto le despertó recuerdos terribles. Demasiada bebida y demasiadas peleas y un regreso a casa con caras de perro. Era como si su padre hubiera metido allí todo lo que le recordaba a su esposa muerta y a su hijo ausente, para que acumulara polvo y los olores del tiempo.

—¡Ashley! —llamó—. ¿Dónde demonios estás?

Desde su sillón en la sala, su padre respondió:

—No vas a encontrar ninguna Ashley. Pero sigue buscando, si eso te hace feliz. —Y soltó una risa forzada que provocó aún más furia a su hijo.

Michael apretó los dientes y abrió la puerta del baño. Apartó la mohosa cortina de la ducha. Un frasco de pastillas cayó del lavabo, esparciendo píldoras por el suelo. Michael se agachó y recogió el frasco de plástico, vio que era un tratamiento para el corazón y se echó a reír.

—Así que ese negro corazón te está dando problemas, ¿eh? —dijo.

—Deja mis cosas en paz —repuso su padre.

—Vete al infierno —masculló Michael—. Espero que te duela bastante antes de matarte.

Arrojo el frasco al suelo, lo aplastó junto con las píldoras esparcidas y se dirigió al otro dormitorio.

La cama estaba sin hacer, las sábanas sucias. La habitación olía a tabaco, cerveza y ropa sucia. Había un cesto de plástico para la ropa en un rincón, repleto de camisetas y calzoncillos. La mesilla de noche estaba cubierta por más frascos de píldoras, botellas de licor medio llenas y un despertador roto. Vació todos los frascos en su mano y se guardó las píldoras en el bolsillo. «Te llevarás una sorpresa cuando las necesites», pensó.

Abrió el armario. La mitad del mueble (la mitad que usaba su madre) estaba vacía. El resto estaba lleno con la ropa de su padre: todos los pantalones, camisas de vestir, chaquetas y corbatas que ya nunca se ponía.

Dejó las puertas abiertas y se dirigió a la puerta corredera que conducía al patio trasero. Abrió la puerta y salió, ignorando el grito de su padre tras él.

—¿Qué demonios estás haciendo ahora?

Michael miró a izquierda y derecha. Allí no había ningún sitio donde esconderse.

Se dio la vuelta y entró.

—Voy a mirar en el sótano —anunció—. Si quieres ahorrarme la molestia, dime dónde está, viejo. O voy a tener que sacártelo por las malas.

—Adelante. Comprueba en el sótano. ¿Sabes una cosa, Mickey? No me asustas. Nunca lo hiciste.

«Eso ya lo veremos», pensó Michael.

Se acercó a la puerta que conducía al sótano. Era un sitio oscuro y cerrado, lleno de telarañas y polvo. Una vez, cuando tenía nueve años, su padre lo había encerrado allí bajo llave. Su madre estaba fuera y él había hecho algo que cabreó al viejo. Después de pegarle en la cabeza, arrojó al niño escaleras abajo y lo dejó en la oscuridad durante una hora. Michael se detuvo en lo alto de las escaleras y pensó que lo que más odiaba de sus padres era que no importaba cuántas veces se gritaran y chillaran e intercambiaran golpes, pues eso sólo parecía unirlos más. Todo lo que debería haberlos separado había cimentado su relación.

—¡Ashley! —llamó—. ¿Estás ahí abajo?

Una única bombilla en el techo proyectaba un poco de luz en los rincones. Escrutó cada sombra, buscándola.

El sótano estaba vacío.

La furia se acumuló en su pecho, el calor le corrió por los brazos hasta los puños apretados. Volvió a la sala donde lo esperaba su padre.

—Ha estado aquí, ¿verdad? —le espetó Michael—. Ha venido para hablar contigo. No llegué a tiempo y te ha dicho que me mintieras, ¿no es así?

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