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Authors: John Katzenbach

El hombre equivocado (56 page)

BOOK: El hombre equivocado
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—Dos cosas. Quiero decir, teníamos un incendio y un cadáver parcialmente quemado y, tontos como somos, al principio pensamos que el viejo O'Connell, borracho perdido, había conseguido incendiar la casa consigo dentro. Ya sabe, se queda dormido con un cigarrillo y una botella de whisky en la mano. Naturalmente, lo más probable es que eso hubiera sido sentado en un sillón de la sala, o en la cama, no en el suelo de la cocina. Pero cuando el forense retiró la carne chamuscada, vio la herida del disparo y encontró una bala de calibre veinticinco en el cerebro y otra en el hombro, bueno, eso dio un vuelco a la investigación. Así que volvimos a aquel caos empapado, buscando alguna pista, ya sabe. Pero el doctor también encontró trozos de piel bajo las uñas del tipo, así que tuvimos un ADN muy interesante, y de repente el caos de la casa era el resultado de una pelea mortal. Y cuando interrogamos a los vecinos, uno de ellos recordó haber visto un coche con matrícula de Massachusetts que salió pitando de allí poco antes de que empezara el humo. Eso y los resultados del ADN nos consiguieron una orden de registro. Y entonces, ¿qué cree que encontramos?

Sonreía, y dejó escapar una risita. La satisfacción del policía al comprobar que a veces el mundo funciona como debe ser.

Yo estaba menos seguro de que hubiera llegado a la misma conclusión.

45 - Una llamada sin respuesta

Hope condujo hacia el norte y cruzó el peaje de la frontera con Maine, dirigiéndose a un punto cerca de la costa que recordaba de unas vacaciones de verano, muchos años atrás, poco después de que Sally y ella se hubieran enamorado. Habían llevado a la pequeña Ashley en su primer viaje juntos. Era un sitio agreste, donde un crecido parque de árboles oscuros y matorrales retorcidos llegaba hasta el borde mismo del agua, y la costa rocosa capturaba las olas que llegaban desde el Atlántico, lanzando al aire chorros de espuma salada. En el verano era mágico: las focas jugando entre las rocas, diversas especies de aves marinas graznando en la brisa. Ahora, pensó, sería un sitio solitario, lo bastante tranquilo para pensar qué hacer exactamente.

Mantenía el codo contra la herida, presionando para reducir la hemorragia. La herida en sí le provocaba un dolor pulsante y constante. En más de una ocasión pensó que iba a desmayarse, pero luego, mientras el coche iba devorando kilómetros, hizo acopio de fuerzas y, con los dientes apretados, creyó que podría realizar el viaje sin paradas.

Trató de imaginar lo sucedido en su interior. Visualizó diferentes órganos (estómago, bazo, hígado, intestinos) y, como si fuese un juego infantil, intentó adivinar cuáles eran los cortados o perforados por el cuchillo.

El paisaje parecía aún más oscuro que la noche que la envolvía. Grandes grupos de pinos negros, como testigos junto a la carretera, parecían vigilar su avance. Cuando salió de la autopista, gimió de dolor al girar el volante para enfilar la rampa y luego internarse por carreteras secundarias que le recordaron el hogar de su infancia. Trató de controlar su respiración.

Se permitió imaginar que estaba realmente en la carretera que conducía a la casa de su infancia. Pudo visualizar a su madre en aquella época, el pelo recogido, en el jardín, arreglando las flores, mientras su padre estaba en el campo de fútbol que le había trazado, tratando de hacer filigranas con un balón. Oyó su voz llamándola para que se pusiera las botas y saliera a jugar. Su padre hablaba con fuerza, no como después, cuando la enfermedad lo acosó en el hospital.

«Ahora mismo voy», pensó.

Había pequeños carteles marrones cada pocos kilómetros que indicaban la dirección del parque, y ahora ya olió el salitre en el aire. Recordó que había un aparcamiento apartado y supo que estaría vacío esa fría noche de noviembre. Un camino de unos cien metros cubierto de hojarasca serpenteaba entre los árboles y matojos, atravesando una zona de picnics, y luego otro de un kilómetro y pico hasta el océano. Alzó los ojos y vio la luna llena. Sabía que podría necesitar su débil luz. «Luna de cazadores», pensó, e imaginó que las primeras nieves y el hielo no estaban ya muy lejos. Dudaba que viniera nadie; no sabría qué decir si lo hicieran. No le quedaban fuerzas para mentir ni siquiera al guardabosques.

Vio otro cartel, el fondo azul y una gran H blanca en el centro.

Era una tentación injusta, pensó. No se había acordado de que el parque estaba sólo a un par de kilómetros de un hospital.

Por un momento pensó en tomar esa dirección. Habría una gran mancha de luz brillante, y un cartel de neón rojo: «Entrada de Urgencias». Probablemente un par de ambulancias aparcadas por allí, en la entrada circular. Dentro habría una enfermera tras un mostrador. Se la imaginó: una mujer gruesa, de mediana edad, a quien no asustaría la sangre ni el peligro. Le echaría un vistazo a la herida de Hope, y luego la llevarían a la sala de reconocimiento, donde ella oiría los murmullos de médicos y enfermeras que se afanarían en salvarle la vida.

«¿Quién le ha hecho esto?», preguntaría alguien, libreta y lápiz en mano.

«Me lo hice yo misma.»

«No, de verdad, ¿quién se lo hizo? La policía viene de camino y querrá saberlo. Díganoslo ahora…»

«No puedo decirlo.»

«Necesitamos respuestas. ¿Por qué ha venido aquí? ¿Por qué tan lejos de su casa? ¿Qué ha hecho esta noche?»

«No voy a decirlo.»

«Eso no es lo mismo que no poder decirlo. Tenemos muchas dudas. Si sobrevive a esta noche, tendremos muchas más preguntas.»

«No voy a responder.»

«Sí que lo hará. Tarde o temprano, lo hará. Y díganos: ¿por qué hay sangre de otra persona en su mono? ¿Cómo ha llegado ahí?» Hope apretó los dientes y siguió conduciendo.

Sally aparcó casi en el mismo sitio de antes frente al apartamento de Michael O'Connell. La calle estaba vacía, a excepción de los coches aparcados por toda la manzana. La negrura de la noche fundía las sombras, luchando contra el resplandor que llegaba de los barrios más concurridos.

Sally miró el reloj, luego el cronómetro, que indicaba los avances de todo el día. Inspiró lentamente. El tiempo se movía muy despacio.

Contempló el edificio de O'Connell. Las ventanas de su apartamento continuaban a oscuras. Mientras escrutaba la calle arriba y abajo, sintió que el calor se acumulaba en su interior. ¿A qué distancia estaba él ya? ¿A dos minutos? ¿A veinte? ¿Venía hacia aquí?

Sacudió la cabeza. Una planificación adecuada, se dijo, habría dispuesto que alguien lo siguiera desde la casa de su padre, para que cada paso que diera ese día estuviera controlado. Se mordió el labio inferior. Pero eso habría supuesto un mayor peligro, pues ese alguien habría tenido que estar demasiado cerca de O'Connell. Por eso había dejado una laguna de tiempo entre su salida y su regreso. Pero Scott había tardado demasiado en llevarle el arma, y ahora ella ignoraba dónde podía estar O'Connell. ¿Se había deshinchado el neumático como había prometido Scott? ¿Se había retrasado lo suficiente en cambiar la rueda? Los imponderables le gritaban como una sinfonía de instrumentos desafinados.

Miró de reojo la mochila que contenía la pistola y se contuvo de arrojarla al contenedor de basura tras el edificio. Habría bastantes posibilidades de que los policías la encontraran allí. Pero no tenía la certeza necesaria, y en una noche llena de dudas no podía arriesgarse.

Jugueteó con el teléfono móvil. Su mente no dejaba de girar en torno a Hope. «¿Dónde estás? ¿Te encuentras bien?»

Le temblaban las manos. No sabía si por miedo a que O'Connell la pillara o si temía por Hope. Pensó en su compañera, trató de imaginar qué le había sucedido, de leer entrelineas lo que le había dicho Scott, pero eso la asustó aún más.

O'Connell venía de camino, más cerca cada minuto, podía sentirlo. Sabía que tenía que actuar sin retrasos. Sin embargo, maniatada por la incertidumbre, vaciló.

Hope estaba en alguna parte, herida, lo sentía también. Y no podía hacer nada al respecto.

Dejó escapar un lento gemido.

Y entonces, con una inaudita fuerza de voluntad, cogió la mochila y salió del coche. Rogó que la noche la ocultara mientras, cabizbaja, cruzaba rápidamente la calle. Si alguien las veía y las relacionaba a ella y la mochila con O'Connell y su apartamento, todo podría descubrirse. No tenía que correr, sino caminar con normalidad. El contacto visual con cualquier persona sería fatal, lo mismo que hablar con alguien. Sería fatal cualquier cosa que llamara la atención sobre ella; y lo sería no sólo para ella, sino para todos.

Ese era el momento más peligroso. El momento en que todo lo que había sucedido esa noche pendía de un hilo. Un fallo por su parte los condenaría a todos, y posiblemente también a Ashley. Tenía el arma del crimen en su poder. Era un momento de absoluta vulnerabilidad.

«Continúa», se ordenó.

Al entrar en el vestíbulo del edificio, oyó voces en el ascensor, así que decidió subir por la escalera, dos escalones a cada paso.

Se detuvo junto a la sólida puerta de incendios de la segunda planta, trató de escuchar a través de ella, y luego recorrió con paso firme el pasillo hasta el apartamento de O'Connell. Tenía en la mano la llave de la vecina, igual que unas horas antes. Durante un terrible segundo imaginó que él estaba dentro, tendido en la cama, con las luces apagadas. Debía tenerlo en cuenta. ¿Y si estaba dentro? ¿Y si aparecía antes de que terminara su tarea? ¿Y si la veía en el pasillo o en el ascensor o al salir del edificio, en la calle? ¿Qué iba a decir? ¿Le haría frente? ¿Trataría de esconderse? ¿La reconocería él?

La mano le temblaba cuando abrió la puerta.

Entró rápidamente y cerró tras de sí.

Prestó atención al sonido de respiraciones, pasos, una cisterna, el teclado del ordenador, cualquier cosa que le indicara que no estaba sola, pero sólo oyó el torturado sonido de su propia respiración, que parecía crecer a cada segundo que pasaba.

«¡Hazlo! ¡Hazlo ahora! ¡No hay tiempo!»

Cruzó el recibidor sin encender ninguna luz, y se maldijo cuando chocó contra una pared. La tenue luz de la calle entraba por las ventanas del dormitorio, proporcionándole iluminación suficiente. Se vio de soslayo en un espejo y casi soltó un grito.

Se apresuró hacia el armario mientras abría la mochila y sacaba el arma. Notó el fuerte olor a gasolina, tal como le había advertido Scott. Metió la pistola en la bota y remetió el calcetín para sofocar el olor. Tras dejarlo todo en su sitio, esperando que exactamente igual que estaba, se incorporó.

Se ordenó moverse con calma y eficacia, sopesando cada paso, pero no lo consiguió. Cogió la bolsa ahora vacía, echó una rápida ojeada alrededor, pensó que todo parecía igual que antes y se dispuso a marcharse.

Cegada una vez más por la oscuridad, tropezó.

Tratando de controlar su corazón desbocado, se ordenó ir paso a paso. No quería chocar contra nada ni correr el riesgo de derribar algo. No tenía que haber ningún signo de que ese día alguien había entrado dos veces en el apartamento. Eso era lo más importante, se dijo, mientras esperaba que su corazón se calmara.

El acto de retrasar la salida fue casi doloroso.

Cuando llegó por fin a la puerta, se dejó llevar por el pánico. «Él está aquí», pensó. Imaginó oír su llave en la cerradura, voces, pisadas.

Trató de ignorar las malas pasadas que le jugaba el miedo y salió al pasillo. Miró a derecha e izquierda y comprobó que estaba vacío. Con todo, las manos le temblaban y le pareció oír sonidos amenazadores acercándose desde todas las direcciones. Se repitió que debía controlarse.

Tal como había hecho antes, cerró la puerta con llave y echó a andar por el pasillo. De nuevo, eligió las escaleras. De nuevo, cruzó el vestíbulo y salió a la calle. De repente se sintió exultante: lo había logrado. Cruzó la calzada, sumiéndose en el anonimato nocturno.

Había una alcantarilla justo delante de su coche. Deslizó la llave de la vecina entre los intersticios y la oyó caer a las aguas residuales del fondo.

Hasta que entró en el coche, cerró la puerta y echó atrás la cabeza no sintió las lágrimas que se acumulaban en su interior. Por un segundo creyó que todo funcionaría, y se dijo: «Está a salvo. Lo hemos conseguido. Ashley está a salvo.»

Y entonces recordó a Hope y un nuevo pánico la atenazó, un pánico que pareció surgir de un negro espacio interior, avanzando inexorable, amenazando con envolverla en un miedo informe. Dejó escapar un fuerte gemido y contuvo la respiración. Cogió el móvil y marcó el número de su compañera.

Scott experimentó alivio al enfilar su camino de acceso particular. Dejó la furgoneta tras la casa, en su lugar de costumbre, donde era difícil verla desde la calle, e incluso desde las casas vecinas. Cogió las prendas utilizadas en su misión, subió al Porsche y volvió a salir a la calle. Aceleró, asegurándose de hacer suficiente ruido para que quien estuviera aún despierto, viendo la tele o leyendo, lo advirtiera.

En el centro de la ciudad había una pizzería frecuentada por estudiantes. Tan tarde (era cerca de medianoche), la presencia de un profesor no pasaría inadvertida. No era extraño que los profesores, cuando corregían exámenes, salieran un rato por la noche para despejarse la cabeza. Era un lugar tan bueno como cualquier otro para dejarse ver.

Aparcó directamente delante, y el coche deportivo llamó la atención de algunos jóvenes sentados junto a la ventana. Su Porsche siempre atraía miradas, pensó Scott.

Pidió una porción de pizza cuatro estaciones y pagó con su tarjeta de débito. Si lo interrogaban, no tendría coartada para el resto de la noche («En casa, corrigiendo exámenes —diría—. Y no, no contesto al teléfono cuando corrijo»), pero no le habría sido materialmente posible conducir desde la casa del padre de O'Connell hasta Boston y luego hasta el oeste de Massachusetts en el lapso de tiempo correspondiente a la muerte de O'Connell padre. «¿Matar a alguien y luego comprar una porción de pizza? Detective, eso es absurdo.» No era la mejor coartada, pero al menos era algo. Dependía de que Sally devolviese el arma. Tantas cosas se basaban en que se descubriera aquella pistola que Scott casi se atragantó por la tensión.

Llevó su porción de pizza a un lugar vacío junto a la barra y comió despacio. Trató de no pensar en ese día, de no repasar mentalmente cada escena. Pero la imagen del hombre asesinado asomó a su conciencia, mientras miraba la pizza. Cuando le pareció notar el olor de la gasolina y luego el hedor igualmente repulsivo de la carne quemada, casi vomitó. «Acabas de estar de nuevo en la guerra», se dijo. Tomó aire, continuó comiendo y se concentró en el resto de su tarea. Tenía que deshacerse de toda la ropa que había llevado en la casa del padre de O'Connell, echarla al sumidero del Ejército de Salvación local, donde desaparecería en las fauces de la caridad. Se recordó no olvidarse de los zapatos. Podían tener sangre en las suelas, igual que todos ellos podrían tener sangre en el alma.

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